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—¿Tiene posibilidad de dejar abierta una de las puertas de esta casa?

—Creo que sí..., la de las cocinas. ¿Por qué?

—¿Cuándo quedará todo sumido en el silencio y el sueño? ¿Dentro de una hora?

—Algo más. Yo diría dos. Pero ¿qué quiere hacer?

—Ya lo verá. Dentro de dos horas, nos reuniremos con usted en su habitación, y arrégleselas para conseguir una cuerda.

—¿En mi habitación? ¿Se ha vuelto loco?

—He dicho «nosotros», no «yo». No saque conclusiones equivocadas y confíe un poco en mí. Claro que, si prefiere esperar en la cocina, no seré yo quien se lo impida... ¡Adalbert! —dijo en voz alta sin transición—. Nuestra anfitriona necesita descansar, no escuchar una conferencia.

—Es verdad. Soy incorregible. Le pido disculpas, querida condesa.

Los tres personajes aparecieron en la galería casi inmediatamente y encontraron a Morosini solo, con un cigarrillo entre los dedos. Lisa se había desvanecido como un sueño.

Para estar seguro de que se iban, Golozieny los acompañó hasta el coche, y Adalbert, para complacerlo, arrancó haciendo todo el ruido posible.

—¿Has decidido algo? —preguntó, adentrándose en la oscuridad del parque.

—Sí. Volveremos dentro de dos horas. Lisa se encargará de que la puerta de la cocina no esté cerrada con llave.

—¿Y los perros? ¿Has pensado en ellos?

—Ella no los ha mencionado. A lo mejor no los dejan sueltos cuando hay invitados. De todas formas, tomaremos precauciones.

Éstas consistieron en un plato de carne fría que los dos amigos, con la excusa de que habían cenado muy mal, pidieron que les subieran a sus habitaciones, acompañado de una botella de vino para que resultara más verosímil. Gran parte de la botella desapareció en un lavabo. Una hora más tarde, después de haber cambiado el esmoquin por prendas más apropiadas para una expedición nocturna, salieron discretamente del hotel y fueron hasta la orilla del río, donde Aldo había aparcado su coche nuevo.

Lo dejaron en la arboleda donde anteriormente habían escondido el Amilcar y continuaron a pie, provistos cada uno de un paquete de carne metido en el bolsillo del abrigo.

No les hizo ninguna falta, pues los perros no aparecieron. En el pequeño castillo no había ninguna luz encendida. Aliviados, llegaron a la puerta de las cocinas avanzando a paso prudente y silencioso, aunque no más que la hoja de madera, que se abrió sin emitir el menor chirrido al empujarla Morosini.

—Espero que me feliciten —dijo la voz amortiguada de Lisa—. Incluso me he tomado la molestia de engrasar los goznes.

Allí estaba la joven sentada en un taburete, tal como reveló la linterna sorda depositada sobre la mesa, a su lado, al abrir ella la portezuela. También se había cambiado de ropa; la falda de loden, el jersey de cuello alto y los zapatos deportivos resucitaron por un instante a la difunta Mina en la mente de Aldo.

—Buen trabajo —susurró éste—, pero ¿qué hace aquí? Todavía no está repuesta, y sólo necesitábamos que nos indicara cuál es el dormitorio de su amigo Alejandro.

—¿Qué quieren hacer? No irán... a matarlo —dijo Lisa, preocupada al percibir en la voz habitualmente cálida y un poco ronca de Morosini cierta resonancia metálica que anunciaba una decisión tajante.

La risa sofocada de Adalbert la tranquilizó.

—¿Por quién nos toma? No merece nada mejor, eso es indudable, pero sólo queremos raptarlo.

—¿Raptarlo? ¿Y adonde lo van a llevar?

—A un sitio tranquilo donde podamos interrogarlo lejos de oídos sensibles —dijo Aldo—. La verdad es que contábamos con usted para encontrarlo.

La joven se puso a reflexionar en voz alta, en absoluto impresionada por el plan de sus amigos:

—Tenemos la antigua guarnicionería, pero está demasiado cerca de la nueva y de los establos. Lo mejor será el cobertizo del jardinero. Pero más vale que les diga cuanto antes que Golozieny no está en su habitación.

—¿Dónde está, entonces?

—En algún lugar del parque. Tiene la manía de dar paseos nocturnos. Incluso en Viena, a veces sale a fumar un cigarro bajo los árboles del Ring. La abuela lo sabe y por eso nunca sueltan a los perros cuando él está aquí. Es una suerte que no se hayan topado con él al venir; podría haber pedido ayuda.

—No habría pedido nada de nada, y a mí me parece, por el contrario, que lo que es una suerte es que esté fuera.

—El parque es muy grande. No esperarán encontrarlo en plena noche...

Adalbert, que empezaba a tener sueño, bostezó sin contenerse antes de decir:

—Sin duda es porque está herida, pero su brillante inteligencia no acaba de comprender la situación. No vamos a ir detrás de él; vamos a esperarlo. ¿Tiene usted la cuerda?

Lisa la cogió de un banco contiguo y, sin responder al comentario, cerró la puerta de la cocina y condujo a los dos hombres a través de la oscura casa hasta el gran porche de entrada, en cuyas sombras fue fácil ocultarse.

—Es curiosa esta manía ambulatoria en un hombre de su edad —observó Vidal-Pellicorne—. Sobre todo cuando no hace un tiempo como para ponerse a soñar bajo las estrellas.

—Más que curiosa, es práctica —masculló Aldo entre dientes—. Una buena manera de ponerse en contacto con sus cómplices... Pero... chissst... me ha parecido oírlo...

Alguien se acercaba a paso tranquilo, subrayado por el crujido de la grava. El punto rojo de un cigarro brilló antes de describir una graciosa curva cuando el fumador tiró la colilla. Al mismo tiempo, aceleró el paso, de modo que la silueta del paseante no tardó en recortarse contra la oscuridad en la entrada del porche. Allí era donde Aldo lo esperaba; su puño salió como una catapulta contra la barbilla de Golozieny, que se desplomó sin decir ni pío.

—Buen golpe —comentó Adalbert—. Ahora lo atamos y nos lo llevamos.

—No olviden amordazarlo —les aconsejó Lisa, ofreciendo un pañuelo estrujado en forma de bola y un fular.

Morosini rió quedamente mientras se ocupaba de Golozieny.

—Está avanzando por el camino del crimen, querida Lisa. Y ahora, si hace el favor de guiarnos...

Ella cogió la linterna que había tenido la precaución de llevar consigo, pero no la abrió.

—Por aquí. Pero les advierto que está bastante lejos y no puedo proporcionarles una camilla...

—Nos turnaremos para llevarlo —dijo Aldo cargando el cuerpo inerte sobre un hombro.

Tardaron diez minutos largos, relevándose, en llegar a un pequeño grupo de edificios bajos situados en el fondo del parque, protegidos bajo grandes árboles y que no se podían ver desde la casa debido a los arbustos plantados delante. Lisa abrió una puerta, liberó la luz de su linterna y penetró en un cobertizo bastante grande, lleno de numerosos y variados útiles de jardinería. Dejó la linterna sobre un banco de trabajo. Mientras tanto, Morosini descargó a Adalbert del fardo del que se había hecho cargo a medio camino y lo tendió sin excesivas precauciones sobre el suelo de tierra batida. El conde profirió un gemido... Había recobrado el conocimiento y lanzaba a uno y otro lado miradas furibundas.

Aldo se agachó a su lado y le puso delante de la cara el revólver que acababa de sacar del bolsillo.

—Como tenemos algunas preguntas que hacerle, vamos a devolverle la voz, pero le advierto que, si grita, no tendré más remedio que ponerme muy desagradable.

—De todas formas, «querido» Alejandro —dijo Lisa—, nadie lo oiría. De modo que mi consejo es que responda a estos caballeros con la mayor tranquilidad posible. Es el momento de demostrar sus aptitudes de diplomático. ¿Estamos de acuerdo entonces? ¿Nada de gritos?