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El prisionero dijo que no con la cabeza.

Inmediatamente, Adalbert se arrodilló también, desató el fular y liberó la boca del conde, mientras Aldo contemplaba no sin sorpresa este nuevo aspecto de su antigua colaboradora: Lisa parecía meterse con facilidad en la piel de una justiciera fría, decidida y tal vez implacable.

Golozieny tuvo la misma sensación, pues no sólo no gritó, sino que todo cuanto logró decir fue:

—Usted, Lisa..., ¿usted me trata como a un enemigo?

—Le trato como espero que sean tratados los que han secuestrado a Elsa Hulenberg y asesinado a sus sirvientes.

—¿Acaso yo formo parte de ellos?

—Si no es así —intervino Morosini—, explíquenos qué fue a hacer la noche del 6 al 7 de noviembre a la villa comprada por la señora Hulenberg, después de haber mantenido una entrevista que deseaba que fuera secreta en este castillo de Rudolfskrone?

La mirada que el prisionero alzó hacia su acusador reflejaba un miedo sincero, pero sólo fue un destello. Casi inmediatamente, bajó de nuevo los pesados párpados arrugados.

—Pueden hacerme todas las preguntas que quieran. No pienso responder a ninguna.

9. En el cobertizo del jardinero

La declaración de Golozieny provocó un minuto de silencio que los demás protagonistas de la escena calibraron cada cual según su temperamento. El primero en reaccionar fue Adalbert:

—Una actitud muy digna, pero me extrañaría que lograra mantenerla mucho tiempo.

—No sé qué podría hacérmela cambiar.

—Enseguida lo verá. A mi amigo Morosini y a mí no nos gusta que las cosas se alarguen, y desde que tuvo la amabilidad de depositar un mensaje en el plato de la señora Von Adlerstein, hasta tenemos tendencia a ponernos nerviosos.

La protesta de Alejandro fue inmediata y furiosa:

—No he sido yo quien ha depositado el ultimátum.

—Como no quiere responder a nuestras preguntas, no le preguntaremos quién ha sido y, por lo tanto, daremos por cierto que es usted el autor de ese regalo envenenado. Al igual que también daremos por cierto que es usted uno de los autores del doble crimen de Hallstatt y del secuestro de una mujer inocente. Así pues, no tenemos ninguna razón para tratarle de otro modo que no sea como culpable, lo que le causará algunos sinsabores.

—¡Yo no he matado a nadie! ¿Quién creen que soy? ¿Un esbirro?

—Lo que es, acaban de decírselo —intervino Aldo, que había comprendido el juego de su amigo—. Así que conteste al menos a esta simple pregunta: ¿prefiere morir deprisa o lentamente? Como no puede sernos de ninguna utilidad y el tiempo apremia, yo voto por un final breve.

—¡Eh, un momento! —dijo Vidal-Pellicorne—. Dada la gravedad del caso del señor, yo me inclinaría más bien por algo un poco... elaborado. Sin llegar al descuartizamiento en diez mil pedazos empleado por los chinos, que exige varias horas, vería con bastantes buenos ojos un suplicio al estilo del de san Sebastián adaptado a los gustos actuales. Podríamos empezar por una bala en la rodilla, por ejemplo, después una en la cadera, una en el vientre... y así sucesivamente.

—¿Está loco? —dijo Golozieny—. Y usted, Lisa, ¿permite que ese hombre desbarre en su presencia sin intervenir? Si lo hace, tiene que ser porque está segura de que esos hombres no harán nada semejante... Además, el ruido de las detonaciones atraería gente —Lisa le dirigió una sonrisa cargada de malicia.

—En esta región se oyen disparos de escopeta noche y día. En cuanto a las amenazas de Adalbert, si yo fuera usted, me las tomaría en serio.

—¡Vamos! ¿Y qué adelantarían matándome? Eso no les devolvería a Elsa.

—No, pero liberaría al mundo de un hombre falso, codicioso y enormemente aburrido. Yo sólo vería ventajas —concluyó la joven.

—¡Pero si le digo que no he matado, herido ni secuestrado a nadie! Usted sabe lo mucho que la aprecio, Lisa. ¿Qué debo hacer para convencerla de que no soy culpable?

—Decir la verdad. Yo deseo creer que no tiene las manos manchadas de sangre, pero quiero saber con todo detalle qué papel ha desempeñado en este triste asunto. ¡Y no intente mentir si quiere que siga dirigiéndole la palabra!

—Pero, Lisa, le juro...

—¡No jure! Y no olvide esto: si se niega a ayudarnos, suponiendo, cosa muy improbable, que le dejemos con vida, sepa que su situación se volverá insostenible. Mi padre, cuyo poder financiero conoce y del que sabe que mantiene buenas relaciones con nuestro gobierno, se encargaría de eso, ¿entendido?

Golozieny asintió con la cabeza y guardó silencio mientras, a todas luces, sopesaba las palabras que acababa de escuchar. La reflexión debió de resultar saludable, pues la mirada que alzó hacia Lisa reflejaba sumisión.

—Pregunten lo que quieran —dijo—. Contestaré.

—Una decisión muy sensata —aplaudió Morosini—. Gracias por su ayuda, Lisa. Bien, empecemos: ¿ha sido usted quien ha dejado la nota?

—Sí. Me la dieron esta tarde, mientras cazaba.

—¿Cuáles son exactamente sus relaciones con la señora Hulenberg?

—Oigan, si tenemos que hablar, preferiría hacerlo sentado en uno de esos bancos. Detesto estar tumbado a sus pies como un perro.

Los dos hombres accedieron a su deseo y lo instalaron donde quería, pero sin desatarlo.

—Ya está —dijo Adalbert—. ¿Qué hay de la baronesa?

Alejandro, súbitamente incómodo, volvió la cabeza para evitar la mirada de Lisa, de pie frente a él.

—Es mi amante... desde hace tres o cuatro años. Como saben, fue la segunda esposa del padre putativo de Elsa y considera que las joyas de ésta deberían haber pasado a sus manos como heredera del difunto Hulenberg. Se ha jurado recuperarlas.

—¿A costa de derramar sangre? —dijo Morosini con desprecio—. ¿Ya usted le ha parecido natural ayudarla en esa empresa criminal? ¿Qué le ha prometido? ¿Compartirlas con usted?

—Darme una parte. Poseen un enorme valor y, desgraciadamente, yo he perdido casi toda mi fortuna. Además, sólo podrían comprenderlo si la vieran. Es una... mujer muy bella, muy seductora, y confieso que me ha... hechizado.

Las carcajadas de Lisa sonaron en la habitación y distendieron un poco la atmósfera.

—Pero el sortilegio del que es cautivo no le impedía abrumarme con cumplidos... y correr detrás de mi dote. Eso es lo que se llama un sentimiento sincero.

—¡Por supuesto que lo es! Todos los hombres de nuestra clase han tenido amantes antes de enamorarse de una muchacha y proponerle matrimonio.

—Es usted un poco viejo para una muchacha —dijo Aldo—. Volvamos a nuestra bella amiga. Hemos visto en su casa a un hombre al que conozco muy bien y que, se lo confieso, no entiendo qué pinta aquí. Se trata del conde Solmanski.

Una auténtica sorpresa unida a algo que parecía esperanza se pintó en las facciones tensas de Golozieny.

—¿Lo conoce?

Morosini se encogió de hombros y se guardó el arma, que ya no hacía ninguna falta.

—¿Quién puede presumir de conocer a un personaje de esa clase? Hemos coincidido con él demasiadas veces para nuestra paz interior, pero es curioso que siempre aparezca, como por casualidad, en los lugares donde hay joyas fabulosas y que siempre intente apoderarse de ellas utilizando los medios menos ortodoxos. Dicho esto, repito la pregunta: ¿qué hace en Ischl y en casa de la baronesa?

—¡Todo! ¡Lo hace todo! —dijo el prisionero con una rabia fruto sin duda del rencor acumulado—. Es el dueño y señor... Desde que ha llegado, Maria sólo lo escucha a él. El ordena, él decide, él... ejecuta. Los demás sólo pueden callar y obedecer.