—¡Qué curioso! —observó Adalbert—. ¿Y en calidad de qué? ¿De jefe de la banda? No habrá aparecido un buen día en casa de esa mujer proclamando su soberanía sin más ni más...
—No. Maria me había hablado en varias ocasiones de su hermano, pero no imaginaba que fuera así.
—¿Su hermano? —dijeron al unísono los dos hombres?
—Sí. Maria es polaca, pero durante muchos años no había mencionado a su familia. Por desavenencias, creo. Hasta que de pronto un día me habló de ella. Fue el año pasado, cuando se celebró ese juicio por la muerte de Eric Ferráis que causó tanto revuelo en Inglaterra. A Maria le afectó bastante, y fue entonces cuando me habló de su hermano...
—Y antes de casarse con Hulenberg, ¿se llamaba Maria Solmanska?
—Sí, supongo... ¿Cómo iba a llamarse si no?
Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una rápida mirada. Ellos sabían perfectamente que las cosas podían presentar un aspecto diferente, puesto que Solmanski no era polaco ni por asomo, sino ruso, y su verdadero apellido era Ortchakov. Había, pues, muchos motivos para pensar que los vínculos entre él y la baronesa —suponiendo que ésta fuera polaca— fueran de una naturaleza que no tenía nada que ver con la fraternidad. Lisa, por su parte, manifestó en ese momento su opinión personaclass="underline"
—Tendré que preguntárselo a la abuela, pero yo nunca le he oído decir que la madrastra de Elsa fuese extranjera.
—Por el momento, eso es secundario. Lo importante es la propia Elsa. Hay que encontrarla, y deprisa. Supongo —añadió Morosini acercándose de nuevo al prisionero— que sabe dónde está.
Este no contestó e incluso, en un gesto defensivo bastante pueril dadas las circunstancias, apretó los dientes.
—¡Ah, no! —dijo Aldo, irritado, sacando el arma—. No irá a empezar otra vez... ¡O habla o le juro que no vacilaré en disparar!
—Un momento —intervino Adalbert—. Tengo que decirle una cosa. Después, haz lo que quieras. Si he entendido bien sus palabras, querido conde, no le tiene mucho cariño a Solmanski, ¿verdad? Yo incluso diría que le tiene miedo. ¿Sí o no?
El conde dirigió hacia él una mirada de desesperación.
—Sí, odio a ese hombre. De no ser por él, habríamos logrado nuestros fines sin que corriera la sangre, pero él es un bárbaro...
—Entonces, cambie de bando —propuso Lisa—. Todavía no es demasiado tarde. Díganos dónde tienen encerrada a Elsa, y cuando entreguemos a sus cómplices a la policía, nos olvidaremos de usted. Tendrá tiempo de escapar.
—¿Para ir adonde?'-repuso él, recuperando la rabia anterior—. Habré perdido mi parte de las joyas y...
—Una parte que no tiene ninguna seguridad de que recibirá —lo interrumpió Aldo—. Solmanski no es amigo de compartir.
—Habré perdido también mi posición, puesto que tendré que huir.
—Quizá podamos arreglar eso —dijo Lisa—. En el peor de los casos, mi padre podría ofrecerle una compensación. Falta saber qué valor concede a su amante. Si la quiere, comprendo que sienta cierta angustia.
—¡Yo sólo la quiero a usted! Quería rehacer mi fortuna por usted. Piense lo que piense, me casaría sin dote si usted quisiera.
—¡Bravo! —aplaudió Adalbert—. ¡Eso son sentimientos, eso es amor puro! Bueno..., no del todo, si se consideran los medios empleados. Pero no nos desviemos de la cuestión: ¿dónde está la señorita Hulenberg?
—¡Vamos, hable! —ordenó Lisa al percibir una nueva vacilación—. Si no, le juro que antes de una hora estará en manos de la policía.
—Y no en muy buen estado —añadió Morosini, acercando a una rodilla de Golozieny el cañón del revólver. Su mirada implacable decía claramente que no bromeaba. El conde emitió una especie de gorgoteo y puso los ojos en blanco, pero su instinto le decía que no estaba tratando con asesinos y que quizá, si aguantaba...
Su última esperanza se desvaneció cuando, desde la puerta del cobertizo, una voz glacial ordenó:
—¡Dispare, príncipe! ¡Ese lamentable señor ya les ha hecho perder bastante tiempo!
Pese a la bata y al hecho de que se apoyaba con una mano en el bastón y con la otra en el brazo de Friedrich von Apfelgrüne, forrado de loden verde de la cabeza a los pies, la señora Von Adlerstein presentaba un notable parecido con la estatua del Comendador. Al reconocerla, Golozieny profirió un gemido de dolor. Si confiaba en conservar una posibilidad por ese lado, acababa de verla volatilizarse.
—¿Cómo es que estás aquí, abuela? —preguntó Lisa.
—Es a ti a quien habría que preguntarte eso, cariño. Deberías estar en la cama. En cuanto a nuestra común presencia —añadió, dirigiendo una mirada severa a su sobrino nieto—, se debe por completo al querido Fritz. Siguiendo su costumbre, ha llegado sin avisar y a una hora de lo más intempestiva. Para no dormir fuera, ha despertado a toda la casa, y ha sido entonces cuando he visto desde mi habitación que aquí había luz. Le he ordenado que me acompañara, y así es como hemos podido ser discretos testigos de una escena muy interesante. Por una vez, Fritz, tus tonterías han servido para algo.
—Gracias, tía Vivi. ¿Cómo estás, Lisa?
—De maravilla, como ves. Pero, si se nos interrumpe cada cinco minutos, no averiguaremos nunca dónde tienen escondida a Elsa.
Tras un breve saludo, Aldo ofreció su arma a la anciana dama:
—Después de todo, es su primo, condesa. Le corresponde a usted el honor.
La condesa ya estaba cogiendo el revólver con mano firme cuando Golozieny se rindió:
—Está en una casa cerca de Stobl, en Wolfgangsee, pero les aseguro que no es tratada como una prisionera. Incluso ha ido por voluntad propia...
—¿A quién pretende hacer creer eso? —dijo, indignado, Aldo—. ¿Por voluntad propia, pasando por encima de los cadáveres de sus allegados? ¿Acaso está loca de atar?
—No. Digamos que no tiene los pies en el suelo. Bastó decirle que su caballero la llamaba, que había mandado buscarla y que, en realidad, sus sirvientes sólo estaban allí para impedir que se reunieran.
—¿Y nadie se ocupa de ella?
—Por supuesto que sí. Hay una mujer a su servicio, y los dos sirvientes que Solmanski ha traído consigo la vigilan día y noche.
—Pero habrá visto que su amigo no ha aparecido —dijo la condesa—. ¿O es que ha encontrado a Rudiger y lo ha enrolado en su empresa criminal?
—Nos habría resultado muy difícil. Murió a consecuencia de las heridas poco después de acabar la guerra..., pero yo conocía su romance con Elsa mucho antes de que usted me lo contara. Rudiger era uno de los mejores agentes de Francisco José...
—¡Diga el Emperador cuando hable de él! —lo interrumpió la señora Von Adlerstein, que añadió con todo su desprecio—: No reconozco a un canalla como usted el derecho de llamarlo por su nombre. ¡Continúe! ¿De dónde venían las cartas que transmití a Elsa? ¡Y míreme, por favor! Cuando se ha engañado hasta ese extremo a la gente, hay que tener el valor de afrontar su mirada.
Muy lentamente, como si temiera ser fulminado cuando sus ojos encontraran los de su prima, fulgurantes, Golozieny levantó la cabeza.
—No me abrume, Valeria. Confesaré todo lo que quiera, sobre todo que era un instrumento en manos de Maria Hulenberg. Era... era yo el que escribía las cartas. No me resultaba difícil; había encontrado en la Cancillería algunas notas escritas por Rudiger. Queríamos apoderarnos de Elsa para hacernos con sus joyas.
—Ella sólo llevaba el águila del ópalo.
—Sí, pero habríamos conseguido las otras con el medio que acabamos de emplear. Desgraciadamente, hasta ahora el secuestro ha fracasado. En la Ópera la atrapamos... y se nos escapó. En lo que a mí respecta, lo que debía hacer era averiguar dónde vivía, pero usted lo mantenía muy en secreto y no podíamos vigilarla todo el año.