—¿Él también? ¡Es usted un auténtico peligro público!
—No sea grosero. Si mi encanto personal no le parece suficiente, sepa que la fortuna de mi padre me hace de lo más seductora. En el fondo..., nunca he sido tan feliz corno durante los dos años que me oculté bajo el disfraz de Mina —añadió con una amargura que conmovió a Morosini, pues era un aspecto de la cuestión que hasta entonces se le había escapado.
Sintiendo mucho haber apenado a Lisa, iba a cogerle la mano cuando, desde las profundidades de la mansión, un toque de campana anunció la cena.
—Vayan a cenar —dijo Lisa—. Nos veremos después.
—¿Usted no viene?
—Tengo una buena excusa para evitar a Golozieny. Permítame que la aproveche.
—Es muy comprensible —dijo Adalbert—, pero quizá no haga bien. Con un hombre como él, tres pares de ojos y otros tantos oídos no serán demasiados.
—Arréglenselas con los suyos, pero no dejen de venir a darme las buenas noches antes de irse.
Si Lisa pensaba disfrutar tranquilamente de un rato de reflexión solitaria, se equivocaba. Acababa de pronunciar esta frase cuando su abuela entró en tromba. La anciana dama parecía presa de una gran agitación. Alejandro la seguía como su sombra.
—¡Mira lo que acaba de encontrar Josef! —exclamó, tendiéndole a Lisa un papel—. Estaba sobre la mesa de la cena, junto a mi cubierto. Realmente, la audacia de esos miserables no tiene límites. Hasta se atreven a entrar en mi casa...
La joven alargó la mano hacia la nota, pero Morosini fue más rápido y la interceptó. Una ojeada le bastó para leer el mensaje, tan breve como brutaclass="underline"
«Si quiere volver a ver a la señorita Hulenberg con vida, tendrá que obedecer nuestras órdenes y no avisar a la policía bajo ningún concepto. Esté preparada para depositar las joyas mañana por la noche en un lugar que se le indicará más adelante.»
—¿Tiene alguna idea de cómo ha llegado esto hasta usted? —preguntó Morosini mientras le pasaba la nota a Lisa.
—Ninguna. Respondo de mis sirvientes como de mí misma —dijo la condesa—. Sin embargo, una de las ventanas del comedor estaba entreabierta y Josef cree...
—¿Que el papel ha entrado por ahí? A no ser que esté dotado de vida propia, alguien tiene que haberlo depositado. ¿Me permite ir a echar un vistazo? Quédate con las damas, Adalbert —añadió, posando en Golozieny una mirada desprovista de toda expresión—. Podré hacerlo yo solo.
Guiado por el viejo mayordomo, fue a la gran estancia donde estaba todo dispuesto para que cenaran cuatro personas en una larga mesa con capacidad para treinta, y vio que el cubierto de la anfitriona era el que estaba más cerca de la ventana que permanecía entreabierta.
Sin decir nada, Morosini examinó el lugar con cuidado, se asomó para ver la altura y finalmente salió de la habitación después de haberle pedido a Josef que le buscara una linterna. Juntos rodearon la casa hasta llegar bajo el comedor.
Este se encontraba a la misma altura que la galería, pero no comunicaba con ella, lo que hacía mucho más difícil el acceso desde el exterior. Con ayuda de la linterna, Aldo constató que no había señales de que alguien hubiera trepado; con la humedad, unos zapatos más o menos embarrados habrían dejado huellas. Ninguna señal de desorden tampoco en los macizos sin flores que rodeaban la villa. El investigador estaba convencido desde que había tenido la nota en las manos: la había depositado alguien de la casa, y puesto que los sirvientes estaban fuera de toda sospecha, sólo quedaba una persona cuya complicidad no ofrecía ninguna duda: Golozieny.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó la condesa cuando él regresó al saloncito.
—Nada, señora. O sus enemigos tienen a su disposición a un genio alado... o a un cómplice.
—Me niego a aceptar esa idea.
—Nadie puede obligarla, pero bien tiene que haber una explicación.
—En lo que a mí respecta —dijo Golozieny con voz aflautada—, me pregunto, príncipe, si usted o su amigo no podrían dárnosla. Después de todo, son los únicos extraños aquí.
—No para mí —repuso en un tono glacial Lisa, que acababa de aparecer, con un vestido largo de terciopelo verde, en el hueco de la puerta—. Si continúa por ese camino, Alejandro, no vuelvo a dirigirle la palabra.
—Usted no sería capaz de hacer eso, querida... queridísima Lisa. Usted sabe lo mucho que la admiro y...
—La admirará igual de bien en la mesa —intervino la condesa—. Si no me equivoco, Lisa, has decidido unirte a nosotros, ¿no?
—Sí. Ya le he dicho a Josef que añada un cubierto.
Con semejante preludio, la cena fue como cabía esperar: siniestra y silenciosa. Todos estaban encerrados en sus propios pensamientos y cruzaron muy pocas palabras hasta que Golozieny se aventuró a preguntar qué pensaba hacer su prima en relación con el mensaje de los secuestradores.
La señora Von Adlerstein se estremeció como si acabara de despertar, pero le dirigió una mirada furibunda.
—¡Qué pregunta tan tonta! ¿Qué puedo hacer sino obedecer? ¡Y usted debería saber que detesto esa palabra! Esperaré otro mensaje y luego... Josef sacó las joyas de su escondrijo cuando fue a buscar a Lisa y las trajo.
—Un momento, abuela —dijo Lisa—. Antes de pagar a esa gente el precio que exigen por su crimen, me parece que debemos asegurarnos de que Elsa sigue viva. Es muy fácil pedir y luego, una vez en posesión del botín, deshacerse de un testigo molesto..., suponiendo que no lo hayan hecho ya. Estamos tratando con personas para las que la vida humana no cuenta; un muerto más o menos no tiene importancia para ellos.
—¿Qué propones?
—Todavía no tengo ninguna idea, pero una cosa es cierta: no debemos decir nada a la policía. De todas formas, me parece que está un poco desbordada por el alcance del asunto y supongo que pedirá ayuda a Viena. Por cierto —añadió, volviéndose hacia Golozieny—, espero que, cuando usted regrese mañana a la capital como sin duda hará, también guarde silencio y no se precipite a recurrir a sus conocidos para movilizarlos.
El conde, ofendido, levantó el mentón hasta que la perilla formó un ángulo recto con su delgado cuello.
—¡No me tome por imbécil, Lisa! No haré nada que pueda perjudicarlas. Además, tengo intención de prolongar mi estancia aquí. La mera idea de dejarlas solas con un problema tan grave me hace cambiar de planes. Deseo cuidar de ustedes..., si me lo permiten —añadió, dirigiendo una mirada cordial a su prima.
Esta respondió con una sonrisa un poco cansada pero afectuosa.
—Es muy amable —dijo—. Puede quedarse todo el tiempo que quiera, por supuesto. Su interés nos conmueve, a Lisa y a mí.
Si la joven parecía afectada por algún sentimiento, no era desde luego el agradecimiento y mucho menos la alegría, pero Golozieny le dedicó una sonrisa tan radiante como si acabara de aceptar casarse con él.
—Perfecto. En tal caso, quizá deberíamos abreviar la velada. Esta noche, todos estamos fatigados, y Lisa necesita descansar más que ninguno.
El mensaje estaba claro: «Nos echa a la calle —pensó Morosini—. Decididamente, le molestamos.» Pero la condesa pareció aprobarlo levantándose de la mesa, y para que no hubiera lugar a dudas, dijo:
—Confieso que me siento cansada. Si les parece bien, caballeros —añadió dirigiéndose a sus invitados—, tomaremos un café y nos separaremos hasta mañana.
—Yo prescindiré del café, condesa —dijo Adalbert—. Bebo demasiado y, si tomo uno más, no dormiré.
Aldo, por su parte, pidió permiso para retirarse, pero mientras Adalbert, adivinando que necesitaba un momento, alargaba la despedida pronunciando ante la señora Von Adlerstein y su primo un pequeño discurso sobre las fórmulas de cortesía que se empleaban en el antiguo Egipto, él salió con Lisa a la galería desde la que se accedía a los salones.