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La idea de que quizás Apfelgrüne supiera algo apenas le pasó por la mente. A ese muchacho sólo le interesaba él mismo y su querida Lisa, nada más.

Al final decidió entrar en una cervecería. Después iría hasta la Kaiser Villa. Él creía mucho en las atmósferas, y sumergirse en la de esa residencia estival de la familia imperial quizá le diera alguna idea.

La gran mansión cuya propietaria actual era la archiduquesa María Valeria, convertida en princesa de Toscana por su matrimonio con su primo el archiduque Francisco Salvador, podía ser visitada en parte. Sin embargo, Morosini no cruzó la puerta de esa construcción cuyas paredes, de un amarillo claro, recordaban un poco Schönbrunn y ponían una nota soleada en medio de los árboles deshojados por el otoño. Había oído decir que el interior albergaba infinidad de trofeos de caza, cabezas de ciervo, de jabalí y sobre todo de gamuza, de las que, según contaban, Francisco José había matado más de dos mil. Las hazañas cinegéticas no habían atraído nunca a Morosini, y éstas menos que ningunas. Además, ¿cómo buscar el rastro de una mujer que adoraba a los animales en medio de un mausoleo a su destrucción? Así pues, prefirió vagar por el parque, subir lentamente hacia el pabellón de mármol rosa que la emperatriz había hecho construir en 1869 para escribir, soñar, meditar, tener la sensación de ser una mujer como cualquier otra, libre de dejar vagar la mirada sobre las plantas y los árboles que rodeaban su refugio y tras los cuales no se escondía ningún guardia.

El hecho de pertenecer a un pueblo que Austria había mantenido cautivo durante largos años no hacía que el príncipe Morosini sintiera mucho afecto por su familia imperial, pero, como era un hombre bondadoso, no podía negar el homenaje de su admiración a una soberana cuya belleza iluminaba sus numerosos retratos, ni el de su compasión por las innumerables heridas que había sufrido su corazón. Y lo que quería captar era su sombra doliente y orgullosa para tratar de arrebatarle un secreto.

De pie junto a un pino, contemplaba con cierta decepción el edificio fuertemente influido por el estilo trovador, que él siempre había detestado, cuando oyó a una amable voz decir:

—A mí nunca me ha gustado mucho esta construcción. Está demasiado presente el gusto de los príncipes bávaros por una Edad Media al estilo de Richard Wagner. Sin llegar a los delirios del desdichado rey Luis II, ésta recuerda un poco que nuestra Isabel era prima suya y lo quería mucho.

Envuelto en una capa de loden, con un sombrero de fieltro encasquetado en la cabeza y un bastón en la mano, el señor Lehar miraba a su compañero de viaje con una sonrisa maliciosa.

—No me había dicho que era un admirador de Sissi.

—En realidad, no lo soy, pero cuando vienes aquí es casi imposible escapar a la magia que rodea su recuerdo. Sobre todo cuando lo que buscas es precisamente ese recuerdo. Un personaje importante, que es cliente mío, le profesa una especie de pasión póstuma y me ha encargado buscarle objetos que le pertenecieron.

—Abundan, desde luego, pero me extrañaría mucho que aceptaran venderle alguno.

—Yo tampoco tengo esperanzas, aunque nunca se sabe. Pero, de todas formas, me gustaría conocer a antiguos fieles...

—¿Más o menos necesitados? Eso es perfectamente posible, y son muchos los que frecuentan este parque. Mire, ahí hay una —añadió el músico, señalando discretamente a una dama vestida de terciopelo negro que acababa de salir del edificio de mármol y permanecía de pie, con las manos metidas en un manguito, bajo el pequeño mirador por el que trepaba una parra de un bello rojo intenso cuyas hojas empezaban a alfombrar el suelo.

—No parece estar necesitada —observó Morosini, que había reconocido a la condesa Von Adlerstein.

—No lo está, en efecto, e incluso intenta aliviar muchas miserias, pero quizá le sea útil. Venga, voy a presentársela —dijo, al tiempo que se acercaba a ella.

Aldo, tras una breve vacilación, no tuvo más remedio que seguirlo. Después de todo, podía ser interesante ver qué acogida se le dispensaba.

El compositor recibió una inmejorable. La anciana dama lo obsequió con una amplia sonrisa, que se borró cuando tuvo a Morosini al alcance de su vista. Este consideró necesario tomar la delantera:

—Es usted demasiado impetuoso, querido maestro —dijo, inclinándose ante la condesa de un modo que habría satisfecho a una reina—. Ya he tenido el honor de ser presentado a la señora Von Adlerstein... y no estoy seguro de que un nuevo encuentro sea de su agrado.

—¿Por qué no, siempre y cuando no pida usted lo imposible, príncipe? Después de que se marchara, sentí ciertos remordimientos. Ese día estaba nerviosa y lo pagó usted. Lo lamento.

—No hay que lamentar nunca nada, señora, y mucho menos un impulso generoso. Usted quiere proteger a su amiga, pero le doy mi palabra de que yo no le deseo ningún mal, sino todo lo contrario.

—Entonces me equivoqué de medio a medio —dijo ella, sacando del manguito un fino pañuelo con el que se dio un ligero toque en la nariz con un ademán desenvuelto que quitaba a sus palabras toda noción de arrepentimiento—. ¿Piensa quedarse algún tiempo? —añadió inmediatamente—. Yo creía que se había ido con su amigo el arqueólogo.

«Decididamente, tiene unas ganas locas de librarse de ti», pensó Morosini. No obstante, contestó de buen humor: —Estamos todavía aquí precisamente porque él es arqueólogo. Le apasiona la antigua civilización llamada de Hallstatt, y como llevábamos mucho tiempo sin vernos, voy a quedarme unos días más con él.

Aldo habría jurado que, al oír el nombre de Hallstatt, la señora Von Adlerstein se había estremecido. Tal vez eso fuera sólo una impresión, pero sí era real que el nerviosismo había vuelto a apoderarse de ella.

—¿Y cómo es, entonces, que no están juntos?

—Porque me ha abandonado, condesa —respondió Morosini con una amabilidad infinita—. Ayer, en el hotel, tuvimos el placer de conocer mejor a su sobrino nieto. El señor Von Apfelgrüne ha insistido en acompañar a mi amigo al yacimiento, y como su coche es de dos plazas, me he visto reducido a vagar por Ischl. Con cierta alegría, lo confieso.

—¡Cielo santo! ¡Sólo nos faltaba que a ese botarate le diera ahora por la arqueología! ¡Si ni siquiera es capaz de diferenciar un fósil de un sillar! Espero tener el placer de volver a verlo uno de estos días, príncipe. Y usted, querido maestro, venga a Rudolfskrone cuando tenga tiempo.

—No tardaré en aprovechar su permiso —se apresuró a decir el músico, un poco ofendido por haber sido dejado de lado con tanta ligereza—. Le contaré novedades de su pariente el conde Golozieny. Coincidimos en Bruselas y...

Ella ya estaba bajando el camino en pendiente que llevaba a la Kaiser Villa, pero se volvió para decir:

—¿Alejandro? Lo vi hace poco, pero de todas formas venga a hablarme de él mientras tomamos una taza de té.

La condesa prosiguió su camino sin volverse de nuevo.

—¡Qué actitud tan extraña! —dijo Lehar, desconcertado—. ¡Una mujer que es siempre la gracia en persona!

—La culpa es mía, querido maestro. Tengo la desgracia de desagradarle, eso es todo. Debería haberme dejado al margen. Pero acaba usted de pronunciar un nombre que no me es desconocido. El conde...

—¿Golozieny? —completó el compositor sin hacerse de rogar—. No me sorprende que lo conozca. Ocupa no sé qué cargo en el gobierno actual, pero eso no le impide viajar mucho al extranjero. Le gusta París, Londres, Roma... y las mujeres bonitas. Que, según tengo entendido, le cuestan muy caras. Pero no diga nada de esto, sobre todo a la condesa; es húngaro, igual que ella, y son primos.

—Me temo que no va a brindarme muchas ocasiones de vernos.