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—¿Cómo es que sigue inconsciente? —preguntó Adalbert, alarmado también porque el desvanecimiento se prolongaba—. Es una chica fuerte, deportista...

—Pero tiene detrás de la cabeza un chichón del tamaño de un huevo. Ha debido de golpearse al caer en la escalera.

Unos instantes después, Lisa regresó al universo consciente. Abrió desmesuradamente los ojos al tiempo que gemía:

—¡Elsa!... Han... secuestrado a Elsa.

SEGUNDA PARTE

Regreso al pasado

8. El mensaje

Lo que había sucedido era, lamentablemente, muy simple: hacia las diez, cuando Lisa estaba llevando a Elsa a su dormitorio para ayudarla a acostarse, Marietta, que se disponía a apagar las lámparas mientras Mathias colocaba en el armero las dos escopetas que acababa de revisar minuciosamente, oyó una voz de mujer que la llamaba llorando. Pensando que una vecina se encontraba en apuros, sin siquiera pedir opinión a su esposo abrió la puerta, ya cerrada con llave, y salió para volver a entrar inmediatamente, brutalmente empujada hacia el interior por cuatro personajes vestidos de negro, enmascarados y armados.

Todo ocurrió muy deprisa: Mathias, que había cogido una de las escopetas, fue abatido por el hacha lanzada por una mano experta; a Marietta, aterrorizada, los bandidos le dispararon con un revólver para impedirle gritar y empezaron a revolverlo todo. Fue entonces cuando Lisa, atraída por el ruido, bajó la escalera. Llevaba una pistola en la mano y se disponía a hacer fuego cuando una bala la alcanzó.

—No deberías haber disparado —reprochó el hombre que parecía el jefe—. Necesitamos las joyas, y si no queda nadie para responder a nuestras preguntas...

—Queda la loca. Ella podrá decirnos dónde están. Subamos.

Cuando llegaron a la escalera, Lisa, que había caído y fingía haberse desmayado, hizo acopio de fuerzas pese al dolor y los agarró de las piernas. Sólo derribó a uno de ellos; el otro le dio un fuerte golpe con la culata del revólver y esta vez la joven se desvaneció de verdad. Había tenido el tiempo justo de ver a uno de los criminales sacando a Elsa de su habitación.

—No sé nada más, pero temo por ella —murmuró Lisa cuando, dos horas más tarde, con la bala extraída y el hombro vendado, se encontró en una de las habitaciones de Maria Brauner en compañía de ésta, de Aldo y de Adalbert—. Esa gente quiere las joyas y son capaces de torturarla para averiguar dónde las esconde. ¡Y ella no sabe dónde están!

—¿Cómo es eso? —dijo Morosini—. Usted me dijo que el águila era su más preciado tesoro junto con la rosa de plata. ¿No disponía de ellas a voluntad?

—De la rosa, sí. En lo que se refiere al águila, se la daban cuando la pedía, pero era ella la que deseaba que la guardaran sin decirle dónde. No olvide que cree ser archiduquesa. ¡Dios mío!, ¿qué van a hacerle?

—No creo que haya que temer por ella de momento —dijo Adalbert—. Esa gente cree que está loca, ¿no?

—Eso fue lo que dijo uno de ellos.

—Si tienen un ápice de inteligencia, primero intentarán calmarla y después la interrogarán. Por eso la han secuestrado en lugar de matarla.

—¿Y cuando se den cuenta de que no sabe nada?

—Lisa, Lisa, por favor... —intervino Aldo, asiéndole una mano en la que latía la fiebre—. Debe pensar un poco en usted misma y descansar. Frau Brauner la cuidará.

—De eso puede estar seguro —aprobó ésta—. Ahora no se puede hacer gran cosa. El burgomaestre ha telefoneado a Ischl y la policía llegará por la mañana, pero no será fácil encontrar el rastro de esa gente. Hans, el pescador que está en el lago haga el tiempo que haga, ha visto una barca que se alejaba de la orilla, pero con la niebla no resultaba fácil distinguir su rumbo. Le ha parecido que se dirigía hacia Steg... Vamos, Fraulein Lisa, debe dormir... Y ustedes, señores, salgan.

Ellos se levantaron y fueron hacia la puerta, pero de pronto Morosini oyó:

—Aldo...

Se volvió. Era la primera vez que Lisa lo llamaba por su nombre de pila. La ex Mina tenía que estar realmente consternada para bajar de ese modo la guardia.

—¿Sí, Lisa?

Fue ella quien buscó su mano y la apretó alzando hacia él una mirada suplicante.

—La abuela... Hay que ir a avisarla... y sobre todo velar por ella. ¡Esa gente está dispuesta a todo! Cuando se den cuenta de que no consiguen nada de su prisionera, la abuela estará en peligro. Pensarán en ella...

Emocionado ante la angustia que reflejaba el fino rostro, se inclinó para rozar con los labios los dedos crispados sobre los suyos.

—Voy ahora mismo a verla.

—No diga tonterías. Hay que esperar el barco... y el tren...

—¿Está de broma? —dijo Adalbert, que se había guardado mucho de salir—. ¿Cuántos kilómetros hay hasta Steg por el camino del lago? Unos ocho. Y una vez allí, encontraremos algún medio de transporte para los diez restantes. Y si no, continuaremos a pie.

—¿Veinte kilómetros? ¡Llegarán reventados!

—Deje de tomarnos por un par de ancianos. Cuatro o cinco horas de marcha no nos matarán. ¿Vienes, Aldo?

—Sí. Una cosa más, Lisa: ¿cómo me dijo que se llamaba su pobre amiga? Me refiero a su verdadero nombre.

—Elsa Hulenberg. ¿Por qué?

—Más tarde se lo explicaré.

Llegó a la puerta de su habitación llamándose de todo. Con lo orgulloso que estaba de su memoria, ¿cómo es que no había caído en la cuenta cuando Lisa le había contado la historia de Elsa? ¿Tan fascinado estaba por su ex secretaria como para no haberse percatado de la coincidencia? Al separarse, se había quedado con la vaga impresión de que se le escapaba algo, pero había sido incapaz de saber qué. ¡Con lo sencillo que era!

Tranquilizados sobre la suerte de Lisa, Adalbert y él salieron del albergue al cabo de un rato, equipados con prendas deportivas, sólidos zapatos y sendas mochilas que contenían una bolsa de aseo y ropa para cambiarse, y tomaron el camino de tierra que llevaba a la carretera de Bad Ischl.

—Tenemos bastante tiempo para hablar —dijo Adalbert cuando hubieron dejado atrás la casa del drama, vigilada por algunos voluntarios en espera de que llegase la policía—. Dime por qué le has pedido a Lisa que te recordara el apellido de Elsa. Cuando te lo ha dicho, has puesto una cara...

—Porque soy un imbécil y constatarlo siempre resulta doloroso. ¿A ti no te recuerda nada ese apellido, Hulenberg?

—Mmm..., no. ¿Debería?

—Acuérdate de lo que nos dijo el recepcionista del hotel en Ischl, cuando le hablamos de la villa donde el misterioso visitante de tía Vivi consideró oportuno hacer un alto antes de regresar a Viena.

—¿Dijo eso?

—Sí, señor. Dijo que la villa fue comprada «hace poco» por la baronesa Hulenberg. Esta vez te aseguro que nada me impedirá ir a dar una vuelta por allí. La próxima noche, por ejemplo.

—¿Y cuándo dormiremos?

—No me digas que esas viles contingencias todavía te detienen. Cuando uno lleva un sombrero tan bonito adornado con un penacho y el equipo completo de un natural del país, debe sentirse tallado en granito. Así que no empieces a gimotear, porque los dos vamos a necesitar armarnos de valor.

—¿Para defender a la anciana dama?

—No —respondió Morosini—. Para contarle la agradable velada que pasamos detrás de sus ventanas espiándola y enterándonos de sus pequeños secretos.