Aldo, fascinado, recordó lo que había dicho Adalbert la noche anterior: «Un pueblo extraordinario, magnífico, fuera del tiempo...» Era exactamente eso. Tenías la impresión de penetrar en el corazón de un cuento fantástico. ¿Dónde se esconderían los «amigos» del viejo Josef?
Una de las casas, la más alejada, atrajo de manera especial la atención de Morosini porque sus murallas de otra época parecían surgir del agua oscura y mostraban los restos de un sistema de defensa. Le habría gustado examinarla más de cerca, pero los únicos prismáticos que tenían se encontraban momentáneamente pegados a los ojos de Adalbert.
Cuando por fin desembarcaron, vio que, aparte de una plazoleta donde se alzaba la iglesia protestante, parecía no existir ninguna calle en esa extraña aglomeración. Las casas, construidas unas sobre otras en pequeñas terrazas naturales o artificiales, se comunicaban entre sí mediante escaleras, pasos abovedados y arcadas. El lugar no podía sino seducir a pintores y amantes del romanticismo, pues había por lo menos tres albergues.
Adalbert escogió el que se llamaba Seeauer. Como ya lo habían visto el día anterior y volvía con otro cliente, le dispensaron un excelente recibimiento y le dieron las dos mejores habitaciones de la casa, ambas con un balcón que permitía admirar el lago en todo su esplendor. Sin embargo, Georg Brauner y su mujer Maria pidieron disculpas por anticipado a los recién llegados; al día siguiente habría una boda y era muy probable que no pudieran dormir. Lo mejor sería quizá que aceptaran participar en la celebración.
—¡Qué buena idea! —dijo Aldo—. Seguro que será más entretenida que la última a la que asistimos —añadió, pensando en la boda fastuosa pero demencial del pobre Eric Ferráis con Anielka Solmanska.
—Sí, podremos divertirnos sin ninguna reserva —confirmó Adalbert—. Pero para empezar el día iremos a pescar al lago —añadió, sonriendo a Maria—. ¿Conoce usted a alguien que pueda alquilarnos una barca?
—Claro, a Georg —respondió la mujer—. Tenemos varias y pondrá una a su disposición. ¿La necesitarán mañana por la mañana?
—Sí, tranquila. Esta noche lo que necesitamos es sobre todo una buena cena y una buena cama.
Deshicieron las maletas y después se encontraron en la gran sala, ya abundantemente decorada con guirnaldas de abeto y flores de papel. Sentados en unos bancos que iban de un extremo a otro de una mesa suficientemente grande para seis personas, atacaron los platos de croquetas y de carne curada que les sirvieron regados con un vino blanco, muy seco, contenido en una jarra panzuda decorada con motivos sencillos.
—Oye —dijo Morosini tras dar unos bocados—, ¿a santo de qué quieres ir a pescar en cuanto amanezca, o casi? ¿Acaso has olvidado que eres arqueólogo?
—La civilización de Hallstatt me ha esperado milenios, así que podrá seguir esperando un poco más. En cambio, estoy impaciente por ir a ver más de cerca una torre feudal, o algo parecido, que vi cuando llegábamos. Por el lago debe de ser bastante fácil.
A la mañana siguiente, después de pasar una buena noche en las cómodas camas campesinas de Maria, que olían a limpio, tomaron posesión de una barca de fondo plano que eligieron porque de todas las que les ofrecían era la única provista de remos; las otras se propulsaban con pagaya, un utensilio que ni el uno ni el otro sabían manejar. Mientras Adalbert preparaba las cañas de pescar, Aldo se puso a remar aguas adentro siguiendo los consejos de Georg, que los había mirado partir antes de volver a sus ocupaciones. Era un buen momento, ya que el pueblo estaba muy atareado con los preparativos de la fiesta. Además, hacía fresco pero el tiempo era apacible y el cielo estaba despejado. La barquita se deslizaba sin esfuerzo sobre el agua, de un bonito verde oscuro, lisa como un espejo.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos para confiar en no ser ya observados, el remero se dirigió hacia el punto que le indicaba Vidal-Pellicorne con ayuda de los prismáticos y muy pronto estuvieron bastante cerca de lo que había sido una pequeña fortaleza pero ya no era más que una ruina invadida de vegetación tras la cual no se veía gran cosa. Ni siquiera un hilo de humo que revelara la presencia de personas con necesidad de calentarse y alimentarse. Tan sólo una estrecha torre descabezada y un lienzo de pared que descendía en vertical hasta el agua podían albergar una vivienda interior, pero parecía francamente inverosímil.
—Me gustaría saber cómo se llama esta antigua obra de arte —dijo Adalbert—. Quizás es el antiguo feudo de la condesa.
—¿Hochadlerstein? Imposible. Está a ras del agua, o sea, demasiado abajo para llamarse Hoch. Por lo que he visto, en los alrededores hay varias nobles ruinas encaramadas en las alturas. Debe de ser una de ésas. Podemos intentar desembarcar.
—Me parece un poco difícil acercarse a la orilla, a no ser que quieras zambullirte en el lago. Iremos en otro momento por tierra, para ver si se puede visitar... a una hora discreta. Ahora podemos quedarnos por los alrededores para pescar. Eso nos permitirá observar si hay algún movimiento.
—¿De verdad esperas atrapar algo? —preguntó Morosini al ver a su amigo manejar una larga caña—. Más vale que te lo diga cuanto antes: soy una nulidad pescando.
—Sigue mis consejos y haz como si fueras un experto. ¡Nunca se sabe!
Para su sorpresa, Aldo consiguió pescar tres truchas a lo largo de un día que temía que resultase muy pesado. En cambio, fue un agradable momento de tranquilidad y relajación, acunado por el alegre carillón de la iglesia anunciando a los alrededores la formación de una joven pareja, e interrumpido por el copioso picnic que Maria había preparado para los pescadores. Tan sólo la observación incesante del viejo castillo resultó decepcionante; si el edificio no estaba abandonado, lo parecía. Iban a tener que buscar por otro lado.
Cuando regresaron, en el albergue reinaba un ambiente de lo más animado. Había largas mesas cubiertas de vajilla floreada, jarras de gres en las que la cerveza espumeaba y también copas de un bonito verde claro para el vino. Los trajes de los invitados, los de los días de fiesta, eran magníficos: los hombres, calzones de piel y chalecos bordados; las mujeres, múltiples enaguas bajo las amplias faldas y camisolas con mangas abullonadas, bordadas con hilo de oro. Todos estaban felices de encontrarse allí, riendo, cantando y gastando bromas a los jóvenes esposos. Estos, por cierto, eran encantadores: ella, colorada a causa de la confusión; él, más colorado todavía por haber hecho los honores a la cocina de Maria y a la bodega de Georg. Instalados ya sobre un estrado, dos acordeonistas acompañaban los coros en espera de que empezase el baile. Aldo y Adalbert entraron en la cocina, donde trajinaban Maria y sus sirvientes. Los pescados que llevaban les valieron calurosas felicitaciones.
—Vengan —dijo Maria—, voy a presentarles a los recién casados.
—Déjenos cambiarnos primero —protestó Aldo.
Iban a retirarse cuando ella los llamó.
—Ya se me olvidaba... El Herr Professor Schlumpf desea verlos para hablar de las excavaciones. Vive aquí y desde siempre se ha ocupado de ellas. Me he permitido decirle que venga esta noche.
—Ha hecho bien —dijo Adalbert, pensando todo lo contrario—. Va a ser divertido —le comentó a Morosini mientras subían a sus habitaciones— hablar de arqueología sobre fondo de acordeón, canciones tirolesas y gritos de borrachos.
—¿Dominas ese período?
—¿La primera edad del hierro? Tengo algunas nociones, pero no es mi especialidad, ya lo sabes.