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—¡Y pensar que es de mi misma sangre y que confiaba en usted! —dijo la anciana, volviéndose con repugnancia.

Lisa se acercó a ella y la abrazó.

—Deberías volver a casa, abuela.

—Tú también. Pero antes quiero saber qué vamos a hacer con Alejandro. Lo mejor, creo yo, es llamar a la policía.

—No, eso no —dijo Aldo—. Sus cómplices deben ignorar que está en nuestras manos. Lo mejor sería dejarlo encerrado hasta que todo haya acabado. Para empezar, todavía tenemos que hacerle algunas preguntas, aunque sólo sea sobre el emplazamiento exacto de la casa. Lo que nos ha dicho me parece un poco vago...

—Yo ser capaz de encontrar —intervino Fritz—. Yo conocer zona a la admiración.

—¡Por el amor de Dios, Fritz, habla en alemán! —exclamó Lisa—. La situación ya es bastante difícil sin que haya que descifrar tu francés chapurreado.

—Como quieras —masculló el joven, decepcionado—, pero es verdad que conozco esta región como la palma de mi mano. Recuerda que mis padres tenían una casa aquí cuando yo era pequeño. Tú viniste varias veces.

No tuvo, efectivamente, ninguna dificultad en obtener una descripción del lugar que pareció llenarlo de satisfacción, pues iba a permitirle quedar bien delante de su amada.

—Sé exactamente dónde está —dijo, dedicando a su prima una sonrisa triunfal—. Podemos ir inmediatamente. No hay más de una decena de kilómetros.

Dada su situación, podían esperarse cualquier manifestación del prisionero salvo oírlo reír. Una risa, todo hay que decirlo, bastante cavernosa.

—Si van, se exponen a provocar una catástrofe. La casa está minada.

—¿Minada? —dijo Adalbert—. ¿Qué quiere decir?

—Muy sencillo: si se acerca la policía, o unos visitantes demasiado curiosos, las personas que vigilan a su querida Elsa la harán saltar por los aires mediante una bomba con mecanismo de relojería que les dejará tiempo para huir por el lago.

El sentimiento de horror que se apoderó de todos se tradujo en un profundo silencio. Las dos mujeres miraban a aquel hombre emparentado con ellas con una especie de repulsión.

—¿Cómo es, entonces, que no nos lo han advertido en la petición de rescate?

—Se lo dirán, sin precisar el sitio, en el mensaje que recibirán mañana por la noche..., o más bien esta noche.

—Mensaje que usted va a entregarnos, ¿no?

—Que yo estoy encargado de depositar, en efecto, después de haberlo recogido de cierto sitio. Creo que todavía van a necesitarme.

Su tono se había vuelto insolente, incluso burlón. El hombre estaba recobrando el aplomo, decidido a negociar lo que podía quedarle de futuro. Todos lo entendieron a la perfección, pero fue la anciana dama quien se encargó de contestarle.

—Usted verá en qué lado de las tostadas le queda un poco de mantequilla.

—Yo puedo asegurarle —dijo Morosini— que en el lado de sus amigos ya no queda ni rastro. Si es que la hubo alguna vez, teniendo en cuenta que Solmanski anda por medio.

—Mientras se decide —dijo Apfelgrüne bostezando de tal modo que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula—, ¿es preciso que acabemos la noche aquí?

—No —decidió la condesa—. Vamos a llevar a este hombre al castillo, donde permanecerá bajo vigilancia hasta que termine este drama. Caballeros —añadió, volviéndose hacia el italiano y el francés—, me gustaría, si es posible, que se quedaran con nosotros. Puesto que todavía no podemos entregarlo a la policía, creo que su ayuda nos es indispensable.

Inclinándose y declarándose a su entera disposición, Aldo pensó que, si en alguna parte de Europa o en otro sitio necesitaban una reina, esa mujer podría desempeñar el papel mucho mejor que otra nacida sobre los peldaños de un trono. Desprendía ese fluido soberano que atrae la abnegación, hasta el punto que, en lo que respectaba a él, llegaba a olvidar el ópalo para pensar únicamente en complacer en todo a aquella grandísima dama. Adalbert debía de experimentar el mismo sentimiento, pues cuando se fue para ir al hotel, avisar de su ausencia y coger lo necesario para una breve estancia, susurró a su amigo:

—Esta será una noche señalada en mi vida. Tengo la impresión de haber cambiado de siglo y de encontrarme en la piel de un paladín de los tiempos antiguos. Me vería bastante bien con armadura plateada, cabalgando en un blanco corcel y empuñando una espada reluciente. Tenemos que liberar a una princesa cautiva... y perder toda posibilidad de recuperar el ópalo, pero curiosamente eso me da igual.

A la mañana siguiente, Morosini, a pesar del horrible tiempo que hacía desde las cuatro de la madrugada, decidió ir a localizar la casa que Fritz afirmaba poder identificar. Un auténtico diluvio inundaba el paisaje, emborronando formas y colores, circunstancia que iba a permitir que su pequeño Fiat gris con la capota levantada pasara inadvertido. Al igual que sus pasajeros: Fritz y él, vestidos con prendas de piel, con la cabeza cubierta y gafas, estaban irreconocibles.

—Intente abrir bien los ojos —recomendó Aldo a su compañero—, porque sólo pasaremos una vez por la carretera. He localizado un camino con algunos baches, pero que nos permitirá regresar bastante directos.

Encantado en su fuero interno de la atmósfera tensa y misteriosa que reinaba en Rudolfskrone, y todavía más de compartirla con Lisa, el joven aseguró que no le hacía falta más. Y en efecto, pasado Strobl, señaló sin vacilar un edificio parcialmente construido sobre pilotes y situado en el comienzo de la punta de Pürglstein.

—¡Mire, ahí está! Es imposible equivocarse. Esa barraca fue construida hace tiempo por un apasionado de la pesca que se habría instalado en medio del lago si se hubiese atrevido.

—Hay que reconocer que también tenía buen gusto. Escogió uno de los rincones más bonitos del lago, que no son pocos.

El lago de Saint-Wolfgang es quizás el más amable de los que se encuentran en el interior de Salzburgo y, pese a las ráfagas de lluvia que obligaban a Aldo a sacar con regularidad un brazo para limpiar el parabrisas, su encanto permanecía intacto. En cuanto a la casa parda y achaparrada, con los pies metidos en el agua y el trasero apoyado en medio de las margaritas otoñales y de los pequeños crisantemos amarillos, era de las que daban ganas de pararse un momento.

—Curioso lugar para tener a alguien encerrado —pensó Morosini en voz alta—. Uno se esperaría algo menos amable. Yo habría creído más bien que la baronesa la metería en su bodega.

Entonces pudo constatar que a veces Fritz razonaba correctamente:

—Si también hay que poner una bomba, es preferible irse un poco más lejos. Además, esto está aislado y no debe de ser posible acercarse a la casa sin ser visto. No hay ni un arbusto en el jardín.

—Tiene toda la razón; no sé cómo no se me ha ocurrido. Debo de estar empezando a envejecer.

—Ah, desgraciadamente, eso no tiene remedio —dijo el joven con una convicción que le habría valido una mirada de odio si a Morosini no le hubiera sido imposible apartar los ojos de aquella carretera sinuosa, resbaladiza y llena de baches.

—Volvamos —gruñó éste—. Tenemos que ver si hay noticias.

Las había.

El sistema de correspondencia empleado por Golozieny y sus cómplices era sencillísimo y se remontaba a la noche de los tiempos: un hueco en un árbol en la linde del parque, donde resultaba de lo más fácil dejar una nota o cogerla. El diplomático había encontrado la nota depositada allí cuando salió a cazar, y por la noche, durante su paseo nocturno, había anunciado a sus cómplices que las cosas iban sobre ruedas, sin imaginar ni por un instante el nubarrón que estaba a punto de estallar sobre su cabeza.

Como no podían dejarlo ir de aquí para allá por el parque con una escopeta al hombro, Adalbert se puso su traje de caza, se caló hasta las cejas el sombrero adornado con un penacho y se levantó el cuello, sujeto con una bufanda, del amplio loden impermeable que envolvía el conjunto. Lloviendo como llovía, era poco probable que alguien se tomara la molestia de observar sus movimientos, pero siempre era aconsejable tomar las máximas precauciones. Lisa, que conocía el árbol en cuestión desde su infancia, le sirvió de guía, vestida de chico e interpretando el papel de sirviente encargado de llevar las escopetas.