—¿Qué acabas de decir?
—Me has oído perfectamente. Reconozco que resulta difícil de creer, pero no cabe ninguna duda: era nuestro querido Solmanski en persona, el afectuoso suegro del pobre Eric Ferráis y por poco el tuyo. No faltaba ni un detalle: la actitud engreída, el perfil romano, el monóculo... A no ser que tenga un sosia perfecto, es él.
—Yo creía que estaba en América.
—Pues es evidente que ya no está allí. En cuanto a lo que hace aquí...
—No cuesta mucho imaginarlo —dijo Morosini, que, una vez recuperado de la sorpresa, se disponía a seguir afeitándose—. Seguro que tuvo algo que ver con el drama de ayer. Estaba prácticamente seguro de que la baronesa Hulenberg se hallaba implicada en el doble asesinato, pero ahora pondría la mano en el fuego. La presencia de Solmanski en su casa lo demuestra. Los dos sabemos de lo que es capaz.
—Sobre todo cuando se trata de las piedras del pectoral. ¿Cómo se habrá enterado de que el ópalo está aquí?
—Simon Aronov lo ha averiguado, ¿por qué no iba a hacerlo su enemigo declarado? No olvides que Solmanski cree poseer el zafiro y el diamante, porque estoy convencido de que es el autor del robo en la Torre de Londres.
—Yo también, y hablando de eso, se me está ocurriendo una idea...
Sentado en el borde de la bañera y mirando hacia el techo con la boca abierta, Adalbert se puso a seguir con cara pensativa el humo que salía del cigarrillo. Aldo aprovechó la pausa para terminar de afeitarse y luego se volvió hacia su amigo:
—Diez contra uno a que sé cuál es esa idea.
—¿Ah, sí?
—¿Estás pensando quizás en aconsejar a nuestro querido superintendente Warren una cura tardía en las aguas benefactoras de Bad Ischl?
—Sí —admitió el arqueólogo—. Lo malo es que no sé cómo podría sernos útil. Aquí no tendría ningún poder.
—Lo creo muy capaz de conseguirlo. Después de todo, anda detrás de un ladrón internacional, y tratándose de las joyas de la Corona debe de estar dispuesto a hacer toda clase de acrobacias..., siempre y cuando haya un indicio, por descontado. Conclusión: escríbele. De todas formas, eso no puede perjudicar a nadie. Y ahora, déjame acabar de arreglarme y ve tú a hacer lo mismo.
Una hora más tarde, cubriendo su esmoquin con el confortable loden regional, los dos hombres montaron en el Amilcar al que la señora Von Adlerstein estaba acostumbrada y se dirigieron a Rudolfskrone. Allí los esperaba una sorpresa: Lisa había sido trasladada desde Hallstatt. Por orden de su abuela, que no soportaba la idea de tenerla lejos estando herida, la gran limusina negra que Aldo había visto cierta noche de octubre salir del palacio Adlerstein había ido hasta el embarcadero; Josef y uno de los lacayos más fuertes habían cruzado el lago en el vapor y traído a la joven, debidamente arropada y acompañada de las más cálidas recomendaciones de Maria Brauner. Su estado era satisfactorio y estaba descansando en su habitación, adonde los dos hombres fueron invitados a ir a saludarla.
—Se alegrará de verlos —dijo la condesa—. Ha preguntado por ustedes una o dos veces. Josef los acompañará.
Los dos hombres temían un poco el ambiente de una habitación de enfermo, pero Lisa no era chica que gustase de imponer a nadie una cosa así. Pese al fatigoso viaje que había efectuado durante el día, los esperaba en una chaise longue, vestida con una preciosa bata de seda blanca y azul. Estaba pálida, y por el discreto escote de la prenda asomaba un poco el vendaje del hombro, pero su actitud, llena de un orgullo cercano al desafío, recordaba la de su abuela el día que había recibido a los dos extranjeros. Ella los acogió con un:
—¡Alabado sea Dios, por fin han llegado! ¿Hay alguna novedad?
—Un momento —la interrumpió Morosini—. No es a usted a quien le corresponde preguntar por las novedades. Díganos primero cómo está.
—¿A usted qué le parece? —repuso ella con una sonrisa traviesa desconocida para Aldo.
—Nadie diría que le extrajeron ayer una bala —contestó Adalbert—. ¡Está como una rosa!
—Esto es un hombre que sabe hablar a las mujeres —dijo Lisa suspirando—. No puedo decir lo mismo de usted, príncipe.
—No se me ocurriría ni intentarlo. No cultivamos mucho el madrigal en la época de nuestra colaboración, aunque la culpa es toda suya.
—No empecemos otra vez con eso y pasemos al drama que nos ocupa. Ya he preguntado si hay alguna novedad, pero no me han contestado.
—Sí, aunque temo que al oírla reaccione tan mal como lo haría su abuela si nos decidiéramos a contársela.
—¿Le han ocultado algo?
—No sé qué otra cosa podríamos haber hecho —respondió Adalbert—. ¿Nos imagina contándole como si fuera la cosa más natural del mundo que durante dos horas espiamos, escondidos en la galería de esta casa, la entrevista secreta que mantuvo con un tal Alejandro...
—¿Golozieny? ¿Suprimo? ¿Y por qué les interesaba?
—Enseguida llegaremos a eso —dijo Aldo—. Pero, antes de continuar, nos gustaría saber qué piensa de él, qué sentimientos le inspira.
Lisa, seguramente para reflexionar mejor, alzó hacia el techo sus grandes ojos oscuros y suspiró.
—Nada, o muy poca cosa. Es uno de esos diplomáticos siempre cortos de dinero pero de punta en blanco, que saben besar emocionados los metacarpios patricios pero son incapaces de alcanzar la cima de su carrera. Siempre hay dos o tres personas de esa clase en las cancillerías y los medios gubernamentales. Le interesa mucho el dinero...
—Perfecto —dijo Aldo, repentinamente risueño—. Ahora, Adalbert se sentirá mucho más cómodo para contarle nuestra incursión, lo que descubrimos y lo que vimos después. Es un narrador nato.
Entonces le tocó a Vidal-Pellicorne el turno de abrirse como un girasol tocado por los tiernos rayos del astro. La mirada que le dirigió a Morosini estaba teñida de gratitud por brindarle la ocasión de lucirse ante una joven que le parecía cada vez más cautivadora. Animado de este modo, reprodujo a la perfección la escena nocturna, sin olvidar el menor detalle, y sobre todo lo que había seguido, la extraña y breve visita hecha por Alejandro a la reciente villa Hulenberg.
Lisa escuchó con atención, pero no pudo evitar comentar con una media sonrisa:
—Escuchar a través de las ventanas..., ¡esto es nuevo! No conocía esta curiosa forma que tienen de tratar a sus amigos.
—¿Me permite recordarle que, hasta hoy, la condesa no nos trataba realmente como amigos? Pero, en fin, si lo que acabamos de contarle le parece cosa de broma...
La joven posó una mano sobre la de Morosini.
—No se enfade. Mi rasgo de ironía, fuera de lugar, se debe sobre todo a que me siento verdaderamente angustiada. Lo que han descubierto me parece muy grave y es preciso advertir a la abuela. A mí no me sorprende del todo; nunca me ha gustado ese primo.
Lisa se levantó con gesto raudo para ir hacia la puerta, pero Adalbert la retuvo sujetándola por la bata.
—No se precipite. Quizá sea mejor actuar de otro modo.
—¿De cuál, cielo santo? Quiero que ese individuo se marche inmediatamente de casa.
—¿Para que se nos escurra entre los dedos y nos cueste Dios y ayuda atraparlo? —dijo Aldo—. ¡No razone como una niña impulsiva! Mientras esté aquí, por lo menos lo tenemos al alcance de la mano. Algo me dice que podría conducirnos hasta Elsa.
—¿Delira? Alejandro no es un dechado de inteligencia, pero es más astuto que un zorro viejo.
—Quizá, pero los zorros viejos a veces se dejan engañar por la sonrisa de una chica bonita —contestó Aldo—. Así que, preciosa, va a ser usted encantadora con él aunque...
La cólera invadió los ojos oscuros de Lisa.
—Uno, no le permito ni a usted ni a nadie que me llame «preciosa», y dos, no conseguirá que sea amable con ese viejo chivo. Imagínese que, a su edad, pretende casarse conmigo.