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—¿Tú crees que es preciso decírselo todo?

—No hay manera de evitarlo.

—Nos pondrá de patitas en la calle.

—Es posible. Pero antes tendrá que escucharnos.

Pese a su energía, los dos hombres estaban exhaustos cuando, hacia las ocho de la mañana, entraron en Ischl y llegaron al Kurhotel Elisabeth, donde el recepcionista los recibió discretamente sorprendido por su aspecto pero sinceramente encantado de su regreso; debían de escasear los clientes.

Empezaron por sentarse a la mesa ante un copioso desayuno, antes de ir a ducharse y cambiarse de ropa; ninguno de los dos deseaba quedarse mucho rato en un cuarto que ofrecía la irresistible tentación de una mullida cama. Aunque la perspectiva no les entusiasmara, había que ir a ver cuanto antes a la señora Von Adlerstein.

Adalbert recuperó su querido coche con una viva satisfacción y la firme decisión de no volver a separarse de él.

—Cuando volvamos a Hallstatt, lo cogeremos —dijo—. Ya hice el viaje con Manzana Verde. Se puede dejar en un granero a unos dos kilómetros, aunque no sé si intentaré ir un poco más lejos.

—Ve a donde quieras con tal de que no sea dentro del lago —gruñó Morosini, ocupado en preparar lo que iba a decir. Todo dependía, por supuesto, del recibimiento que les dispensaran.

Cuando el coche y su característico ruido se detuvieron ante la alta puerta de Rudolfskrone, pudo hacerse una ligera idea: un cordón de tres lacayos formado detrás del viejo Josef cerraba el paso.

—La señora condesa no recibe jamás por la mañana, caballeros —declaró el mayordomo en un tono severo.

Sin inmutarse, Morosini sacó de su billetero una tarjeta previamente preparada y se la tendió al sirviente.

—Tenga la amabilidad de llevarle esto. Me sorprendería mucho que no nos recibiera. Esperaremos.

Mientras uno de los lacayos realizaba el encargo, Adalbert y él salieron del vehículo y, apoyados en él, contemplaron el parque, donde el otoño extendía una espléndida paleta de colores que iba del marrón oscuro al amarillo claro, realzada por el verde profundo e inmutable de las grandes coníferas.

—¿Qué has escrito en la tarjeta? —preguntó Adalbert.

—Que Lisa está herida y que tenemos que hablarle de un asunto grave.

El resultado fue rapidísimo. El lacayo regresó y le dijo algo al oído a Josef, que reaccionó de inmediato.

—Si los señores tienen la bondad de acompañarme...

La condesa los recibió con la bata que debía de haberse puesto al levantarse, pero sin perder ni un ápice de dignidad. A pesar de que en su semblante pálido y descompuesto se reflejaba claramente la angustia, a pesar de que su mano temblaba sobre el bastón en el que se apoyaba, permanecía de pie y con la cabeza erguida, una cabeza cuya cabellera blanca había hecho cepillar y recoger en un moño flojo. Había algo regio en esa anciana, y los dos hombres, más impresionados quizá que la primera vez, ejecutaron para ella, con una simultaneidad perfecta, el mismo saludo profundo. Ella, sin embargo, no se hallaba en condiciones de apreciar las muestras de cortesía.

—¿Qué le ha pasado a Lisa? ¡Quiero saberlo!

—Anoche le dispararon en un hombro, pero, tranquilícese, ha recibido asistencia médica y en estos momentos se encuentra descansando en el Seeauer al cuidado de Mana Brauner —dijo Aldo—. Desgraciadamente, tenemos otras noticias mucho más dramáticas, condesa. La señorita Hulenberg ha sido secuestrada y su casa saqueada, y han matado a sus sirvientes.

El alivio que había aparecido en el rostro de la anciana dejó paso a una auténtica aflicción.

—¿Que han matado a Mathias y Marietta?... Pero ¿cómo ha sido?

—A él le dieron un hachazo en plena frente, y a ella le dispararon. Los asesinos entraron por sorpresa y liquidaron a los que se encontraron por delante antes de ponerse a registrarlo todo. Lisa estaba en el piso de arriba ayudando a su amiga a acostarse. Cogió un arma y bajó, pero en la escalera la alcanzó una bala. Hemos venido enseguida para que no se enterase de este drama a través de la policía.

—¿No habría sido mejor que se quedaran junto a mi nieta? ¿Quién les dice que no corre todavía peligro?

—En el lugar donde está, yo creo que habría que pasar por encima de todo el pueblo para atentar contra ella. Ha sido Lisa quien ha insistido en que viniéramos. Verá, ella teme que los secuestradores vengan a por usted cuando se den cuenta de que su rehén ignora lo que quieren averiguar. Así que nos ha enviado...

—Y para no perder tiempo, hemos venido a pie —precisó Adalbert, que consideraba que se les estaba dando un recibimiento muy malo y que estaba deseando sentarse—. Yo había dejado mi coche en el hotel y habíamos ido a Hallstatt tomando primero el tren y luego el barco, como todo el mundo.

La sombra de una sonrisa flotó un instante en los labios sin color de la anciana.

—Les ruego que me disculpen. Deben de estar muy cansados. Tomen asiento, por favor —dijo mientras ella misma iba a sentarse en una chaise longue—. ¿Les apetece un café?

—No, gracias, condesa. El asiento bastará, aunque no deseamos molestarla demasiado tiempo.

—No me molestan. Además, creo que deberíamos hablar un poco más seriamente que la última vez.

—A mí me pareció que usted lo hacía muy en serio.

—Desde luego, y creía haberles explicado de manera convincente que era inútil abordar ciertos asuntos. Incluso pensaba haberlos incitado a no quedarse más tiempo aquí. ¿Cómo es que estaban anoche en Hallstatt?

—Estábamos allí desde hacía unos días —contestó Vidal-Pellicorne—. Hacía tiempo que deseaba visitar los vestigios de una antigua civilización, y este viaje me ha permitido conocer a un eminente colega, el profesor Schlumpf, con quien he mantenido apasionantes conversaciones. Mi amigo Morosini quiso acompañarme.

—¿De verdad? Me sorprende mucho, príncipe, que sus negocios, cuya importancia conozco, no hayan reclamado su presencia en Venecia.

—Estoy aquí por negocios, señora, y usted lo sabe perfectamente. Como también sabe que la señorita Kledermann, con el nombre falso de Mina van Zelden, fue mi secretaria durante dos años.

—¿Ha sido ella quien le ha dicho que yo estaba al corriente?

—¿Qué otra persona habría podido hacerlo?

—¿Le ha dicho también que no me cae usted muy simpático? —dijo con una franqueza sin ambages.

—Créame que lo lamento. ¿Es porque no sucumbí al encanto de Mina? ¡Debería haberla visto! A su propio padre le dio un ataque de risa incontrolable cuando se encontró frente a ella en Londres.

—¡Eso sí que me gustaría haberlo visto! Mi yerno, que es la seriedad en persona, dejándose llevar por la hilaridad... Eso habría merecido el viaje, pero dejemos por el momento los sentimientos a un lado y pongamos las cartas sobre la mesa. Usted no ha perdido la esperanza de conseguir el águila del ópalo, ¿verdad?

—El águila no me interesa, ni tampoco su valor en el mercado, aunque estoy dispuesto a pagar por ella un precio muy elevado. Es el ópalo lo que quiero, porque representa mucho para muchas personas. Dicho esto, es cierto que nunca renuncio a algo cuando creo tener razón.

Se produjo un silencio, durante el cual la condesa se dedicó a examinar con una atención casi molesta al hombre que tenía enfrente, y sin duda Morosini se habría quedado muy sorprendido si hubiera podido leer sus pensamientos. Encontraba seductor ese rostro que la arrogancia del perfil y la ironía indolente de la boca salvaban de la insulsa perfección, seductores esos ojos deslumbrantes cuyo azul acerado podía adquirir un matiz más suave y tierno o teñirse de un verde inquietante. Pensaba que, de ser más joven, se habría enamorado de él, y le extrañaba que Lisa se hubiera resistido a su encanto hasta el punto de haber renunciado durante dos años a toda la gracia de su feminidad. Su nieta había actuado como un entomólogo que desea observar con la más absoluta calma un insecto raro. ¡Qué comportamiento tan curioso!