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—Entonces, alégrate. Si dices tonterías, la orquesta y el alboroto de la gente cubrirán tus palabras.

—¡Yo no digo nunca tonterías! —repuso Adalbert, ofendido—. Bueno, quizá tengas razón —añadió después—. Después de todo, puede venirnos bien.

El profesor Werner Schlumpf, de la Universidad de Viena, era el vivo retrato de la imagen que el común de los mortales se forma de sus semejantes: un hombrecillo nervioso, con bigote, perilla y lentes, cuyos cabellos canosos comenzaban a abandonar su frente en beneficio de su nuca. El único rasgo destacable de su cara era una cicatriz que le deformaba la ceja izquierda, pero sus maneras y su educación eran perfectas.

Tras haber intercambiado con su colega un saludo protocolario, aceptó tomar asiento en torno a la mesa donde los dos amigos estaban tomando café y fumando sendos puros. Le ofrecieron uno al mismo tiempo que Georg en persona se apresuraba a servirle un schnaps. El recién llegado tomó un buen trago con los ojos clavados en Morosini, que parecía interesarle sobremanera desde que se había enterado de que era príncipe.

—Supongo que usted no es arqueólogo. La alta aristocracia, en general, no ejerce ningún oficio.

—Desengáñese. Soy anticuario, especializado en joyas antiguas.

—Ah, empiezo a entender, pero me temo que su estancia aquí le decepcione: todos los objetos preciosos encontrados en el millar de sepulturas prerromanas descubierto desde 1846 en los alrededores de las minas de sal, en la montaña, están ahora en el Museo de Historia Natural de Viena. Algunas se han quedado aquí, en nuestro pequeño museo local, pero no son las más importantes. De todas formas, no va a encontrar nada que se pueda comprar.

—No es ésa mi intención —dijo Morosini con su encantadora sonrisa—. Sólo me interesan las piedras preciosas y he venido simplemente para acompañar a mi amigo Vidal-Pellicorne.

De pronto, el profesor pareció ofendido:

—Haría mal en despreciar las joyas de nuestro período. Están hechas con el oro más fino y algunas son de una gran belleza. Se trata de una civilización avanzada. La tribu establecida aquí no era celta, tal como se supuso al principio, sino iliria. Con toda probabilidad pertenecía al pueblo de los sigynnes del que habla Herodoto y que se instalaba en los cruces de las grandes vías de tránsito para comerciar en hierro, sal y ámbar. Le aconsejo que suba hasta la torre de Rodolfo para ver la necrópolis, cuyas tumbas más antiguas acreditan que originalmente se practicaba el rito de la incineración.

Manifiestamente feliz de haber dado con un neófito, el erudito, haciendo caso omiso de su colega francés, pronunció una verdadera conferencia en la que Adalbert fue incapaz de introducir una sola palabra a pesar de sus meritorios esfuerzos. Aldo, divertido, seguía el juego escuchando al viejo sabio con una atención halagadora cuando, de pronto, su mirada se desvió: un hombre cuya gran estatura y corpulencia anunciaban una fuerza increíble acababa de entrar y se acercaba a Georg Brauner, ocupado en secar vasos tras la barra.

Pese a la diferencia de vestimenta, la memoria fotográfica de Morosini le devolvió inmediatamente la imagen anterior que había tenido de ese personaje: en un palco de la Ópera, escoltando a la misteriosa dama de la máscara de encaje negro. En esta ocasión, llevaba una especie de librea de estilo húngaro, con alamares negros y sutás de plata, pero la cara era la misma. Sin embargo, la voz descontenta de Schlumpf lo devolvió al momento presente:

—¿No me escucha, príncipe?

—Sí, sí, perdone. ¿Decía...?

¡Cielo santo, qué difícil era mantener la mirada sobre ese viejo parlanchín! Afortunadamente, Adalbert se dio cuenta de que ocurría algo insólito y acudió en su ayuda.

—Si me lo permite, Herr Professor, le confesaré que los ritos funerarios de Hallstatt siempre me han dejado un poco perplejo. Se ha comprobado que, a lo largo del tiempo, los guerreros pasaron de la incineración a la inhumación.

—La influencia celta, con toda seguridad.

—¿Por qué, entonces, se han encontrado en algunas tumbas fragmentos de esqueletos calcinados?

Adalbert había conseguido atraer por completo la atención de Schlumpf y Aldo pudo proseguir su observación. En la barra, el hombre bebía una cerveza charlando con Georg, pero acabó enseguida. Una vaga sonrisa, un breve saludo, y el desconocido giró sobre sus talones para marcharse.

—Perdónenme un momento —dijo Aldo a los otros dos. Ninguna fuerza humana le habría impedido seguir a aquel hombre.

Aunque tuvo que abrirse paso entre un grupo bastante turbulento, llegó a la plazoleta donde estaba situado el Secauer justo a tiempo para ver a su presa tomar a la derecha una callejuela en la que se adentró a ciegas. Era noche cerrada, en efecto, y Aldo necesitó un poco de tiempo para que sus ojos, acostumbrados a las luces del albergue, se adaptaran a la oscuridad. Cuando llegó al final del pasadizo, se topó con una escalera y aguzó el oído para tratar de distinguir si el desconocido había subido o bajado, pero no oyó ningún ruido de pasos. El hombre se desplazaba con el sigilo de un gato. De mala gana, tuvo que resignarse a abandonar.

De vuelta en el albergue, Morosini buscó a Brauner infructuosamente; parecía haberse volatilizado. Al preguntarle a Maria cuando pasó junto a él con una bandeja cargada de jarras espumeantes, ésta le contestó que su esposo estaba en la bodega abriendo un tonel. Suspirando, se reunió con sus compañeros, que seguían hablando de los ritos funerarios de Hallstatt, lo que no impidió al profesor preguntarle con bastante indiscreción dónde diablos se había metido.

—En mi habitación —respondió él—. He ido a tomarme una aspirina porque empiezo a tener migraña. Seguramente es por todo este ruido, y quizá también por la cerveza.

—Nuestra cerveza nunca ha hecho daño a nadie, y por otro lado le habría sentado mucho mejor salir a tomar el aire. Es el remedio más eficaz en nuestras montañas, donde podemos curar todas las enfermedades. Son el paraíso de la salud, y los que viven como ustedes en ciudades humosas harían bien en venir más a menudo. Hace siglos que se han demostrado sus beneficios.

Morosini abrió la boca para protestar, pues llamar ciudad humosa a su querida Venecia, posada sobre el agua como una rosa abierta, le parecía denigrarla injustamente, pero la cerró, desanimado, sin haber emitido un solo sonido. El viejo parlanchín se había lanzado a pronunciar otro discurso acerca del schnaps, que con ganas o sin ellas hubo que tomar. Transcurrió casi una hora más antes de que el profesor Schlumpf, sacando del bolsillo del chaleco un enorme reloj de plata, constatara que había llegado el momento de que se fuera a descansar un poco.

No lo hizo, sin embargo, sin haber acordado una cita con sus «distinguidos colegas» —con los vasos de aguardiente que se había tomado, ya no distinguía entre el anticuario y el arqueólogo —para acompañarlos al yacimiento al día siguiente.

—Un plan muy prometedor —gruñó Morosini mientras se retiraban a sus habitaciones sin demasiadas esperanzas de dormir, teniendo en cuenta que se hallaban instalados sobre una bacanal desenfrenada.

—Olvídate de eso y cuéntame qué te ha pasado antes para que salieras corriendo como una liebre —dijo Adalbert.

—¿No te has fijado en un tipo enorme, con aspecto de jefe mongol jubilado, que ha venido a tomar una copa en compañía de nuestro posadero?

—Sí, hasta me ha parecido entender que salías tras él.

—Mis razones tenía. Es el hombre que vi en la Ópera de Viena, no diré en compañía sino a las órdenes de la famosa Elsa. Es evidente que estaba allí para velar por ella.

—¿Y qué? ¿Has descubierto adónde iba?

—¡Qué va! Me ha despistado al doblar la primera esquina. Estaba oscurísimo, y este condenado pueblo está construido de una manera delirante. Todo son escaleras, pasajes, callejones sin salida, y cuando no lo conoces...