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El gran coche negro se detuvo. Apagaron los faros, que habían encendido al llegar a la carretera.

Golozieny apartó las manos del volante, se quitó los guantes y se puso a frotarse los dedos, helados, sin conseguir que dejaran de temblar. El silencio y la noche lo rodeaban ahora, sin aportarle la menor calma. ¿Cómo olvidar a la anciana dama vestida de negro que ocupaba el asiento trasero, tan erguida y orgullosa como si fuera a una recepción de la Corte? ¿Cómo olvidar sobre todo que, bajo la manta extendida sobre sus rodillas, el príncipe Morosini estaba agazapado a sus pies, armado hasta los dientes y dispuesto a disparar contra él, Alejandro, en cuanto hiciera el menor gesto sospechoso, en cuanto dijera una sola palabra?

Era la primera vez que se sentía cansado y viejo. Sabía que, cuando saliera el sol, no quedaría nada de sus esperanzas de fortuna, durante tanto tiempo acariciadas.

Notó movimientos detrás de su asiento. El italiano debía de haberse incorporado para echar un vistazo a los alrededores. La voz amortiguada de Valeria murmuró:

—Yo no veo nada. ¿Es el lugar indicado?

—Sí —oyó responder—, pero hemos llegado un poco pronto.

Bajó una de las ventanillas para dejar entrar el aire frío de la noche e intentar distinguir el ruido de un motor, pero sólo oyó el ladrido lejano de un perro y luego la voz de Morosini:

—Ya son las once y media. ¿Cómo es que todavía no están aquí?

Acababa de hablar cuando una linterna se encendió bajo los árboles a unos cincuenta metros, se apagó y volvió a encenderse.

Esos breves destellos atrajeron la atención de los que esperaban, lo que les impidió ver salir de detrás del parapeto en el que se apoyaba el oratorio a dos personajes. Cuando se percataron de su presencia, ya estaban delante de la capilla.

Había un hombre alto y una mujer cuya silueta a Morosini le pareció familiar: su porte y sus largas ropas eran las del fantasma que había visto en el panteón de los capuchinos, en Viena.

—¡Mire! —dijo la condesa—. Están ahí..., y ésa es Elsa. ¡Vamos, Alejandro!

Abrió la portezuela y bajó por el lado menos visible del coche, lo que permitió a Aldo deslizarse, oculto por su falda, hasta el suelo. Sin cerrar, avanzó hasta situarse delante del radiador mientras Golozieny, después de haber cogido una bolsa de viaje que tenía al lado, iba a reunirse con ella.

—¡Bien! ¡Aquí estamos! —gritó la anciana—. ¿Qué tenemos que hacer?

Una voz de hombre con acento extranjero que Morosini creyó reconocer como la de Solmanski le respondió:

—Quédese donde está, condesa. Teniendo en cuenta que se habría jugado la vida si hubiera avisado a la policía, sólo hemos exigido su presencia como garantía. Puede subir al coche...

—¡No sin la señorita Hulenberg! Nosotros traemos lo que nos ha pedido. Devuélvanosla.

—Dentro de un momento. ¡Acérquese, conde Golozieny! ¡Venga hasta aquí!

—Cuidado —susurró Aldo—. Sabe lo que le espera si decide unirse a ellos. Y yo tengo una vista de lince, así que no fallaré.

Golozieny respondió con un encogimiento de hombros lleno de lasitud y, tras dirigir una mirada angustiada a su prima, echó a andar lentamente, arrastrando un poco los pies. Morosini pensó que parecía que fuese al cadalso y casi lamentó su última amenaza. Golozieny era un hombre acabado.

El emisario tenía que dar unos treinta pasos para llegar a donde estaba la pareja. El desconocido sujetaba a su compañera por debajo de los brazos, como si temiera que se desplomase o que se escapara. En cualquier caso, ella no se movía.

—¡Pobre Elsa! —murmuró la condesa—. ¡Qué trago!

Golozieny llegó ante el secuestrador y de repente se produjo el drama. Solmanski soltó a la mujer y, al tiempo que le tendía la bolsa de las joyas, sacó una pistola y disparó a quemarropa contra el diplomático. El desdichado se desplomó sin proferir un grito mientras su asesino se reunía con la mujer, que se había refugiado detrás de un alto terraplén. Entonces se oyó una risa burlona.

Morosini tardó en darse cuenta de que el coche de los bandidos estaba mucho más cerca de lo que imaginaba y, sin perder un segundo, echó a correr empuñando el arma, pero al llegar tras el parapeto herboso recibió en plena cara el doble haz luminoso de unos potentes faros. Al mismo tiempo, el automóvil salió disparado y él tuvo que echarse hacia atrás para que no lo atropellara. Se levantó de un salto y disparó, pero el automóvil ya había alcanzado la carretera y se perdía de vista. Lo único que se podía hacer era intentar perseguirlo con el coche de la condesa. Sin embargo, cuando regresó hacia el pequeño monumento votivo, encontró a ésta arrodillada junto a su primo, tratando de reanimarlo.

—Es inútil, condesa, está muerto —dijo Morosini, que se había agachado para examinarlo—. Ya no se puede hacer nada por él salvo atrapar a su asesino.

—Pero no podemos dejarlo aquí...

—Eso es justo lo que tenemos que hacer. La policía debe encontrarlo donde ha caído. Jamás hay que tocar el cadáver de una persona asesinada.

Sin querer escuchar ninguna objeción más, la condujo hasta la limusina, la hizo subir y arrancó.

—Nos llevan demasiada ventaja. No... no conseguirá darles alcance —dijo la anciana dama, con la respiración entrecortada a causa de la emoción.

—¿Por qué no? Adalbert y Friedrich estarán esperándolos en el cruce con la carretera de Ischl a Salzburgo. En cualquier caso, Elsa ha cambiado de opinión sin pensárselo dos veces. ¡Curiosa forma de recuperar sus joyas! Si cree que se las van a dejar...

—Esa mujer no era ella. Me he dado cuenta cuando la he oído reír. Seguramente la baronesa Hulenberg se ha hecho pasar por ella.

—¿Está segura?

—Totalmente. Había uno o dos detalles en los que no me había fijado, pero que... ¡Dios mío! ¿Dónde estará?

—¿Dónde quiere que esté? En la casa del... ¡Cielo santo! ¿Hay algún atajo para llegar al lago?

Una idea horrible acababa de acudir a la mente de Morosini, tan espantosa que éste hizo un movimiento brusco que estuvo a punto de ser el último. El coche, que iba a toda velocidad, dio un bandazo y poco faltó para que se saliera de la carretera en la curva siguiente. La pasajera, sin embargo, no gritó. Su voz sólo sonó un poco quebrada cuando dijo:

—Sí... Encontrará... a mano derecha un camino de tierra con una barrera rota. Lleva hasta un poco más arriba de Strobl, pero dista mucho de ser bueno.

—Creo que podrá soportarlo —dijo Aldo con una imperceptible sonrisa burlona—. He estado a punto de matarla y no ha rechistado. ¡Tiene usted agallas, condesa!

Lo que siguió fue como una pesadilla y demostró la solidez del automóvil, lanzado por lo que parecía un camino de cabras. Brincando, saltando, dando tumbos, zarandeando a sus ocupantes como si fueran un ciruelo en agosto, avanzó dando unos botes que lo emparentaban con un caballo de rodeo y aterrizó en la pequeña carretera del lago, donde Morosini apretó todavía más el acelerador. El pináculo que coronaba la casa a la que quería llegar ya estaba a la vista.

Un minuto más tarde, detuvo el vehículo a cierta distancia del jardín salvaje y salió apresuradamente mientras gritaba a su compañera:

—¡No se mueva de aquí! ¿Entendido?

No se veía ninguna luz en las ventanas, pero el hecho de que la puerta, movida por las ráfagas de viento, estuviera abierta de par en par indicaba que la casa había sido abandonada precipitadamente, y Aldo temía saber la razón. Sin embargo, no dudó ni un segundo; hizo una rápida señal de la cruz y se abalanzó hacia el interior.

El tic-tac que oyó, amplificado por el miedo, se le metió en los oídos.