—Yo arreglaría eso si tuviera tiempo, pero me vuelvo a Viena dentro de dos días. Así que, si quiere venir a casa, debe darse prisa. ¿Se marcha ya?
—No. Voy a quedarme un rato más... Me gusta este sitio.
—A mí también, pero tengo la garganta delicada y siento un poco de frío. Hasta pronto, espero.
Cuando el padre de La viuda alegre hubo desaparecido entre los árboles, Aldo consultó su reloj, dio dos o tres vueltas alrededor del pabellón de la emperatriz y después se dirigió tranquilamente hacia la ciudad. Eran casi las cinco y no tardarían en cerrar las verjas.
Cuando se reunió con Adalbert y su mentor en una de las mesitas de mármol blanco de Zauner, en una atmósfera a la vez anticuada y cálida que olía a chocolate y vainilla, los dos viajeros estaban haciendo desaparecer una increíble cantidad de dulces variados al paso que bebían una taza de chocolate tras otra.
—Parece que tienen hambre los dos.
—El aire libre abrir apetito —lo informó Apfelgrüne engullendo un enorme trozo de Linzertorte acompañado de nata—. ¿Dar buen paseo?
—Excelente. Mejor aún de lo que pensaba —añadió Aldo con una sonrisa dirigida a su amigo—. ¿Y su excursión?
—Maravillosa —respondió éste devolviéndole la sonrisa—. No tienes ni idea de lo interesante que ha sido. Incluso debería decir apasionante. Tanto, que voy a ir a pasar unos días allí. Deberías venir tú también.
A todas luces, él también había descubierto algo, y Morosini mandó mentalmente al infierno al malhadado Fritz por impedirles hablar con libertad. Hubo que esperar hasta que regresaron al hotel, pero en cuanto los dos hombres se quedaron solos las preguntas empezaron a salir disparadas:
—Bueno, ¿qué?
—Cuenta, cuenta. ¿Qué has averiguado?
—Sé quién es Alejandro —dijo Aldo—. En cuanto a la casa de anoche, acaba de cambiar de propietario y no han podido informarme acerca del nuevo. Aparte de eso, me he encontrado con la señora Von Adlerstein y no le ha hecho mucha gracia que Manzana Verde te haya llevado a visitar Hallstatt.
—Lo contrario me extrañaría. Hallstatt es un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo, y se tienen encuentros inesperados. ¿Sabes a quién he visto llegar mientras tomábamos una cerveza en el albergue? Al viejo Josef, el mayordomo de la condesa. Ha tomado un camino que avanzaba entre las casas, pero no he podido seguirlo a causa de mi compañero.
—¿Y él no te ha comentado nada?
—No. Ni siquiera parecía sorprendido. Según él, Josef tiene amigos allí y no hay más vueltas que darle al asunto.
—No se puede decir que el chico sea una lumbrera —gruñó Morosini—. Yo propongo que nos traslademos allí mañana mismo. Pero ¿qué vamos a hacer con él?
—Si hoy la suerte nos ha dirigido algunas sonrisas, no va a dejar de hacerlo de la noche a la mañana.
—¿Tú crees que nos librará de él?
—¿Por qué no? Yo soy de los que creerán toda su vida en Papá Noel.
6 . La casa del lago
Cuando bajaron a cenar, Aldo y Adalbert encontraron en la recepción una carta de su nuevo amigo: tía Vivi acababa de enviarle el coche para que fuese a verla urgentemente; debía presentarse a su mesa convenientemente vestido.
«Estoy muy triste —concluía el joven—. Yo hacer tantos progresos con la francés con ustedes... Yo esperar vernos muy pronto...»
—¡Vaya! No ha perdido ni un minuto en recuperarlo —comentó Aldo.
—¿Tú crees que es porque le has dicho que me había llevado a Hallstatt?
—Pondría la mano en el fuego a que sí. Estamos en el buen camino, Adal. Mañana nos instalamos allí y abrimos bien los ojos y los oídos. Pero, si te parece, dejaremos tu artefacto rojo aquí y tomaremos el tren. Llama demasiado la atención.
Como Adalbert se mostró de acuerdo, Morosini informó en la recepción de su intención de ausentarse del hotel unos días y dejar el automóvil del señor Vidal-Pellicorne. Luego, en un tono casi distraído, preguntó:
—Por cierto, ¿podría decirme quién ha comprado la villa del conde Auffenberg, situada poco después de pasar el puente? Fui antes con la esperanza de saludarlo y la encontré cerrada. Una mujer me dijo que había cambiado de propietario, pero no pudo informarme sobre la identidad del nuevo.
Inmediatamente, el recepcionista puso cara de circunstancias, desconsolado por tener que comunicar a Su Excelencia el fallecimiento del conde Auffenberg, acaecido hacía unos meses.
—La villa fue vendida unas semanas más tarde a la baronesa Hulenberg, pero no estoy seguro de que ya haya tomado posesión del lugar.
—No tiene importancia; no la conozco. Pero le agradezco la información.
—Empiezo a echar de menos a Fritz —dijo Vidal-Pellicorne mientras los dos tomaban una copa en el bar—. A lo mejor él podría habernos contado alguna cosa sobre Alejandro y la baronesa, porque es prácticamente seguro que se conocen. Desde luego, no fue al guarda o al jardinero a quien ese honorable miembro del gobierno fue a ver después de medianoche.
—Quizá no habrías sacado nada en claro. Me pregunto si ese chico es tan tonto como parece.
—Eso, el futuro nos lo dirá.
La tarde avanzaba cuando el tren montañés que unía Ischl a Aussee y Stainach-Irdning se detuvo en el apeadero de Hallstatt, donde dejó a media docena de viajeros, entre ellos Morosini y Vidal-Pellicorne, para que tomasen el barco que los llevaría a la otra orilla del lago. Iban cargados con abundante material destinado a la pesca, a las excursiones por la montaña e incluso a la pintura. Esta última adquisición, realizada por la mañana, se debía a la iniciativa de Aldo. Tenía buena mano para el dibujo, y se había dado cuenta de que la acuarela o el carboncillo constituían una excelente coartada para alguien que deseaba permanecer largo rato en un sitio determinado a fin de observar los detalles.
Habían incluido en sus compras sólidas botas de montaña, prendas de loden y gruesos calcetines, aunque sin caer en los calzones de piel con tirantes y lazos, típicos de la región. Adalbert, sin embargo, no se había resistido a adquirir una amplia capa y un sombrero verde con penacho que, según Aldo, le daban el aspecto de un archiduque juerguista.
—Lástima que no hayas tenido tiempo de dejarte crecer el bigote. La ilusión habría sido completa.
Un empleado de la pequeña estación los ayudó a llevar las maletas hasta el vapor que estaba esperando. Liberado de esa preocupación, Aldo se acodó en la borda para admirar el paisaje a la vez grandioso y severo. El Hallstättersee, de ocho kilómetros de largo y dos de ancho, se adentraba entre altas paredes oscuras para ir a bañar las estribaciones escarpadas del Dachstein, el macizo más elevado de la Alta Austria, cuyas cimas estaban siempre nevadas. Aquel atardecer, después de todo un día en que el sol apenas había salido, el lugar, con los negros lienzos de montaña cortados a pico sobre las aguas lívidas, resultaba imponente pero siniestro. Al fondo, al otro lado, se extendía un pueblo a lo largo del río, agarrado a las pendientes rocosas e inhóspitas cuya aridez contrastaba con el manto de bosques casi negros que había abajo.
A medida que el barco se acercaba a Hallstatt, que ya se podía ver reproducido al revés en el espejo del lago, el pueblo, que de lejos parecía pegado a las pendientes de rocas y de abetos, se alzaba como un altorrelieve cuyos puntos sobresalientes eran los campanarios de sus dos iglesias amistosamente rivales: el alargado y puntiagudo del templo protestante situado al nivel del agua, y la torre achaparrada pero rematada por una especie de pequeña pagoda del viejo santuario católico, un poco más elevado. Alrededor, apiñadas como gallinas en un gallinero, venerables y bonitas casas cuyos anchos frontones de madera oscura coronaban fachadas con balcones apoyadas sobre basamentos de piedra. Para colmo del pintoresquismo, las blancas aguas de una cascada, el Mülhbach, caían en medio del pueblo.