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Dado el número de abuelas que vivían en la capital austriaca, esa breve información habría sido un poco escasa, pero Morosini poseía una memoria infalible. Le bastaba oír un nombre para que quedara registrado en ella, y en el vestíbulo del Ritz de Londres, Moritz Kledermann, el padre de Lisa, había pronunciado el de la condesa Von Adlerstein. Averiguar su dirección sería bastante sencillo y Aldo estaba decidido a hacerle una visita, aunque sólo fuera para tener a través de ella noticias de una valiosa colaboradora a la que había perdido de vista de un modo demasiado repentino. Ni que decir tiene que no habría hecho el viaje para eso, pero, puesto que se le presentaba la ocasión, sería una estupidez no aprovecharla, ya que el caso Mina-Lisa era casi tan interesante como las peripecias engendradas por el pectoral.

Cuando Morosini bajó del tren en la Kaiserin Elisabeth Westbahnhof, la lluvia caía a raudales de un cielo encapotado, lo que no impedía al viajero silbar un allegro de Mozart mientras se metía en el taxi encargado de conducirlo al hotel Sacher, un establecimiento que le encantaba.

Verdadero monumento a la gloria del arte de vivir vienés, además de amable recuerdo del Imperio austrohúngaro, el Sacher llevaba el nombre de su fundador, antiguo cocinero del príncipe de Metternich, y alzaba justo detrás de la Ópera su silueta señorial, construida en el más puro estilo Biedermeier y que desde 1878 albergaba a todas las figuras ilustres del imperio en el terreno de las artes, la política, el ejército y el sibaritismo, así como a numerosas personalidades extranjeras. Seguía vinculado a él el recuerdo de las cenas refinadas del archiduque Rodolfo, el trágico héroe de Mayerling, de sus amigos y de sus bellas compañeras. Sin embargo, esa sombra altiva y romántica no aportaba ninguna nota triste a un establecimiento que poseía otro elemento glorioso: una magnífica tarta de chocolate rellena de mermelada de albaricoque y servida con nata, cuya fama ya había dado varias veces la vuelta al mundo. Frau Anna Sacher, última mujer del linaje, regentaba ese bonito hotel con mano de hierro enguantada en terciopelo, fumaba puros habanos, criaba dogos poco sonrientes y, pese a la edad y a un contorno de cintura un tanto dilatado, aún sabía hacer como nadie la reverencia ante una alteza real o imperial.

Fue a ella a quien Morosini vio aparecer en la puerta de los salones cuando hizo su entrada en el vestíbulo, decorado con plantas y con dos estatuas de alegorías femeninas de pechos robustos, de tamaño mayor que el natural. No siendo más que un modesto príncipe, a Morosini sólo le correspondió el honor de besar una mano regordeta como hubiera hecho con cualquier ama de casa que lo recibiera en su hogar. Esa presencia femenina era uno de los encantos del hoteclass="underline" Anna Sacher sabía recibir a cada cual según su rango, y cuando se trataba de habituales, eran tratados como amigos. Tal fue el caso de Morosini. Bajo las marcadas ondas de la cabellera plateada, una alegre sonrisa iluminó el rostro todavía fresco aunque un poco rollizo.

—Verlo llegar es tan agradable como si trajera con usted el hermoso sol de Italia, Excelencia. Me alegro de poder desearle una vez más la bienvenida en el umbral de esta casa.

—Espero que me la desee muchas más veces, querida Frau Sacher.

—¡Eso sólo Dios lo sabe! Aunque desde luego no voy para joven. ¿Estará con nosotros algún tiempo?

—No tengo ni idea. Dependerá del asunto que me ha traído aquí. Aunque no es ésa la única razón por la que he venido; la otra es la velada del miércoles en la Ópera.

—¡Ah, El caballero de la rosa! Admirable, admirable. Será una gran velada. ¿Tomaremos juntos la taza de café ritual mientras suben el equipaje a su habitación?

—Tiene usted unas tradiciones encantadoras para sus amigos, Frau Sacher. Sería un pecado rechazarlas.

Entraron juntos en el Rote Café, un elegante salón tapizado de damasco rojo e iluminado con arañas de cristal, donde se apresuraron a servirles el famoso café vienés, coronado de nata y seguido de un vaso de agua helada, que a los austriacos les chiflaba. A Morosini también. Según él, era el único café europeo que rivalizaba con el de los italianos, pues los otros eran infames aguachirles.

Mientras lo saboreaban, charlaron de cosas intrascendentes y elogiaron Venecia, pero también Viena, donde, pese a las dificultades económicas, la vida mundana se recuperaba de día en día. En realidad, era indispensable si querían continuar atrayendo a los turistas del mundo entero. Sin música y sin vals, Viena dejaría de ser Viena. Al contrario que Alemania, recientemente despojada del Ruhr por Francia y que se sumía cada vez más en la anarquía y el extremismo, el bastión original del imperio de los Habsburgo se esforzaba en recuperar su alma e incluso en salvarla, pues su canciller era un sacerdote, monseñor Seipel. Este antiguo profesor de teología, convertido en diputado y posteriormente en presidente del partido socialcristiano, estaba sacando a flote la economía gracias a la creación de una nueva moneda, el chelín, y a la imposición de severos recortes presupuestarios. Al mismo tiempo, trataba de establecer una moral rigurosa, cosa que, evidentemente, no gustaba a todo el mundo, pero en conjunto Austria funcionaba bastante bien. En cualquier caso, Frau Sacher consideraba que el canciller era un hombre de bien.

—Hay momentos en que casi parece que hayamos vuelto a los buenos tiempos de nuestro querido emperador. La vieja aristocracia se atreve a ser ella misma...

—Hablando de la vieja aristocracia, quizá podría usted serme de ayuda, Frau Sacher. Quiero aprovechar mi estancia aquí para tratar de localizar a una amiga de mi madre de la que no tenemos noticias desde que acabó la guerra, y como usted conoce a toda la ciudad...

—Si está en mi mano, no tiene más que preguntar.

—Muchas gracias. ¿Podría usted decirme si la condesa Von Adlerstein sigue siendo de este mundo?

Las cejas artísticamente perfiladas de la anciana dama subieron un centímetro largo, mientras ella retorcía el motivo de perlas que formaba el centro de la cinta de terciopelo negro que le ceñía el cuello con la ilusoria finalidad de tensarlo.

—¿Por qué no iba a estar viva? Debemos de ser más o menos contemporáneas. Dicho esto, de la alta nobleza que constituye el entorno habitual de los soberanos, he conocido a más hombres que mujeres.

—No obstante, conoce a esa dama, puesto que sabe su edad.

—En realidad, la conozco sobre todo por dos razones. La primera es el revuelo que se produjo, hace unos veinticinco años, cuando casó a su hija con un banquero suizo sin ningún título de nobleza pero muy rico. Su posición en la Corte incluso se habría visto comprometida si nuestra pobre emperatriz Isabel no hubiera intervenido. Fue poco antes de morir; ella conocía bastante bien a la familia Kledermann.

—¿Y la segunda?

—Es mucho más comercial —respondió Anna Sacher riendo—. Tiene debilidad por nuestra Sachertorte y siempre que está en Viena nos compra. Lo que no es el caso en este momento, pues desde principios de verano no ha llegado ningún pedido del palacio de Himmelpfortgasse.

Morosini estaba tan contento que poco le faltó para ponerse a aplaudir. La entrañable dama acababa de proporcionarle, con la mayor inocencia del mundo, una preciosa información: la dirección que habría sido un poco raro pedir tratándose de una amiga de su madre. Se contentó con dejar escapar un suspiro, acompañado de una sonrisa melancólica.

—¡Qué mala suerte! Tendré que conformarme con dejar mi tarjeta con unas palabras. Quizá la condesa me haga llegar noticias suyas.

—Estoy segura de que no dejará de hacerlo. Estará tan encantada de volver a verlo como yo.

Eso Morosini lo dudaba, puesto que la abuela de Mina-Lisa no tenía ni idea de su existencia.