Выбрать главу

—¿Cómo sabe que está aquí?

Una sonrisa fugaz hizo brillar unos dientes que Aldo nunca había visto tan blancos en los tiempos de la inefable Mina van Zelden.

—Como si pudiera pasar inadvertido... Yo sé mucho más sobre ustedes dos que ustedes sobre mí. Ahora, váyase y apresúrese a volver al Seeauer. Mañana le diré lo suficiente para convencerlo de que nos deje tranquilos, a los míos y a mí.

—Jamás me ha pasado por la cabeza importunarla —protestó Morosini—. No tenía ni idea de que estaba aquí y...

—Mañana —lo cortó Lisa, tajante—. Hablaremos mañana. Ahora le deseo que pase una buena noche, príncipe.

Él retrocedió de mala gana hasta encontrarse bajo el tejadillo. Abrió la boca para decir algo, pero, ante la mirada imperiosa clavada en la suya, renunció a hacerlo, giró sobre sus talones y suspiró.

—Como quiera. Hasta mañana, entonces.

Lo único que había visto de la casa era una pequeña entrada, encalada y sencillamente amueblada con un baúl de madera iluminado, dos sillas con el respaldo labrado y un cuadro naif que representaba una escena de pueblo, pero el encuentro inesperado de Lisa borraba todo rastro de decepción, aunque, cuando la había visto tras el batiente de roble, con la lámpara encendida en la mano, tenía algo del Ángel exterminador colocado por Dios en la puerta del Paraíso a fin de impedir la entrada al pecador, estuviera o no arrepentido. El caso es que emprendió a paso bastante alegre el camino de regreso al albergue. Unas horas más, y algunos velos se rasgarían. Quizá no todos, porque conocía el carácter determinado de su ex secretaria, pero con ella estaba más o menos seguro de jugar en igualdad de condiciones.

Este pensamiento reconfortante le devolvió el buen humor, y al encontrar a Adalbert sentado ante la gran estufa de cerámica verde de la sala, estirando las manos y los pies hacia ella, con un vaso humeante al lado, sobre una esquina de la mesa, le dedicó una amplia sonrisa.

—¿Qué tal? ¿Ha sido un día agradable?

Adalbert volvió hacia él una mirada abatida.

—¡Pesadísimo! ¡Agotador! Ese condenado hombre tiene unas pantorrillas de acero y trepa como una cabra. Me ha dejado molido.

—¿En serio? Yo creía que los arqueólogos resistíais más.

—Yo soy egiptólogo, o sea, un hombre de terreno llano. En Egipto, los faraones hacían ellos mismos sus montañas. ¡Y pensar que quiere seguir mañana! Me entran ganas de decirle que tenemos que volver a Ischl...

—Dile lo que quieras, pero en cualquier caso estás libre. Yo tengo una cita en la iglesia.

—¿Vas a casarte?

Pese a ser inesperada, la pregunta tenía su gracia.

—Quizá no sería tan mala idea —dijo, sonriendo a una imagen que sólo él veía—. Vamos, no pongas esa cara. Coge tu vaso y ven conmigo. Voy a contártelo todo.

7 . La historia de Elsa

Mientras subía la escalera cubierta que conducía a la iglesia, veinte minutos largos antes de la hora de la cita, Morosini se preguntaba qué fatalidad lo condenaba a él, príncipe cristiano pero de una piedad muy relativa, a frecuentar los santuarios católicos para ver a una mujer, y ello desde que recorría Europa en busca de unas joyas robadas de un tesoro judío. A otros los habrían citado en un parque, en un café, en el muelle de un río o incluso en un saloncito íntimo, y no pudo dejar de evocar, con una pizca de nostalgia, el rato pasado en compañía de Anielka en el gran invernadero del Parque Zoológico de París. Era la época en que estaba loco por ella y dispuesto a hacer cualquier excentricidad para conquistarla, y ahora, después de haberse deshecho de ella como de un paquete molesto dejándola entre las manos de Anna-Maria Moretti, se había apresurado a huir a Austria, donde lo esperaban un caso sin duda atrayente pero endiabladamente difícil de resolver... y una cita con una chica bonita en la casa de un Dios que quizá no veía su empresa con buenos ojos.

Al empujarla con la mano, la puerta emitió un chirrido que el vacío interior amplificó. Inmediatamente, sus ojos se encontraron con la magnificencia de un gran tríptico del siglo XV, maravillosamente dorado y tallado, que dominaba el altar. Lo contempló con placer pero sin sorpresa: el esplendor exuberante de las iglesias austriacas le era familiar. Una lámpara roja encendida anunciaba la «Presencia», pero él no tenía ganas de rezar. Se sentó en un banco para admirar mejor. El tiempo pasaba siempre muy deprisa delante de una bella obra de arte.

El chirrido de la puerta lo hizo levantarse para acudir al encuentro de la joven, que llegaba envuelta en una capa negra con capucha de la que sólo sobresalían los tobillos enfundados en medias blancas y los pies calzados con zapatos de hebillas. Vestida de ese modo, Lisa encajaba a la perfección en el decorado antiguo de la iglesia.

Al llegar a la altura de Aldo, se arrodilló para rezar una breve oración y después le indicó a su compañero que se sentara a su lado. Aunque su semblante era grave, Aldo no pudo evitar sonreír.

—¿Quién hubiera dicho, en los tiempos de su período holandés, que un día tendríamos citas secretas en una iglesia, como a menudo se hacía en San Marco, la Salute o San Giovanni e Paolo en épocas pasadas?

—Por favor, no me hable de Venecia. No quiero pensar en ella en estos momentos. En cuanto a esta cita, tenga por seguro que no habrá una segunda.

—¡Lástima! Pero ¿por qué aquí y no en su casa o en el albergue?

—Porque no quiero que se sepa que nos conocemos. Respecto a lo que busca en Hallstatt, no se moleste en decírmelo. Ya estoy al corriente.

—Supongo que ha sido la señora Von Adlerstein quien la ha informado.

—Por supuesto. En cuanto se enteró de su presencia en Viena, me avisó.

—¿Por qué? Yo soy para ella un ilustre desconocido.

—Craso error. Ella sabe sobre usted casi tanto como yo. Verá, príncipe, yo nunca le he ocultado nada a mi abuela. Desde la muerte de mi madre, lo que equivale a decir desde siempre, ella se ocupó de mí para que no me convirtiera en una especie de marioneta educada por institutrices. Nos queremos mucho y yo siempre se lo cuento todo.

—¿Incluso el episodio Mina van Zelden?

—Especialmente ése. Siempre supo dónde encontrarme cuando mi padre creía que me había ido a la India para estudiar la sabiduría búdica o a Centroamérica siguiendo las huellas de la civilización maya.

Morosini profirió una exclamación de horror:

—¡No me diga que usted también es arqueóloga! ¡Con uno me basta y me sobra!

—Tranquilícese, sólo soy una simple aficionada. Por cierto, ¿qué tal está nuestro querido Adalbert?

—Pues no destaca por su buen humor, la verdad. Se ha ido enfurruñado a las tumbas de la antigua necrópolis de Hallstatt en compañía del profesor Schlumpf.

—Se diría que eso le complace. ¿Qué necesidad tenía de hablarle de mí?

—Me apetecía rebajarle los aires de superioridad que se da últimamente. Desde que recorrieron juntos las carreteras, adopta una actitud de propietario que me molesta un poco.

Esta vez, Lisa no pudo evitar reír.

—Es un encanto y yo lo aprecio mucho. Ese corto viaje fue muy divertido. En cuanto a usted, Eccellenza, el hecho de que haya sido su secretaria durante dos años no le da derecho a considerarme parte de su mobiliario.

Aldo aceptó la puntualización sin rechistar. Quizá porque, en el marco oval de la capucha negra, el rostro de Lisa, con sus pecas y su corona de trenzas brillantes, ofrecía un espectáculo propicio a la benevolencia.

—¡Bien! —exclamó, suspirando—. Dejemos a Adalbert y volvamos a su abuela. Ignoro lo que usted le ha contado, pero esa mujer me detesta.