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—Entonces —dijo ella—, ¿se van?

—Si no hay más remedio... —masculló él, encogiéndose de hombros—. Pero no antes de un día o dos. Hemos proclamado que veníamos a pescar, a pintar y a admirar el paraje. Además, Adalbert y el profesor Schlumpf se han hecho uña y carne. No me siento capaz de separarlos demasiado de golpe.

—¡Pobre Adalbert! —exclamó Lisa, riendo—. Conozco al Herr Professor y sé que es incapaz de estar con alguien sin obsequiarlo con una conferencia. Aunque en ese aspecto nuestro amigo no tiene nada que envidiarle, porque en un corto viaje me contó vida y milagros de la XVIII dinastía faraónica.

La joven tendió una mano que Aldo se apresuró a estrechar y retener.

—¿No va a decirme dónde puedo localizarla en caso de que tenga algo que decirle?

—Muy sencillo: en casa de mi abuela, en Viena o en Ischl.

—¿Por qué no aquí? No va a dejar sola a Elsa de la noche a la mañana.

—En efecto, pero lo que intento conseguir es que me permita llevarla a Zúrich. Necesita asistencia médica, especialmente la ayuda de un psiquiatra.

—Su fidelidad a Suiza la honra —dijo Morosini con una pizca de insolencia—, pero le recuerdo que en Viena tiene a Sigmund Freud, maestro absoluto en la materia.

—Y tengo intención de recurrir a él... una vez que Elsa esté a salvo en nuestra mejor clínica. Lo difícil será llevarla. Yo creo que se siente dividida entre el terror que le ha causado el intento de secuestro y lo unida que se siente a una casa con la que está muy encariñada y donde ha soñado vivir con Rudiger. Y yo no puedo ni quiero forzarla. Ahora, deje que me vaya.

El la soltó y se apartó.

—Váyase, pero sigo pensando que hace mal en rechazar una ayuda desinteresada.

—¿A quién quiere hacerle creer eso? —repuso ella en un tono repentinamente acerbo—. Me ha dicho que necesita conseguir el ópalo a cualquier precio.

Aldo se sintió palidecer.

—Piense lo que quiera —dijo, inclinándose con una fría cortesía—. Creía que me conocía mejor.

Inmediatamente se dirigió hacia la puerta sin volverse. No vio, pues, que Lisa seguía su alta y elegante silueta con una expresión de disgusto y, en la mirada, algo que parecía pesar. Él se sentía ofendido. La última frase de Lisa lo había irritado y decepcionado. A falta de cariño, esperaba, después de dos años de estrecha colaboración, tener derecho al menos a su aprecio, quizás a un poco de amistad, pero ella acababa de ponerlo en su sitio de comerciante, de relegarlo al mundo de los negocios, donde el dinero es el único motor. Era bastante lamentable.

En cuanto a Adalbert, se puso furioso cuando su amigo le hubo reproducido la conversación frase por frase. Su buen humor habitual, ya menoscabado por el hecho de que Aldo hubiera acudido solo a la cita, acabó de hacerse añicos.

—Ah, ¿con que ésas tenemos? —rugió, con su rebelde mechón más indómito que nunca—. ¿No quiere que la ayudemos? ¡Entonces dejemos a un lado la caballerosidad y los nobles sentimientos!

—¿Cómo pretendes hacerlo?

—De la forma más sencilla del mundo. La historia de Elsa es terriblemente triste. Podríamos escribir una novela, pero nosotros tenemos otras preocupaciones. Tenemos una misión que cumplir. ¿Sabemos dónde está el ópalo del Sumo Sacerdote?

—Sí, pero no se me ocurre cómo conseguirlo, y no confío mucho en la vaga promesa de Lisa. Si su protegida pierde la cabeza, no sé cómo va a poder convencerla de que nos venda su querido tesoro.

—No, pero quizá podríamos hacer que la señorita Kledermann nos prestara el águila de diamantes durante unos días.

—¿En qué estás pensando? ¿En hacerla copiar? Es prácticamente imposible, habría que encontrar unos diamantes del mismo tamaño y sobre todo de la misma calidad, un ópalo idéntico... y un maestro joyero. Y todo eso en unos días. ¿Estás loco?

—No tanto como crees. Dime en qué lugar de esta miserable tierra se encuentran los ópalos más bellos.

—En Australia y en Hungría.

—De Australia, olvídate. Pero Hungría no está tan lejos. Imagina, por ejemplo, que sales mañana por la mañana para Budapest. Siendo como eres un gran experto, conocerás allí a un joyero, un anticuario, un lapidario o Dios sabe qué capaz de proporcionarte una piedra parecida a la que buscamos.

—Sí..., pero...

—¡Nada de peros! Todas las piedras del pectoral tienen la misma forma y el mismo grosor, y supongo que tienes las medidas, al menos las del zafiro.

Aldo no contestó. Entreveía el plan de Vidal-Pellicorne y empezaba a reconocer que no era disparatado. Encontrar un ópalo grande, pagándolo bien, era perfectamente posible. De todas las piedras que faltaban, era la menos preciosa, y llegaban a encontrarse enormes, como la del Tesoro de la Hofburg.

—Supongamos que encuentro un ópalo blanco del mismo calibre, aunque Hungría es famosa sobre todo por sus ópalos negros, magníficos por cierto..., y que lo traigo. No serás tú quien desengaste el del águila para colocar el otro en su lugar.

Adalbert sonrió con descaro mientras miraba sus largos y finos dedos moviéndolos con visible placer.

—Pues sí —dijo—. Creo haberte dicho ya que, si bien los pies me juegan a veces malas pasadas, soy muy hábil con las manos. Si me traes también dos o tres instrumentos que te indicaré, soy capaz de llevar a cabo la operación con éxito.

—¿Ya lo has hecho alguna vez? —preguntó Morosini, estupefacto.

—Bueno..., una o dos. Ten esto presente, muchacho: cuando uno es arqueólogo, se ve abocado a practicar diferentes oficios, que van desde excavar hasta restaurar muebles, joyas, frescos...

Aldo estuvo a punto de añadir el de abrir cajas fuertes y otros trabajillos de ladrón, pero la sonrisa cándida de Adalbert habría desarmado a un magistrado o a un comisario de policía.

—Y mientras tanto, ¿tú qué harás?

—Continuaré aburriéndome soberanamente en compañía del amigo Schlumpf, al que adulo descaradamente pero que tiene en su casa un pequeño taller bastante bien equipado donde uno puede entrar como Pedro por su casa. Además —añadió en un tono más serio—, me las arreglaré para ver a Lisa y hacerla entrar en razón. Piense ella lo que piense, lo mejor que le podría pasar a esa infeliz es que la liberáramos de una piedra de la que no se puede decir que le haya dado suerte.

—A lo mejor este ópalo no es peor que los demás. En general no tienen muy buena fama.

—¡Y es el rey de los expertos quien dice semejante tontería! —suspiró Adalbert, alzando los ojos al cielo—. Todo porque, en una novela de Walter Scott, la protagonista no encuentra la paz hasta que arroja su ópalo al mar. Pero no olvides que en Oriente lo llaman «el ancla de la esperanza», que Plinio hablaba maravillas de esa piedra y que la reina Victoria adornó con ella a todas sus hijas en sus esponsales. Así que no me vengas con ésas. ¡Tú no, por favor!

—Tienes razón, no creo en esos cuentos. Y de acuerdo, tú ganas: tomaré el barco de la mañana e iré a Budapest a ver a Elmer de Nagy. De todas formas, no podemos elegir armas y es la única esperanza que nos queda. Pero te deseo mucha suerte con la señorita Kledermann; si te atreves tan sólo a hablarle del águila, te saltará al cuello.

Adalbert advirtió de pasada que Lisa había vuelto a convertirse en la señorita Kledermann y sacó de ese hecho toda clase de conclusiones, pero se guardó mucho de expresar sus pensamientos. Sobre todo porque la idea de mantener una conversación, aunque fuera tumultuosa, con una chica que le parecía exquisita no le desagradaba en absoluto.

—Me arriesgaré —dijo con suavidad—. Ahora vamos a arreglarnos un poco antes de bajar a cenar. Maria me ha prometido Strudel de manzana, pasas y crema, después de un civet de liebre con gelatina de arándanos.