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La señora Von Adlerstein, que tenía la bandeja al alcance de la mano, sirvió a su visitante, pero al realizar los gestos rituales la frágil porcelana tintineó un poco, delatando cierto nerviosismo.

—¿Qué quiere nuestro canciller? —preguntó.

—Teme... que Elsa esté en peligro, y usted sabe lo sensible que es ese gran cristiano a los sucesivos dramas que han golpeado a la casa de Habsburgo. Desea evitar a toda costa que la serie continúe.

—Se lo agradezco, pero dígame cómo es posible que esa desdichada mujer que vive escondida atraiga la fatalidad sobre ella.

—¿Escondida? No del todo. Están esas apariciones que hace en la Ópera, en su palco.

—Hasta ahora nadie parecía haber encontrado ningún inconveniente. Además, son muy raras. Sólo se la ha visto ahí tres veces.

—Pero ya son demasiadas. Compréndalo, Valeria, esa mujer de gran porte y de una elegancia perfecta, aunque un poco anticuada, esa alta y delgada figura que tan bien oculta su rostro y tan poco sus joyas no puede sino excitar la curiosidad. Yo mismo estaba en la Ópera el día de la última representación del Rosenkavalier y me fijé en la atención con que algunos espectadores la observaban. Sobre todo dos hombres que se encontraban en el palco del barón de Rothschild. Sus gemelos no se apartaron de ella, y creo que no eran los únicos. Esto tiene que acabar o sucederá una desgracia.

—¿Prohibirle volver? Lo he pensado, claro, pero me costará hacerlo. ¡Representa tanto para ella! Después de todo, es su única esperanza... Pero la verdad es que toma muchas precauciones: nunca llega hasta después de que se haya levantado el telón, cuando los habituales de la Opera, todos fervientes melómanos, están ya enfrascados en el espectáculo; durante los entreactos no sale nunca, se retira al fondo del palco y sólo deja visible el abanico en el que lleva la rosa de plata; y por último, se marcha nada más sonar la última nota. ¿No le había pedido que hiciera correr el rumor de que se trata de una enferma, en el caso de que la gente preguntara?

—Y pregunta. ¡Ese porte que tiene, esa presencia que evoca otra todavía presente en tantas memorias! No, querida, esto tiene que acabar. O si no, que vaya con el rostro descubierto, vestida de un modo distinto y a otra localidad.

—Imposible.

—¿Por qué? ¿Acaso se parece... a la emperatriz?

—Sí, mucho más que hace doce años. Es asombroso.

La condesa cogió su bastón, se levantó y se acercó lentamente a una peana situada en una esquina, donde reposaba un busto de Isabel. Era una obra austera por tardía. La mujer que reproducía había recibido la peor de las heridas, una que no se cura jamás: la muerte de un hijo. Sobre el camisolín que cubría el cuello, se erigía el bello rostro, marcado por el dolor pero orgulloso, altivo incluso bajo la corona de trenzas. El rostro de un ser que, no teniendo ya nada que perder, desafiaba al destino y a la muerte. La anciana dama apoyó una mano acariciadora sobre el hombro de mármol.

—Elsa le profesa culto, y yo creo que se complace en acentuar su parecido. Sea como sea, si se tapa la cara no es por prudencia; ella la desconoce. Pero no me pregunte la razón porque no se la diré.

—Como quiera. ¿Sabe que dicen que es hija de la emperatriz y de Luis II de Baviera?

—¡Eso es ridículo! Basta mirar las fechas. Cuando ella nació, en 1888, nuestra soberana ya no estaba en edad de procrear.

—Lo sé, pero de todas formas es de la familia. Y la imaginación popular está ahí, sobre todo entre los húngaros, que nunca han dejado de venerar la memoria de la que fue su reina, pero al mismo tiempo hay gente que se ha jurado borrar toda huella de una dinastía detestada; los que asesinaron a Rodolfo en Mayerling, a la propia Isabel en Ginebra, a Francisco Fernando en Sarajevo, por no hablar de los mexicanos que fusilaron a Maximiliano. Ellos tenían sus razones, pero sé que hay quien se pregunta si la enfermedad que se llevó el año pasado al joven emperador Carlos, en Madeira, era realmente una enfermedad...

—¡Qué estupidez! ¿Acaso la miseria y la falta de salud no son suficientes? Una maldición, podría ser, pero yo no creo que haya personas encargadas de aplicarla. Y menos teniendo en cuenta que Carlos deja ocho hijos. Con su madre, la emperatriz Zita, y las archiduquesas Gisela y Valeria, sin contar a la hija de Rodolfo, hacen un total de bastantes príncipes y princesas todavía vivos, gracias a Dios.

—Piense lo que quiera. En cualquier caso, han llegado advertencias a la policía: están buscando a su protegida, y si no toma precauciones...

—Hace quince años que las tomo contra los únicos enemigos que me consta que tiene: los que codician las joyas que posee y que constituyen su único bien. Nadie sabe dónde vive salvo yo y los que la protegen. En cuanto a los tres viajes que ha hecho a Viena, han sido siempre de noche.

—Pero se aloja en su casa, ¿no? Sus sirvientes...

—Me sirven desde hace muchos años y están fuera de toda sospecha. Podría decirse que forman parte de la familia. En resumen, ¿qué ha venido a pedirme? ¿Que convenza a Elsa de que no vuelva a abandonar su retiro? Haré todo lo posible en ese sentido porque el último viaje no fue bien. Lo que no significa que vaya a conseguirlo; cuando se ha visto renacer un sueño que se había creído muerto, resulta difícil renunciar a él. Especialmente a ella; su mente sólo comprende de verdad lo que le conviene y obvia lo demás. Su vida, querido Alejandro, no es sino una larga espera: ver de nuevo algún día al que hace doce años le regaló una rosa de plata y le hizo promesas de amor.

—¿Y espera encontrarlo después de doce años? ¡Es bastante increíble!

—Cuando uno la conoce, no. Su historia no es corriente. Comenzó en 1911, la noche del estreno del Rosenkavalier. En la Ópera conoció a un joven diplomático, Franz Rudiger, y tanto para uno como para otro fue un flechazo. Al día siguiente, él fue a verla para regalarle la famosa rosa de plata y ambos se consideraron prometidos. Desgraciadamente, al cabo de unos días Rudiger tuvo que marcharse porque Francisco José lo había enviado a realizar una misión en Sudamérica. Una misión tan larga y difícil que, de no ser porque llegaron dos o tres cartas desde Buenos Aires y Montevideo, habríamos creído que había muerto.

—¿Una misión en Sudamérica? ¡Vaya!... ¿Y no tiene ni idea de qué se trataba?

—Cuando el emperador da una orden, no se hacen preguntas. Usted debería saberlo. Rudiger regresó a Europa al principio de la guerra. Nosotras estábamos aquí y cuando él pasó por Viena no tuvo ocasión de vernos. Elsa recibió dos cartas, después nada más durante meses. Me enteré de que se había dado al capitán Rudiger por desaparecido. La desesperación de su prometida fue terrible. Y una noche, hace unos dieciocho meses, llegó otra carta. Rudiger estaba vivo, pero había sido gravemente herido y decía que aún se hallaba en muy mal estado. Sin embargo, quería saber si Elsa seguía libre, si todavía lo amaba. Le proponía dos fechas en las que encontrarse: la primera y la última representación de la temporada de la Ópera con El caballero de la rosa. Si no estaba suficientemente restablecido para la primera, se esforzaría en asistir a la última.

—¿Por qué no dar simplemente una dirección?

—¡Vaya usted a saber! A mí esa historia me pareció bastante rara, pero Elsa estaba tan feliz que no tuve valor para retenerla. Fue entonces cuando le avisé para evitar en la medida de lo posible que se encontrara en dificultades, y le agradezco su ayuda. Evidentemente, Rudiger no se presentó, pero mandó un último mensaje desbordante de disculpas y de palabras de amor: todavía estaba muy débil, pero juraba que estaría en la representación del 17 de octubre. Tuve que ceder de nuevo, aunque el accidente no me permitió acompañarla. Esta vez será la última. Tendré que hacerla entrar en razón.