—Creo que ahora sí podemos irnos a casa —dijo Adalbert.
Arrancó y siguió la carretera, un poco estrecha, hasta encontrar un sitio donde dar media vuelta. Hubo que ir bastante lejos para dar con un atajo, y cuando volvieron a pasar por delante de la verja, constataron que estaba cerrada.
—La recepción ha terminado —comentó Aldo en tono de broma—. Mañana habrá que tratar de averiguar quién la ha dado.
—No debería resultarnos muy difícil. Es una de esas inmensas villas que pertenecen a las grandes familias que componían la Corte y que venían a cumplir con sus obligaciones a la vez que cuidaban de su salud.
Estaba dando la una en la iglesia cuando los dos hombres llegaron al hotel, pero la velada había sido tan fértil en acontecimientos que se sorprendieron al oírlo. Tenían la impresión de que era mucho más tarde.
Pese al cansancio, Morosini, nervioso, tuvo todas las dificultades del mundo para conciliar el sueño. De modo que cuando se despertó eran las nueve y media, demasiado tarde para desayunar en su habitación. Tras un breve pero vigoroso aseo, bajó al comedor para tomar lo que en Austria llamaban el Gabelfrühstück, el desayuno de tenedor.
No llevaba cinco minutos sentado a la mesa cuando vio aparecer a Adalbert, con cara de cansado y el pelo revuelto.
—Me he pasado toda la noche peleándome con los Habsburgo pasados y presentes —dijo el arqueólogo tratando de reprimir un bostezo pero sin obtener un resultado aceptable—. ¿Quién demonios será esa tal Elsa? Yo creo que hay bastantes posibilidades de que se trate de una hija natural. Pero ¿de quién? ¿De Francisco José? ¿De su mujer? ¿De su hijo?... Café, mucho café, por favor —añadió dirigiéndose al camarero que se había acercado para tomar nota de lo que quería.
—En cualquier caso, ninguno de los dos primeros. Se parece a Sissi, luego el emperador queda descartado. En cuanto a la bella emperatriz, ya lo oíste: no es posible. En cambio, mis preferencias se inclinarían por el archiduque Rodolfo, puesto que, te lo recuerdo, la vi depositar flores sobre su tumba en el panteón de los capuchinos.
—De acuerdo. Es lo más lógico teniendo en cuenta que el archiduque tuvo muchas amantes. Pero lo que no lo es tanto es el secreto en el que se rodea a esa mujer, la atención y la protección que le dispensa una gran dama como la condesa, y por último las joyas que posee.
—Yo he llegado a la misma conclusión: sin duda Rodolfo es el padre, pero su madre no debía de ser una cantante cíngara cualquiera. ¿Quién, entonces?
—Pregunta sin respuesta posible tal como están en este momento las cosas —masculló Adalbert mientras se esforzaba en dominar a una salchicha rebelde—. Y si quieres saber mi opinión, nuestro asunto no mejora. Ayer sabíamos que nadie nos ayudaría a llegar hasta la propietaria del ópalo...
—Y hoy sabemos que, intentando encontrarla, nos arriesgamos a llevar hasta ella a personas con intenciones más que dudosas. A mí no me gusta poner a una mujer en peligro. Por tanto, ¿qué hacemos?
—Yo creo que no podemos abandonar.
—Debemos proseguir nuestras indagaciones esforzándonos en limitar los perjuicios. ¡Quién sabe si, cuando descubramos el retiro de Elsa, tendremos ocasión de serle útiles! E incluso de defenderla y de ayudarla.
—Es una idea que tiene lógica. Además, si quieres que te diga la verdad, el papel de nuestro amigo Alejandro X no está nada claro. Así que, para empezar, nos informaremos sobre la villa en la que estuvo anoche. Iremos y quizás encontremos a alguien que pueda decirnos a quién pertenece.
Dicho esto, Adalbert se apoderó de un plato de Nockerlri[7] de queso y se sirvió una generosa ración. Aldo lo miraba con franca repugnancia mientras encendía un cigarrillo. Decididamente, esa mañana no tenía hambre; dos salchichas y un poco de Liptauer[8] habían bastado para saciarlo. En ese momento vio aparecer entre el humo azulado a Friedrich von Apfelgrüne, que hacía su entrada en el comedor de punta en blanco.
—¡Vaya! —murmuró—. Aquí tenemos a nuestro amigo Manzana Verde. Tiene mucho mejor aspecto que anoche: mirada directa, paso firme... ¡No, por favor!, parece que viene hacia nosotros... Deberías dejar de atracarte. ¡Sabe Dios lo que nos reserva!
Sin embargo, al llegar ante la mesa, el joven austríaco dio un taconazo inclinándose de forma muy protocolaria y a continuación dijo, dirigiéndose a Morosini:
—Señor, yo venir presentar a usted disculpas humildes —dijo en un francés aproximado que pareció encantar a Vidal-Pellicorne—. Yo sentir muchísimo mi abominable comportamiento, pero perder la cabeza cuando tratarse de prima Lisa.
Desbordaba de buena voluntad y casi resultaba conmovedor. Así pues, Aldo se levantó para tenderle la mano. Quizás ese muchacho era el enviado del cielo que tanto necesitaban; debía de conocer perfectamente la región y a sus habitantes, por no hablar de las amistades de tía Vivi.
—No se preocupe. No tiene ninguna importancia.
- Wirklich?... ¿Usted no odiarme?
—En absoluto. Está completamente olvidado. ¿Quiere compartir la mesa con nosotros? Le presento al señor Vidal-Pellicorne, un arqueólogo de gran renombre.
—¡Yo estar encantado!
Dos diligentes camareros hicieron las modificaciones necesarias en la mesa y Fritz, con expresión súbitamente risueña, se sentó. Al aceptar tan amablemente sus disculpas, Aldo debía de haberle quitado un gran peso de encima.
—Así que es usted sobrino de la señora Von Adlerstein —dijo Aldo en alemán para invitar al otro a hacer lo mismo y conseguir que se sintiera todavía más cómodo.
—No, sobrino nieto —contestó el joven, empeñado en hacer gala de sus habilidades lingüísticas—. Yo ser nieto de su hermana.
—Y, si lo he entendido bien en nuestros recientes encuentros, es usted también el prometido de su prima.
Apfelgrüne se puso colorado como un tomate.
—¡Gustaría tanto! Pero no ser verdad. Compréndanlo —añadió, renunciando a una lengua que no debía de permitirle expresar claramente la intensidad de sus sentimientos—, Lisa y yo nos conocemos desde pequeños, y desde entonces estoy enamorado de ella. A la familia le hacía mucha gracia; ella siempre decía que éramos novios. Era un juego, claro, pero yo seguí el juego.
—¿Y ella?
—¿Ella? ¡Es una chica tan independiente! —dijo Fritz, poniéndose de pronto melancólico—. Resulta muy difícil saber a quién quiere y a quién no. Yo creo que a mí me quiere. Pero ustedes la conocen, porque le dijeron a Josef que eran amigos suyos —dijo con un resto de resentimiento el joven Apfelgrüne, que quizá fuera un botarate pero tenía memoria. En vista de lo cual, Adalbert se apresuró a calmar los ánimos.
—Somos amigos, pero no íntimos. En cuanto a las relaciones de la señorita Kledermann con el príncipe Morosini, aquí presente, el término conocidos me parece más apropiado —añadió, dirigiendo una inocente mirada interrogativa a su compañero—. No creo que haya habido nunca amistad entre ellos.
—En efecto —dijo Aldo con una franqueza igualmente hipócrita—. Apenas conozco a la señorita Kledermann.
—Pero usted es italiano, concretamente de Venecia, y a Lisa siempre le ha apasionado su ciudad. Creo que incluso ha vivido allí dos años sin decírselo a nadie.
—Reconozco que he coincidido con ella una o dos veces... en algún salón.
—Tiene más suerte que yo. Más de una vez he ido a alguno creyendo que la encontraría, pero no ha habido manera. Y a Zúrich, donde está su casa familiar, no va nunca.