—¡Qué glotón! —gruñó Morosini—. Cuando vuelva, estarás el doble de gordo y yo me alegraré.
Aunque la idea de Adalbert le parecía buena, detestaba tener que alejarse de Hallstatt. Su sexto sentido, el del peligro inminente, le susurraba que hacía mal en irse, que iba a suceder algo irreparable, quizá porque tenía muchas ganas de sentirse necesario. ¡Pura vanidad, indudablemente! Protegidas por el imponente Mathias, Marietta y todo el pueblo, Lisa y Elsa no debían temer gran cosa.
Sin embargo, después de la cena —excelente y a la que hizo todos los honores—, mientras pasaba el rato fumando en el balcón de su cuarto y escuchando el chapaleteo del agua del lago, la angustia que sentía iba en aumento. Desde donde estaba, la casa de las dos mujeres resultaba completamente invisible, incluso con el cielo despejado, y esa noche se elevaba una bruma a través de la cual era imposible distinguir ninguna luz en la orilla de enfrente.
De pronto oyó dos disparos lejanos que le parecieron perdidos en la montaña, de modo que no concedió mayor importancia al hecho; en aquella región de caza, en la que incluso había cazadores furtivos, aquello no era un acontecimiento. Pero casi inmediatamente su mente le sugirió que cazar en un día de niebla no era muy prudente.
Pensando que, después de todo, no era asunto suyo, encendió un último cigarrillo antes de ir a preparar la maleta para no perder el barco de la mañana y se deleitó fumándoselo. Acababa de arrojarlo al agua para apagarlo cuando unos gritos penetrantes se oyeron al final del pueblo, unos gritos que se acercaban, arrastrando tras de sí un murmullo que anunciaba que la gente estaba despertándose. Seguro ya de que pasaba algo anormal, Morosini salió de su habitación corriendo, se dio de bruces con Adalbert y juntos bajaron corriendo la escalera. El escándalo aumentó hasta estallar en la sala del albergue donde Georg estaba colocando las jarras de cerveza.
Los gritos de agonía los profería una mujer muerta de miedo, pero al llegar delante de la barra pareció quedarse de golpe sin fuerzas y cayó al suelo sin conocimiento. Inmediatamente, Brauner se arrodilló junto a ella, seguido por su mujer. La gente se agolpaba en la puerta. El pueblo entero estaba ya en pie y acudía corriendo, con el burgomaestre a la cabeza.
Mientras Maria propinaba unas bofetadas en las mejillas blancas de la mujer desvanecida, Georg le preparó un vaso de schnaps y se lo hizo beber. El doble tratamiento produjo un resultado satisfactorio: al cabo de unos segundos, la mujer abrió los ojos y sufrió un acceso de tos convulsiva que acabó en llanto. Brauner, poco dado a la paciencia, se puso a zarandearla:
—¡Vamos, Ulrique, basta! Dinos qué pasa. Llegas como un tornado, te desmayas y después te pones a llorar sin decir nada.
—La... la casa Schober... No dormía y oí disparos. Entonces me levanté, me vestí y... y fui a ver qué pasaba. La luz estaba encendida y la puerta abierta... Entré... y... y vi... ¡Es horrible!... Hay... ¡Hay tres muertos!
La mujer se puso a llorar de nuevo desconsoladamente. Un terrible presentimiento hizo a Morosini preguntar:
—¿Cuál es la casa Schober?
—Es una casa que me pertenece y que tengo alquilada —respondió el burgomaestre—. Hay que ir a ver qué ha pasado.
Antes de que acabara la frase, Morosini y Vidal-Pellicorne ya habían salido precipitadamente del albergue, abriéndose paso a empujones a través de la pequeña multitud que se había congregado en la entrada, y corrían todo lo que les permitía el trazado caprichoso del camino, aunque, por supuesto, no eran los únicos que querían averiguar lo que había ocurrido. De modo que, cuando llegaron a la casa del lago, encontraron a una docena de personas reunidas junto a la puerta abierta de par en par. Todos parecían aterrorizados y a Aldo, invadido por una terrible angustia, le dio un vuelco el corazón.
—¡Lisa! —gritó, echando a correr hacia el interior.
—¡No entre! —dijo un leñador, cerrándole el paso—. Está lleno de sangre. Hay que esperar a las autoridades.
—¡Quiero saber si todavía hay alguna posibilidad de salvarla! —gritó, dispuesto a pelearse—. ¡Déjeme pasar!
—¡Y yo le digo que es mejor que no!
Sin intercambiar ni una palabra, Aldo y Adalbert agarraron al hombre cada uno de un brazo y lo apartaron a un lado como si no pesara nada. A continuación entraron.
El espectáculo que descubrieron era espantoso. En la gran estancia a la que se accedía desde la pequeña entrada que Aldo ya conocía, Mathias, con el cráneo partido de un hachazo, yacía sobre un charco de sangre. Su mujer, Marietta, estaba tendida un poco más lejos con una bala en el corazón. Morosini, horrorizado, recordó los disparos que había oído hacía un rato: habían sido dos.
—¡Lisa! ¿Dónde está Lisa? ¡La mujer ha hablado de tres muertos!
—Debe de tener muy buena vista.
La habitación, que era una especie de gran salón, parecía que hubiera sufrido la acción de un huracán. Los asesinos lo habían registrado todo, habían derribado muebles, tirado al suelo libros, objetos decorativos, tapices... Finalmente, Aldo encontró a la joven; la había alcanzado una bala y yacía en la escalera de madera por la que se subía al piso superior. Con un suspiro de alivio, constató que estaba viva.
—¡Alabado sea Dios! ¡Respira!
La cogió en brazos, buscó dónde tumbarla y por fin descubrió una chaise longue medio escondida bajo cajones y restos. Adalbert también la había visto y la despejó rápidamente.
—Voy a ver si encuentro arriba algo con lo que hacer una cura de urgencia —dijo éste precipitándose hacia la escalera—. Sangra mucho.
—Haría falta un médico... —gimió Morosini, cuya mirada buscaba ayuda y encontró la del burgomaestre.
—El médico va a venir —dijo—. He mandado a buscarlo. Pero ¿por qué no han dicho que conocían a la señorita Kledermann? Todos somos amigos de la condesa Von Adlerstein, su abuela, cuya familia es originaria de aquí.
—Todavía ayer no sabía que estaba aquí, y si no me la hubiera encontrado... esta tarde por casualidad, seguiría sin saberlo.
—¿Temía ella algún peligro?
—No, que yo sepa.
Con su magnífico bigote de un rojo blanquecino y su rostro grueso, sonrosado y bonachón, el burgomaestre parecía un buen hombre, pero aun así Aldo consideró prudente no decir nada más y tomó la iniciativa de hacer las preguntas, la mejor manera de evitar que se las hicieran a él.
—¿Tiene alguna idea de quién ha podido cometer semejante crimen? Toda esta sangre..., esta matanza...
—No. ¡Pobre Mathias y pobre Marietta! ¡Eran tan buenas personas! Eran unos refugiados húngaros a los que la condesa buscó un lugar donde vivir. Pero lo que me intriga es que vivían aquí con su hija..., una pobre desequilibrada que no salía nunca y se tomaba por una princesa, y sólo hay tres cuerpos...
—¿Quiere decir que ha desaparecido? A lo mejor está escondida. Cuando los asesinos han irrumpido, ha debido de asustarse mucho.
—En cualquier caso, arriba no hay nadie —dijo Adalbert, que volvía con alcohol, algodón hidrófilo y vendas—. Si hubiera alguien, lo habría visto.
Ni él ni Aldo tuvieron tiempo de administrar a Lisa los primeros auxilios porque llegó el médico. Con su atuendo montañés, presentaba bastante parecido con Guillermo Tell. En un abrir y cerrar de ojos, examinó la herida, efectuó un vendaje rápido pero eficaz para detener la hemorragia y declaró que había que trasladar a Lisa a su casa para poder extraerle la bala.
—¿A su casa? —preguntó Morosini, inquieto—. ¿Tiene usted una clínica?
El médico le dirigió una mirada implacable.
—Si digo que la llevemos a mi casa, es porque tengo lo necesario para operar. Me ocupo de todo un distrito de montañas y de los obreros de las minas. Los accidentes son frecuentes. Bien, vamos a intentar reanimarla.