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—¡Ni mucho menos! Incluso le encuentra cierto encanto, pero desconfía de usted.

—Bonito resultado. ¿Le ha contado, entonces, la visita que le hice?

—Naturalmente. Pero ahora debe explicarme la razón que lo empuja a querer comprar a cualquier precio una joya que pertenece a una persona muy querida para nosotras dos. ¿La vio en la Ópera, en el palco de mi abuela, y de pronto decidió que necesitaba ese ópalo y no cualquier otro?

—Exacto. Ese y no otro. Intenté explicarle a la señora Von Adlerstein la razón imperiosa, grave, por la que necesito esa piedra, pero no quiso escucharme.

—Bueno —dijo Lisa, acomodándose mejor en el banco y cruzando las manos sobre las rodillas—, pues aquí estoy yo para escuchar esa historia. Si he entendido bien, parece ser que se trata de otra piedra maldita.

—Sí, como lo son todas las que Adalbert y yo hemos jurado encontrar.

—¿Adalbert y usted? ¿Ahora resulta que son socios?

—Solamente para esto, que sin duda es el asunto más importante de mi vida de anticuario. Debe permitirme resucitar a Mina unos instantes.

—¿Por qué no? —repuso ella con una breve sonrisa—. Yo le tenía cariño, ¿sabe?

—Yo también. ¿Recuerda aquel día de primavera, pronto hará dos años, que salió en mi busca para entregarme un telegrama de Varsovia?

La joven se animó de golpe, dominada de nuevo por la pasión que ponía en su trabajo en el palacio Morosini.

—¿Un telegrama del famoso y misterioso Simon Aronov? ¡Ya lo creo que me acuerdo! Después de aquella entrevista fue cuando se embarcó en aquella increíble aventura que le permitió recuperar el zafiro robado a su madre, que después yo me encargué de llevar a Venecia.

—Ya no está allí. Unas semanas más tarde se lo entregué a Aronov, que vino a verme al cementerio de San Michele. Al igual que le he hecho llegar la Rosa de York, recuperada en Inglaterra en dramáticas circunstancias.

—¿La Rosa de York? Pero si acaban de robarla en la Torre de Londres...

—Ésa no es la auténtica. Y ahora, por favor, déjeme que le explique por qué no le dije la verdad sobre lo que me pidió Aronov en su guarida de Varsovia. No se trataba de falta de confianza. Había dado mi palabra... Si hoy falto a ella, es porque no tengo elección. Juzgue usted misma... y apresúrese a olvidar.

Esta vez, ella no dijo nada.

Aldo contó entonces su aventura polaca, aunque sin detenerse en sus encuentros con la hija del conde Solmanski, limitándose a revelar que le había impedido suicidarse y que después se había convertido en su sombra, tras haberla visto bajar del tren en la estación del Norte luciendo en el cuello la Estrella Azul que Aronov y él estaban buscando.

Para su sorpresa, Lisa no interrumpió su relato, y Aldo incluso llegó a preguntarse si se habría dormido, pero, al quedarse él callado, ella alzó hacia su compañero unos ojos llenos de vivacidad.

—Pasemos a la Rosa de York, puesto que se trata, creo, de la segunda piedra robada, ¿no? —dijo la joven.

Él asintió, constatando con alegría que su interlocutora seguía este nuevo relato con visible atención.

—¡Una verdadera novela policiaca! —exclamó ella—. Hasta sería divertido si no hubiera habido tantas vidas sacrificadas. Pero, si me lo permite, quisiera hacerle una pregunta.

—Adelante, por favor.

—¿Cree de verdad en la inocencia de lady Ferráis?

El no se lo esperaba y, para ganar tiempo antes de responder, decidió formular a su vez una pregunta, igual que Anielka acostumbraba a hacer.

—Usted no mucho, por lo que parece, ¿verdad?

—Ni por un minuto. Leí, como debe de imaginar, todos los periódicos que hablaban del caso Ferráis y del juicio de su mujer. El golpe de efecto que lo cerró me pareció sospechoso, demasiado perfecto: el amante cómplice que se ahorca después de haber dejado una confesión por escrito y el superintendente que se apresura a llevar la noticia. No, la verdad es que no me lo creo.

—Si está pensando que hubo complicidad con la policía, se equivoca. Conozco bien al superintendente Warren y le aseguro que actuó movido por la evidencia inmediata, aunque después empezó a hacerse muchas preguntas.

—¿Y usted? Porque no me ha contestado.

—Yo también me las hago —dijo Aldo, que no deseaba extenderse más en la cuestión—. Ahora debemos hablar de la tercera piedra: el ópalo. Adalbert y yo estamos aquí por ella.

—¿Y están convencidos de que la piedra engastada en el águila de diamantes es la que buscan?

—Simon Aronov lo cree y hasta el momento no se ha equivocado nunca. Además, hay una manera muy sencilla de que se convenza si, como supongo, le es posible acceder a las joyas de esa mujer misteriosa que usted y su abuela esconden tan celosamente.

—¿Cuál?

—Todas las piedras del pectoral llevan grabada, en el reverso, una minúscula estrella de Salomón. Hace falta una lupa potente para verla, pero está ahí. Haga la prueba.

—Lo intentaré, pero, para serle sincera, no sé cómo va a conseguir que se la cedan. Esa joya es la preferida de nuestra amiga porque la heredó de una abuela prestigiosa.

Morosini dejó que se hiciera el silencio y retuvo la pregunta que iba a formular para darle a ella tiempo de examinarla, pues estaba seguro de que la adivinaría.

—¿No cree que ya va siendo hora de ponerle nombre a ese rostro velado que vi en un palco de la Ópera? En lo que se refiere a la abuela, creo conocerla porque estoy casi seguro de haber descubierto quién es el padre. Es hija del desdichado Rodolfo, el trágico héroe de Mayerling, ¿verdad? Para ahorrarle una pregunta, diré que la vi, bajo otros velos negros, depositar flores sobre su tumba unas horas antes de la representación.

—Sabe más cosas de las que pensaba —dijo Lisa sin tratar de disimular su sorpresa.

—En cuanto al águila imperial de diamantes, completó, tras el nacimiento de Rodolfo, el aderezo de ópalos que le había regalado la archiduquesa Sofía a su futura nuera unos días antes de su boda con Francisco José. La propia Sofía llevaba ese aderezo el día de su boda y deseaba que Isabel lo luciera también. Añado que el conjunto, sin el broche, fue vendido hace unos años en Ginebra junto con otras alhajas privadas de la familia.

El asombro dejó paso a una admiración divertida.

—¡Soy una tonta! ¿Cómo he podido olvidar su pasión por las joyas históricas y las piedras hermosas? Por no hablar de su insaciable curiosidad... y del hecho de que quizás es usted el mayor experto europeo en la materia.

—Gracias. Ahora, ¿no cree que ha llegado el momento de confiar en mí? Hace un rato que se escabulle como un purasangre ante la inevitable brida. Quiero su nombre... y su historia. ¡Vamos, Mina! Recuerde lo bien que trabajábamos juntos. ¿Por qué no continuamos haciéndolo? Mi causa es noble; merece la pena luchar por ella.

—¿A costa de incrementar el sufrimiento de una criatura inocente?

—¿Y si fuera a costa de liberarla? El ópalo, al igual que las otras piedras, está maldito. Tal vez yo pueda ayudarla a salvar a su amiga. ¿Va a decidirse a hablar?

—Se llama... Elsa Hulenberg, y no sólo es la nieta de la emperatriz Isabel sino también de su hermana María, la última reina de Nápoles. Por ella es por quien debo empezar. En... 1859, María, tercera hija del duque Maximiliano de Baviera y de su esposa Ludovica, se casó con el príncipe de Calabria, heredero del trono de Nápoles. Ella tenía dieciocho años, él veintitrés, y, aunque los dos esposos no se habían visto nunca, cabía suponer que sería un buen matrimonio...

—Un momento, Lisa, no me dé una clase de historia, y menos italiana. Recuerde que soy veneciano, así que conozco los sucesos de Nápoles: la muerte del rey Fernando II unas semanas después de la boda, y la ascensión al trono de la joven pareja en el momento en que Garibaldi y sus Camisas Rojas emprendían la marcha hacia la independencia. Dieciocho meses de reinado y luego la huida a Gaeta, donde se encerraron en la fortaleza y donde la joven reina María se comportó como una heroína ocupándose de los heridos bajo una lluvia de balas y de obuses. Se ganó la admiración de Europa entera, pero eso no salvó su trono. Ella y su esposo se refugiaron en Roma, bajo la protección del papa, y apenas se volvió a oír hablar del marido, pero tengo la impresión de que usted, una suiza, sabe cosas que los demás desconocemos.