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—Pues sí, porque la historia que yo conozco comienza allí donde acaba la gran Historia. Después de los días plagados de peligros pero emocionantes que acababa de vivir, nuestra pequeña reina destronada de apenas veinte años tomó conciencia del gran vacío de su existencia... y del poco interés que presentaba su esposo ahora que ya no tenía nada que hacer, tanto más cuanto que su carácter se había ensombrecido y su salud seguía el mismo camino. Su Santidad Pío IX había dispuesto que los zuavos pontificios guardaran el palacio Farnesio, entonces residencia de los soberanos exiliados.[10] María se enamoró de uno de ellos, un apuesto oficial belga. Tanto que, un buen día, hubo que rendirse a la evidencia: era urgente poner cierta distancia entre ella y su esposo. Pretextando que el clima de Roma no era conveniente para sus frágiles pulmones, se fue a «reposar» a Baviera, al querido Possenhofen, donde permaneció muy poco tiempo antes de ir a encerrarse con las ursulinas de Augsburgo, donde, llegado el momento, dio a luz una niña, Margarita. Ella es la madre de Elsa.

—¡Ah! —dijo Aldo, atónito—. ¡Es increíble! Nunca había oído hablar de una separación entre la reina María y el rey Francisco II.

—Se reconciliaron enseguida y, una vez instalados en París, incluso llegaron a convertirse en un matrimonio perfecto.

—¿Y qué pinta la emperatriz Isabel en todo esto? ¿Y Rodolfo?

—Ahora llego ahí. Sissi quería mucho a su hermana pequeña, que era también muy guapa. Además, su pasión por el romanticismo la hacía admirar a la heroína de Gaeta casi tanto como a su primo Luis II de Baviera. Se ocupó mucho de esa niña a la que María hacía criar en una propiedad de los alrededores de París cuyo nombre no revelaré. Y cuando Margarita, a la que llamaban Daisy, se convirtió en una bonita joven, la invitó en varias ocasiones, sobre todo a Hungría, a su castillo de Gödöllö, donde en otoño se organizaban grandes cacerías. Fue allí donde el archiduque Rodolfo la conoció. Su matrimonio con Estefanía de Bélgica era un fracaso y engañaba constantemente a su esposa. Con Daisy tuvo uno de esos estallidos de pasión habituales en él. Una llamarada que no duró mucho.

—Pero lo suficiente para tener consecuencias. ¿Y cómo reaccionó el archiduque ante la situación?

—De acuerdo con su carácter: le propuso a la joven morir con él. No era la primera vez, pero la sangre belga de ésta la hacía hostil a las soluciones extremas y más bien la empujaba hacia las alegrías de la familia. Se negó y expuso su situación a la emperatriz. Esta encontró la única salida aceptable: una boda rápida. No fue difícil encontrar un esposo, ya que el barón Hulenberg estaba enamorado de Daisy. De buena familia, bastante rico y también bastante apuesto, constituía un pretendiente satisfactorio, y la futura madre lo aceptó. Y como la reina María sólo podía ofrecer alhajas, fue Isabel quien se encargó de la dote. También le regaló algunas joyas, entre ellas el águila de diamantes, signo tangible de los orígenes ilustres de la joven.

»Dos años después del nacimiento de Elsa, una rápida enfermedad que los médicos no fueron capaces de atajar le arrebató a su madre. Unos meses más tarde, Hulenberg decidió volver a casarse. La mujer elegida no tenía más cualidades que su juventud y su belleza. En el aspecto moral, era una criatura ávida, desprovista de corazón, pero que sabía esconder muy bien su juego. La presencia de Elsa enseguida le resultó insoportable; le recordaba demasiado a la primera esposa.

—Fue una madrastra perfecta, ¿eh?

—Por desgracia, sí. Entonces Sissi intervino. Pese al terrible dolor causado por la muerte de su hijo, no abandonó a la niña. Decidió que fuera educada en un convento de los alrededores de Salzburgo y encargó a mi abuela que velara por ella, cosa que ésta ha hecho durante años y todavía hoy continúa haciendo. Fue a ella a quien se encomendó la custodia del pequeño tesoro destinado a Elsa. Gracias a Dios, porque el barón Hulenberg murió unos años después del segundo matrimonio y su viuda, convertida en su heredera por testamento, tuvo la desfachatez de reclamar las joyas de Daisy como parte de los bienes del difunto. Afortunadamente, sin éxito: la emperatriz había sido asesinada, pero Francisco José seguía vivo y estaba al corriente de la historia de Elsa. Su protección se extendió tanto sobre ella como sobre mi abuela, nombrada tutora legal. Y la vida siguió su curso sin incidentes hasta que Elsa salió del convento.

—Supongo que la señora Von Adlerstein la acogió en su casa en ese momento.

—Sí, y de muy buen grado, pues Elsa se encontraba tan a gusto en el convento que por un momento se pensó que tomaría los hábitos. Salió más tarde de lo normal. Era una muchacha seria, un poco grave y absolutamente consciente de sus orígenes elevados. Su comportamiento se inspiraba en ellos, aunque sólo los mencionaba en presencia de mi abuela. Los jóvenes no le interesaban. Su única pasión era la música. Fue en gran parte para disfrutar de ella por lo que regresó a la vida civil. Y quizá también a causa de la nueva madre superiora, que no le gustaba. Se instaló en nuestra casa, pero la vida que se llevaba allí era demasiado mundana y ella no se encontraba cómoda. Le buscaron entonces una villa un poco retirada en los alrededores de Schönbrunn, donde vivió con una pareja de sirvientes húngaros absolutamente fieles: Marietta, a la vez doncella y dama de compañía, y su marido Mathias, un verdadero perro guardián dotado de una fuerza poco común.

»Allí se encontraba bien, sólo salía para dar paseos o para asistir a un concierto o a la Ópera, en el palco de mi abuela. Discretamente vestida, no llamaba la atención pese a su parecido con la emperatriz, un poco atenuado por los cabellos rubios. Hasta aquella noche de 1911, la del estreno del Caballero de la rosa, en que apareció completamente vestida de encaje blanco, bella como un ángel y luciendo el famoso ópalo. Ese súbito esplendor inquietó un poco a mi abuela, pero la sala estaba suntuosa, el emperador se hallaba presente y las más hermosas joyas adornaban a unas mujeres arrebatadoras. Pero estaba allí un joven diplomático que un amigo fue a presentarle en el entreacto. Entre Elsa y él se produjo un flechazo.

Aldo se sintió tentado de decir que ya conocía la historia, pero, al no saber cómo se tomaría Lisa el relato de sus hazañas —las suyas y de las Adalbert—, decidió prudentemente callar, lo que le permitió dejar vagar su pensamiento mientras contemplaba a la narradora.

La verdad es que era absolutamente encantadora, y él seguía sin comprender cómo había conseguido la proeza de pasar por un adefesio durante dos años largos junto a un hombre que, en general, sabía observar perfectamente a una mujer. Allí, en la penumbra de esa iglesia fría, con su rostro luminoso severamente enmarcado por la capucha negra, parecía un Botticelli, con la diferencia de que de ella emanaba una increíble sensación de calor y de vitalidad.

Sin embargo, Lisa era demasiado perspicaz para no darse cuenta de que la atención de su oyente había decaído.

—¿Me escucha o no? Si lo que le estoy contando no le interesa, me voy.

Ya se estaba levantando, pero él la retuvo tirando de su capa.

—¿Qué le hace creer que no la escucho?

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[10] Actualmente la embajada de Francia en Roma.