—¡Está bien! —dijo por fin, suspirando—. ¿Me dirán ahora cómo han encontrado a mi nieta? ¿Por puro azar quizás, el maravilloso azar de la arqueología?... ¿No es un poco increíble?
Morosini intercambió una mirada con Vidal-Pellicorne. El momento difícil había llegado.
—Un poco, en efecto —dijo con una gran calma—. Sin embargo, el azar no ha sido totalmente ajeno. En el hotel trabamos relación con el señor Von Apfelgrüne, que se entusiasmó al enterarse de la profesión de mi amigo. Insistió en acompañarlo a visitar Hallstatt, mientras yo vagaba por el parque de la Villa imperial en busca de sus fantasmas. Alababa, con toda la razón, ese yacimiento excepcional, además de afirmar que era la cuna de los Adlerstein...
—De modo que apenas me sorprendió —prosiguió Adalbert— ver allí a su mayordomo. De ahí a pensar que una dama a la que usted brinda amistad y protección podría no estar lejos no había más que un paso, y lo dimos.
—Friedrich siempre ha tenido la lengua demasiado larga —dijo la anciana, apaciguándose un poco—. Pero...
La frase quedó interrumpida. La puerta acababa de abrirse, dejando paso a un hombre con indumentaria de cazador que entró con toda la confianza de un íntimo.
—Me han dicho que ya se había levantado, querida Valeria, así que he venido a saludarla antes de irme de caza, aunque quizás he pecado de indiscreto —dijo el conde Golozieny mirando a los visitantes con curiosidad.
—En absoluto, querido Alejandro. Iba a enviar a buscarlo para que viniera. Se ha producido un drama en casa de Elsa: ha habido dos muertos, mi nieta Lisa ha resultado herida y han secuestrado a nuestra amiga. Pero déjeme presentarle primero a estos caballeros que me han traído la terrible noticia.
Golozieny la detuvo con un ademán, mientras su mirada clara escrutaba a los dos hombres con visible desconfianza.
—¡Un momento! ¿Cómo es posible que estos señores se encontraran en el escenario del drama? ¿Conocían acaso ese secreto que nunca ha querido revelarme a mí?
Su semblante expresaba con elocuencia que se sentía ofendido, pero a la condesa no pareció preocuparle mucho.
—¡No sea ridículo! Se encontraban allí por pura casualidad. El señor Vidal-Pellicorne es un arqueólogo muy interesado en la época de Hallstatt y había ido a visitar el lugar en compañía de su amigo el príncipe Morosini, aquí presente. Los dos son amigos de Lisa, mi nieta, que desde hacía unos días estaba con Elsa, a quien quiere mucho y que... necesitaba ayuda.
—Entonces, ¿es en Hallstatt donde vive?
—Hablaremos de eso más tarde, si no le importa. Caballeros, les presento a mi primo, el conde Golozieny, agregado en el departamento de Asuntos Exteriores.
Intercambiaron saludos y apretones de manos, lo que no aumentó la simpatía mutua; el primo ofrecía una mano blanda, cosa que tanto Aldo como Adalbert odiaban, de modo que tuvieron que contentarse con estrechar unos dedos inertes. En cuanto a la mirada del diplomático, era más penetrante y fría que nunca; el descubrimiento en el entorno de su prima de dos extraños pletóricos de energía y bastante seductores no le hacía ninguna gracia. Como el sentimiento era recíproco, Aldo decidió despedirse.
—Las autoridades no tardarán en venir —dijo, volviéndose hacia su anfitriona—. Creo que será mejor dejar que las reciba en familia. Nosotros estamos en el Kurhotel Elisabeth, por si nos necesita.
—Supongo que no se irán por mi culpa —dijo el conde con una untuosidad casi episcopal.
—En absoluto —mintió Morosini—. Tenemos cosas que hacer, y además también deseamos descansar un poco, puesto que gracias a su presencia, conde, podemos confiar en que la señora Von Adlerstein ya no corra ningún peligro, lo que no era el caso hasta ahora. Cuide de ella.
—Confíen en mí. La cuidaré.
El tono, pomposo a más no poder, respondía a lo que era más una orden y una advertencia que un consejo.
—Vengan esta noche, por favor —dijo la anciana dama movida por un impulso súbito que tal vez delataba su angustia—. Tendremos noticias y compartirán con nosotros la cena.
Los dos hombres aceptaron, se despidieron y montaron en su vehículo sin intercambiar palabra. Cuando se hubieron alejado, Adalbert manifestó sus impresiones:
—¡Maldito hipócrita! Pondría la mano en el fuego y apostaría la cabeza a que ese hombre está metido hasta el cuello en el complot contra la desdichada Elsa.
—Puedes hacerlo tranquilo. Ni la una ni la otra tienen nada que temer.
—¿Te parece prudente dejar a «la abuela» sola con él?
—Intentar algo contra ella sería desenmascararse, y no creo que esté loco.
—Entonces, ¿qué ha venido a hacer aquí? Son un poco repentinas esas ganas de cazar que lo han traído a Rudolfskrone.
—Al contrario, son muy oportunas. Sus entradas y salidas con total libertad constituyen una garantía ideal para sus cómplices. Ha venido a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en casa de la condesa, a controlar sus reacciones y tal vez a dar algún que otro consejo... útil.
—¿Cómo puede una mujer tan inteligente confiar en él? ¡Se ve a la lengua lo falso que es!
—Es su primo. No imagina ni por un instante que pueda traicionarla. Lo malo es que su aparición nos ha impedido confesarnos y ponerla en guardia. En fin..., de momento, llévame a la estación.
—¿Qué vas a hacer? ¿No tienes intención de dormir un poco?
—Dormiré en el tren. Quiero ir a Salzburgo a alquilar un coche menos llamativo que el tuyo y, si es posible, menos ruidoso. Esto no es un automóvil, es un cartel publicitario, y necesitamos pasar un poco inadvertidos.
—Entonces olvida tus gustos principescos y no vuelvas con un Rolls —gruñó Adalbert, ofendido.
Aldo regresó por la tarde con un Fiat de color gris, más discreto que una hermanita de la caridad. Era un coche sólido, manejable y poco ruidoso, pero Morosini se había visto obligado a comprarlo. En la ciudad de Mozart, sólo se encontraban para alquilar coches grandes, generalmente con chófer.
Satisfecho de su compra, lo aparcó bajo los árboles que bordeaban el Traun, a poca distancia del hotel, y después se concedió dos horas largas de sueño antes de prepararse para ir a cenar a Rudolfskrone. Adalbert había salido.
Aldo acababa de ducharse cuando el arqueólogo irrumpió en el cuarto de baño sin siquiera tomarse la molestia de llamar. Tenía la mirada brillante, las mejillas coloradas y el cabello rubio más alborotado que nunca.
—Tengo novedades —anunció—, y son importantes. Para empezar, la famosa villa está habitada: las contraventanas están abiertas y por las chimeneas sale humo... Hablando de humos, ¿no tendrás un cigarrillo? Se me ha terminado el paquete.
—Busca encima del secreter —dijo Aldo, que había tenido el tiempo justo de cubrirse con una toalla—. Es una novedad, efectivamente, pero tienes otra, ¿no?, porque has dicho «para empezar».
—Sí, y es todavía mejor, te lo aseguro. Mientras vagaba por los alrededores de esa casa como un viejo agüista aburrido, un coche se ha detenido ante la verja, que se ha abierto casi enseguida pero no lo bastante deprisa para impedirme reconocer a su ocupante. Jamás adivinarás quién era.
—Ni siquiera pienso intentarlo —dijo Aldo, riendo—. No quiero estropearte el golpe de efecto —añadió, acercando una navaja a su cara embadurnada de jabón.
—Deja ese instrumento si no quieres cortarte —le aconsejó Adalbert—. El hombre del coche era el conde Solmanski.
Morosini, estupefacto, contempló alternativamente la hoja acerada y el rostro complacido de su amigo.