Выбрать главу

—Es evidente. Estoy relatándole una historia triste y usted me mira con una sonrisa beatífica.

Su carácter, desgraciadamente, no había variado. Aldo optó por declararse culpable.

—Reconozco no haber prestado atención durante un breve instante —dijo, desplegando la mejor de sus sonrisas—. Pero la culpa es en parte suya, porque estaba mirándola.

—Ha estado dos años viéndome. ¿No ha tenido bastante?

—¡No diga tonterías! A la que veía no era a usted, sino a... una especie de caricatura. Un verdadero pecado, si quiere que le diga la verdad, una especie de...

—Oiga, no vamos a discutir eso otra vez. No puedo tardar mucho envolver. ¿Dónde nos habíamos quedado?

—En... ¿en esas cartas recibidas después de la guerra, cuando ya se daba a ese tal Rudiger por desaparecido? —apuntó Morosini tras una ligera vacilación.

Pero o bien la suerte estaba de su lado o bien su oído había registrado el relato sin que él se diera cuenta, porque había dado en el clavo.

—¡Ah, sí! —dijo Lisa—. Le pido disculpas; estaba más atento de lo que yo creía. Decía, pues, que al llegar la primera carta Elsa estuvo a punto de morir de contento y mi abuela de inquietud, pues en aquella época había sido preciso sacarla de Viena, donde ya no estaba segura.

—¿Qué pasó?

—Tres extraños accidentes, yo incluso diría tres atentados, que tuvieron lugar después de la guerra. El primero en el parque de Schönbrunn, donde Elsa estaba paseando con Marietta. Un hombre se abalanzó sobre ella con un cuchillo en la mano. Por suerte, un guardia estaba cerca y desarmó al asesino, aunque éste logró huir. En otra ocasión se libró milagrosamente de que la arrollara un coche que iba a toda velocidad, tirado por dos caballos. Por último, algún tiempo después su casa se incendió. Mathias consiguió sacarla de entre las llamas, que la habían alcanzado. La policía no descubrió nada, claro. Después de la guerra reinaba una gran confusión en los servicios públicos; se estaba incubando la revolución. Los que querían eliminar a Elsa tenían demasiada ventaja. Mi abuela, por consejo de mi padre, hizo correr el rumor de su muerte mientras le buscaba un refugio y la llevaba allí. Un viejo amigo suyo, el burgomaestre de Hallstatt, le cedió la casa del lago, que es de su propiedad. Mathias y Marietta se instalaron allí con Elsa, oculta bajo el nombre de Fraulein Staubing.

—Y esa llegada, supongo que en el mayor de los secretos, ¿no despertó curiosidad?

—El burgomaestre es un hombre inteligente. Hizo correr el rumor de que había dado asilo a una pareja de viejos amigos cuya hija, herida en un atentado en Hungría, había perdido en parte la razón y se tomaba por un miembro de la realeza. A los de aquí les gustan las historias bonitas y todos son generosos. El pueblo formó una piña para proteger a los refugiados.

—Pero cuando llegó la primera carta, no sería aquí...

—No, a Ischl, dirigida a mi abuela.

—¿Y su abuela no le impidió cometer la locura de asistir al teatro?

—Por lo que me han dicho, no hubo manera. Elsa estaba loca de alegría y mi abuela se dejó enternecer. Tomaron infinitas precauciones, y el día de la reposición del Rosenkavalier, la temporada pasada, ella estaba en el palco vestida tal como usted la vio.

—Pero ¿por qué de negro? Usted me ha dicho que el día que conoció a Rudiger iba de blanco.

—Ahora tiene treinta y cinco años, y además, va siempre de luto por su padre y sus abuelos.

—¿Y qué explicación tiene lo de taparse la cara? ¿No quería que la reconocieran?

—En parte. La rosa de plata debía servir de signo distintivo. Pero el enamorado no acudió a la cita. Imagínese la decepción de Elsa. Llegó otra carta en la que Franz decía que había sobrevalorado sus fuerzas, que pedía perdón y que se sentía muy desdichado. Decía también que era preferible esperar unos meses más, hasta la primera representación de la temporada siguiente.

—¿No era un plazo excesivamente largo?

—No, si se piensa que se trataba de un enfermo. El segundo encuentro estaba fijado, pues, para el mes pasado, cuando usted también estaba en la Ópera.

—Y no sucedió nada. Por lo menos yo no vi nada.

—Sí. Intentaron secuestrar a Elsa cuando salió del teatro. Dos hombres se habían apoderado del coche que la esperaba y, después de derribar a Mathias, partieron a toda velocidad a través de Viena. Gracias a Dios, Mathias pudo perseguirlos y desembarazarse de los agresores, tras lo cual llevó a Elsa a casa. Pero el peligro era evidente. Se tomaron el tiempo justo para cambiarse de ropa y hacer las maletas antes de regresar a Hallstatt apresuradamente.

—¡Pobre mujer! —exclamó Morosini, suspirando—. ¿Cómo se ha tomado el desmoronamiento de su sueño? Porque supongo que ya no queda ninguna duda sobre el origen de las cartas. Alguien se había enterado del triste romance de la infeliz y había decidido utilizarlo para hacerla salir de su escondrijo. Para mí, por lo menos, está clarísimo.

—Desgraciadamente, se dieron cuenta demasiado tarde. Mi abuela se asustó muchísimo cuando se enteró de lo que había pasado. Fue entonces cuando me telegrafió a Budapest pidiéndome que volviera, pero no me quedé en Ischl, vine enseguida aquí para tratar de calmar un poco a Elsa.

—Debe de estar desesperada.

—Su tristeza es inmensa. Es como si hubiera dejado de vivir. No habla, se pasa horas sentada junto a la ventana de su habitación contemplando el lago, y cuando te mira..., parece que no te ve. Y eso que a mí me quería mucho...

Un súbito acceso de llanto dejó a Lisa sin voz. Aldo se dejó caer de rodillas delante de ella y asió sus dos manos entre las suyas. Hasta ese momento había pensado que, ocupándose de aquella mujer recluida, Lisa cumplía un deber con la eficacia que la caracterizaba, pero al descubrir que quería a aquella desdichada se sintió conmovido.

—Lisa, por favor, disponga de mí como le parezca conveniente. Dígame qué puedo hacer para ayudarla. Soy su amigo... y Adalbert también —añadió, no sin hacer cierto esfuerzo.

Ella clavó su oscura mirada, que las lágrimas hacían brillar, en la de Morosini, y por un instante éste creyó ver en ella una dulzura nueva, una emoción... que desapareció enseguida.

—Por desgracia, nada. Y levántese, por favor. No es una postura adecuada en una iglesia.

—¿Qué se hace en una iglesia sino rogar? Y yo, Lisa, le ruego que nos deje ayudarla. Si su amiga está en peligro, usted también lo está, y no soporto esa idea —aseguró mientras obedecía y volvía a ocupar su sitio en el banco.

—No. Por el momento no. La casa del lago es nuestra mejor salvaguarda. Todo lo que ustedes pueden hacer es irse y dejarnos. Adalbert y usted son demasiado... llamativos. Su presencia aquí sólo puede atraer la atención. ¡Váyanse, se lo suplico! A cambio, le prometo hacer lo imposible para convencer a Elsa de que se deshaga del águila.

—¿Quiere desembarazarse de mí? —preguntó Aldo con una amargura que la respuesta de ella no atenuó.

Fue un «sí» clarísimo, lleno de fuerza, y en vista de que él guardaba un silencio apesadumbrado, Lisa añadió:

—¡Compréndalo! Si surge algún problema, aquí podemos recurrir a todos...

—¿Quizá también a su encantador primo, que es su ferviente admirador? Lo que me extraña es que todavía no se haya presentado; tiene todo el aspecto de un perro de caza y olfatea su perfume a kilómetros de distancia.

—¿Fritz? Bah, es un buen chico, pero bastante pesado. No se preocupe, mi abuela lo ha quitado de en medio mandándolo a Viena a hacer unas compras urgentes... y muy complicadas. Él no sabe nada de la casa del lago.

Lisa se levantó. Aldo hizo lo mismo con la desagradable sensación de haberse vuelto de repente tan molesto como Fritz. Cuando ofrecía una ayuda sincera, no le hacía ninguna gracia que la rechazaran, pero al parecer eso a Lisa le daba igual.