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El policía se apartó para dar unas órdenes mientras Aldo proseguía con amargura:

—El tercero era Solmanski, estoy seguro. Debe de andar por estos parajes con la bolsa de las joyas. Su amiga ha debido de dejarlo en un lugar tranquilo.

—Es posible que haya seguido la vía del tren que discurre junto al Wolfgangsee y cruza dos túneles antes de llegar a Ischl —dijo Schindler, que lo había oído—. El del Kalvarienberg mide 670 metros . Voy a registrarlo, aunque no tengo muchas esperanzas. Ha podido permanecer un rato escondido ahí y luego seguir a nado. Si es deportista...

—Es un hombre de unos cincuenta años, pero yo diría que está en forma. No obstante, debería interrogar a la baronesa, puesto que al parecer es su hermana. A todo esto —añadió Morosini en un tono acerbo—, ninguno de ustedes parece preocupado por la rehén.

—Por lo que veo, la han devuelto —dijo Adalbert dirigiendo un saludo a la condesa, sentada en la parte trasera del coche sosteniendo a Elsa, que parecía dormida.

—¡No ha sido tan fácil como crees! Por cierto, Herr Schindler, ¿no ha oído una explosión hace un rato?

—Sí, ya he enviado a alguien. ¿Era por la parte de Strobl?

—Era la casa en la que tenían prisionera a esa desdichada mujer. Gracias a Dios, hemos podido sacarla a tiempo. Caballeros, si no les importa, voy a llevar a la señora Yon Adlerstein y a su protegida a Rudolfskrone.

Tanto la una como la otra necesitan descansar, y además, Lisa debe de estar muy preocupada.

—Vayan, vayan. Nos veremos más tarde. Pero necesitaría una descripción minuciosa de ese tal Solmanski.

—El señor Vidal-Pellicorne le dará una muy precisa. Y a lo mejor la baronesa tiene una fotografía suya.

—Me extrañaría —dijo Adalbert—. Un hombre al que busca Scotland Yard no creo que deje que su cara decore los salones.

Morosini se marchó y al cabo de unos minutos el coche llegó al castillo, que esta vez estaba iluminado como para una fiesta. Lisa, envuelta en una gran capa verde, caminaba arriba y abajo delante de la casa. Parecía muy tranquila; sin embargo, cuando Aldo se detuvo y bajó, se arrojó en sus brazos llorando.

1 0. Una entrevista y un entierro

Adalbert empujó su taza de café, encendió un cigarrillo y apoyó los codos después de haberse apartado el mechón rebelde con un gesto maquinal.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Pensar —contestó Aldo.

—Hasta el momento, eso no nos ha llevado muy lejos.

Los dos compañeros habían regresado al hotel de madrugada. Su presencia en Rudolfskrone, adonde la señora Von Adlerstein había conseguido que trasladaran el cuerpo de su primo después de la autopsia, ya estaba fuera de lugar y quizás hubiera sido una molestia. Estaba también Elsa, cuyo estado nervioso necesitaba cuidados atentos antes de que pudiera responder a las preguntas del comisario Schindler.

Aldo hizo una seña a un camarero para que le sirviera otro café y, mientras esperaba, encendió también un cigarrillo.

—No —dijo—, y es una lástima. Lo lógico sería que fuéramos tras Solmanski, pero siempre y cuando supiéramos qué dirección ha tomado.

Hasta el momento no habían encontrado ni al conde ni las joyas, y el hecho de que el ópalo estuviera en manos del peor enemigo de Simon Aronov era lo que más les preocupaba.

—Podemos esperar un poco —dijo Adalbert, exhalando una larga voluta de humo azulado—. Schindler nos está agradecido por haberlo avisado. Quizás obtengamos algo de su investigación.

—Quizá.

Aldo no confiaba mucho en eso. Tenía la moral por los suelos. Aunque había tenido la suerte de salvar a Elsa, experimentaba una dolorosa sensación de fracaso. El Cojo le había puesto prácticamente en las manos la gema que buscaba; se la había señalado confiando en que él la consiguiera, y él había sido incapaz de hacerlo. Peor aún: quizá las indagaciones de Vidal-Pellicorne y él mismo en Hallstatt habían indicado a los asesinos el camino de la casa del lago. Esa idea le resultaba insoportable. Pero ¿cómo iba a saber que Solmanski ya estaba metido de lleno en el asunto? ¡Y a través de su hermana, nada menos! Ese hombre era el diablo en persona.

—No exageremos —dijo Adalbert, que parecía haber seguido en el rostro de su amigo el recorrido de su pensamiento—. Es un mal bicho capaz de lo peor, pero eso ya lo sabíamos.

—¿Cómo has sabido que estaba pensando en Solmanski?

—No era muy difícil adivinarlo. Cuando tus ojos tiran a verde, en general es que no estás pensando en un amigo... o una amiga. De todas formas, no entiendo por qué pones esa cara. El recibimiento de Lisa anoche fue bastante... prometedor, ¿no?

—¿Porque se echó en mis brazos? Eso fue porque sus nervios estaban al límite y yo fui el primero que llegó. Si Fritz o tú hubierais venido antes, habríais sido vosotros los que os hubierais beneficiado de ese desfallecimiento.

—Lo primero que hay que hacer es informar a Simon. A lo mejor él consigue localizar a Solmanski. Voy a ir a telegrafiar a su banco de Zúrich.

Estaba levantándose de la mesa para ir a hacer lo que había dicho cuando un botones se acercó a su mesa y le tendió a Aldo un sobre en una bandeja de plata. En el interior no había más de cinco palabras: «Venga. Ella quiere verlo. Adlerstein.»-Ya irás más tarde a correos —dijo, tendiéndole la nota a su amigo.

—Es a ti a quien llaman, no a mí —dijo éste con un matiz de pesar que no pasó inadvertido.

—La condesa no piensa en el uno sin el otro. En cuanto a... la princesa —desde que le había visto la cara, Aldo era incapaz de llamarla Elsa—, tú mereces su gratitud tanto como yo. Vamos.

Al llegar al castillo, encontraron a Lisa en lo alto de la gran escalera. Su sobrio vestido negro les sorprendió.

—¿Va a llevar luto por un primo lejano?

—No, pero hasta que se celebren mañana los funerales es más correcto. El pobre Alejandro no tiene familia, aparte de nosotras, así que la abuela le ofrece una tumba en el cementerio... Adalbert, va a tener que hacerme compañía —añadió, sonriendo al arqueólogo—. Elsa sólo quiere ver al que llama Franz. Es muy natural...

Había en sus palabras una nota de tristeza que a Morosini no le pasó inadvertida.

—¡Pero es absurdo! Según su abuela, no me parezco a ese hombre. ¿Por qué no la han sacado de su error?

—Porque ha sufrido demasiado —murmuró la joven con lágrimas en los ojos—. ¿Y si me atreviera a pedirle que le siga el juego, que no le diga la verdad?

—¿Quiere que me comporte como si fuera su prometido? —dijo Aldo, desconcertado—. No podré hacer una cosa así jamás.

—Inténtelo. Dígale... que tiene que volver a Viena, que... que debe someterse a una operación o... llevar a cabo otra misión, pero, por lo que más quiera, no le diga quién es. La abuela y yo tememos el momento en que se entere de que ha muerto. ¡Está tan débil! Cuando haya recuperado las fuerzas, será más fácil, ¿comprende?

Lisa le había cogido las manos a Aldo y las estrechaba entre las suyas como para transmitirle su convicción, su esperanza. Con un gesto lleno de dulzura, él se desasió, pero fue para apoderarse de los dedos de la joven y acercarlos a sus labios.

—¡Sería una abogada magnífica, querida Lisa! —dijo con su semisonrisa impertinente para ocultar su emoción—. Sabe perfectamente que haré lo que usted quiera, pero va a tener que ponerse a rezar, porque nunca he tenido dotes de actor.

—Piense en lo que ha sido su vida, mírela bien... y después deje hablar a su generoso corazón. Estoy segura de que se desenvolverá de maravilla. Josef le anunciará. Elsa está en el gabinete de la abuela.