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La expedición fue breve. No vieron ni un alma, encontraron lo que habían ido a buscar y, como la lluvia arreciaba, se apresuraron a regresar al castillo como si fueran cazadores desanimados por el mal tiempo.

El mensaje, destinado a ser depositado en el secreter de la señora Von Adlerstein, era un poco más explícito que el primero y contenía, además de la cita esperada, una sorpresa: era Golozieny quien debía ir, acompañando a su prima Valeria, a llevar el rescate, a cambio del cual devolverían a Elsa a su protectora. Este último detalle tuvo la virtud de poner a Aldo fuera de sí.

—¡Es increíble! ¡Y cómodo! Si no hubiéramos desenmascarado a Alejandro, esa gente apostaba sobre seguro. Recuperaban a su cómplice y no tenían más que irse tranquilamente a repartir entre ellos el botín. Sin contar con que quizá pidieran un rescate para devolver al inefable primo, convertido en rehén.

—No se deje llevar por su imaginación italiana, querido príncipe —dijo la anciana dama—. Para este desgraciado era mucho más provechoso continuar interpretando el papel de pariente afectuoso, puesto que acariciaba la idea de casarse algún día con Lisa.

—Está totalmente descartado que vayas sola con él, abuela —intervino ésta—, porque, sabiendo la fortuna que mi padre y yo estaríamos dispuestos a pagar por tu liberación, quizá fuese a ti a quien secuestraran.

—Tranquila, no irá sola —dijo Morosini—. Puesto que la cita es a unos kilómetros de aquí, habrá que ir en coche, y su limusina me parece el vehículo más indicado porque me permitiría ir escondido.

—¿Y y o? —protestó Adalbert—. ¿Qué hago y o? ¿Me voy a la cama?

—No me olvide tampoco a mí —dijo Fritz.

—No olvido a nadie. Creo que somos suficientes para salvar a la señorita Hulenberg y sus joyas al tiempo que ponemos fin a las actividades de un verdadero bandido. Si he entendido bien, el lugar escogido para el intercambio está cerca del lago de Saint-Wolfgang, es decir, no muy lejos de la casa que hemos localizado hace un rato.

—Exacto —dijo Lisa—. Como ignoran que nosotros sabemos dónde tienen escondida a Elsa, prefieren que no sea ni cerca de la villa de la baronesa ni de la nuestra. Además, suponiendo que surja alguna complicación, el lago permite escapar hacia uno u otro lado, o incluso en barca...

—No le den más vueltas —dijo la señora Von Adlerstein—. Puesto que nos devuelven a Elsa, lo mejor es obedecer.

Una gran lasitud se leía en su semblante, hasta el punto de que Lisa propuso hacerse pasar por ella para evitarle la última prueba que tendría que afrontar esa noche, pero ella se negó.

—No tenemos la misma silueta, cielo. Tú eres mucho más alta. Voy a descansar un poco y espero poder interpretar dignamente mi papel en esta espantosa obra. Ante todo, hay que salvar a Elsa... a cualquier precio. Aunque tenga que quedarse sin las joyas. Más vale perder eso que la vida, y tal vez así la dejen por fin tranquila. Tenga eso muy presente, príncipe, y no corra riesgos innecesarios.

—¿Tranquila? Abuela, ¿tú crees que lo estará cuando se entere de que Franz Rudiger está muerto?

—Lo creyó durante mucho tiempo. De todos modos, haremos lo posible por ocultárselo. Supongo —añadió la anciana con una amarga tristeza— que de ahora en adelante podrá ir a escuchar el Rosenkavalier sin correr peligro.

Morosini pensó que todavía faltaba mucho para eso.

Por la tarde, el jefe de la policía de Salzburgo se presentó en el castillo con la esperanza de hacer avanzar una investigación que sus subordinados no sabían por dónde coger a causa del secreto absoluto en el que debía llevarse a cabo. A petición del burgomaestre de Hallstatt primero, y de la señora Von Adlerstein después, la prensa había sido mantenida al margen, y como en el pueblo nadie había visto nada, a todo el mundo le parecía más prudente no decir nada..., suponiendo que hubiera algo que decir.

Así pues, las esperanzas del alto funcionario se hallaban depositadas en Lisa, testigo privilegiado. La joven lo recibió en el saloncito de su abuela, tendida en la chaise longue, con una manta sobre las piernas y cara doliente, pero el policía no pudo sacarle gran cosa. Se encontraba mejor, desde luego, pero no podía sino repetir lo que ya había dicho: mientras pasaba unos días en casa de una amiga de su abuela que vivía muy apartada del mundo, se había encontrado con la terrible sorpresa de ver la casa tomada por unos hombres armados y enmascarados, que habían matado a los sirvientes de Fraulein Staubing y raptado a ésta, después de haberla dado a ella por muerta. Semejante aventura sobrepasaba su entendimiento y no lograba comprender cuál podía ser la causa de una agresión tan brutal como inesperada.

—Esa gente vino a robar, pero ¿por qué han secuestrado a esa pobre mujer? —dijo entre lágrimas, a modo de conclusión.

—Seguramente lo han hecho con la esperanza de obtener un rescate, puesto que al parecer esa mujer es rica. ¿No han recibido ninguna noticia?

—Ninguna. Mi abuela se lo confirmará. Aunque tampoco se encuentra bien y le rogaría que no interrumpiera ahora su descanso. Ni ella ni yo sabemos absolutamente nada. Las dos estamos desconsoladas, Herr Polizeidirektor, y muy preocupadas.

—No tienen por qué, teniéndome a mí aquí —afirmó el hombre, que medía lo mismo de ancho que de largo. Sacaba pecho, encantado de operar entre la alta aristocracia. Lisa temía que apostara hombres en todos los rincones de la casa, pero se limitó a darle su tarjeta de visita, en el que figuraba su número de teléfono particular, recomendándole que no dudara en llamarlo si se producía el menor acontecimiento. No obstante, la joven sintió un verdadero alivio cuando lo vio marcharse.

Eran más de las once de la noche cuando el Mercedes de la condesa, conducido por un Golozieny más muerto que vivo, salió de Rudolfskrone sumido en la oscuridad. Aprovechando que a última hora de la tarde se había levantado un fuerte viento, la señora Von Adlerstein había ordenado que todas las luces quedaran apagadas cuando los criados se hubieran retirado.

Poco después, al volante del Fiat de Aldo, Adalbert salió también en compañía de Fritz. Los dos iban a situarse en el lugar que habían considerado más adecuado, después de haberlo debatido ampliamente con Morosini antes de cenar. Tan sólo Lisa se quedaba en casa, de muy mala gana, bajo la protección de Josef. Una sorprendente sensatez obtenida no sin dificultad: Aldo había tenido que desplegar toda su elocuencia para convencerla de que permaneciera al margen, y ante la inquietud que manifestaba, Lisa había acabado por ceder.

—Necesito tener la mente clara, y no podré tenerla si debo preocuparme por usted. Apiádese de mí, Lisa —suplicó, sin esperanzas de ver borrarse el frunce de terquedad de su frente y las nubes de su mirada borrascosa—, y comprenda que todavía no se encuentra en condiciones de correr una aventura tan peligrosa.

Ella cedió de repente, pero él no imaginó que su mano firme y cálida apoyada en ese instante en el hombro de la joven acababa de convencerla mucho más que un largo discurso.

El punto de encuentro se hallaba en la linde del bosque: una encrucijada de caminos, señalada con una de esas pequeñas capillas aisladas que suele haber en las zonas montañosas, un poste de madera clavado en el suelo, con un tejadillo que protege una imagen santa o un crucifijo. Allí había una imagen de san José, patrón de Austria, dominando un vasto paisaje. El lugar, apartado de toda vivienda, estaba desierto.