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—Voy a continuar un poco y verá cómo los versos acuden a su mente, estoy segura:

Tienes los ojos más bellos del mundo.

¿Qué más quieres, amada mía?

En vista de que él seguía sin decir nada, siguió sola hasta la última estrofa:

Esos bellos ojos, los más bellos del mundo,

me han hecho sufrir un martirio

y reducido a la desesperación.

¿Qué más quieres, amada mía?

El silencio que siguió cayó como una losa sobre Aldo, al que ya no se le ocurría qué decir y que empezaba a mirar con malos ojos a Lisa. ¿Cómo había podido embarcarlo en esa aventura demencial sin darle ninguna arma? ¡Como mínimo los gustos y las costumbres de Elsa! Seguro que en aquella enorme casa había un libro de poemas de Henrich Heine. Más que incómodo, se sentía avergonzado y buscaba desesperadamente algo inteligente que decir, pero, como Elsa parecía perdida en sus pensamientos, optó por callar y esperar.

De repente, Elsa se volvió hacia él.

—Si todavía me ama, ¿cómo es que todavía no me ha besado?

—Quizá porque soy consciente de mi inferioridad. Después de todo este tiempo, ha vuelto a ser para mí la princesa lejana a la que apenas me atrevía a acercarme.

—¿Acaso no me regaló la rosa de plata? En cierto modo, estábamos prometidos— Lo sé, pero...

—¡Nada de peros! ¡Béseme!

Aldo dejó las dudas a un lado y obedeció. Se levantó del taburete, asió a Elsa de las muñecas para hacer que se levantara también y se lanzó. No era la primera vez que besaba a una mujer sin estar enamorado de ella. Eran momentos de ligera voluptuosidad, como cuando aspiraba el perfume de una rosa o acariciaba el grano liso de un mármol griego. Pensaba, al inclinarse sobre la boca que lo esperaba, que sería igual, que bastaría con dejarse llevar. Y sin embargo, fue distinto, porque a esa mujer que sentía estremecerse contra él quería ofrecerle a toda costa un instante de felicidad pura. El placer suyo no tenía ninguna importancia; lo que contaba era que ella fuese feliz, y esa necesidad de dar que sentía en sí mismo transmitió a su beso un ardor inesperado. Elsa gimió mientras todo su cuerpo se abandonaba.

Aldo, por su parte, sintió una ligera embriaguez. Los labios que violentaba eran dulces, y el perfume de azucenas y de nardos que aspiraba, aunque era un poco mareante para su gusto, resultaba muy eficaz. Quizá se habría atrevido a ir más lejos si una tosecilla seca no hubiera roto el encanto.

—Le ruego que me disculpe —dijo la voz serena de Lisa—, pero ha llegado su médico, Elsa, y no puedo hacerle esperar. ¿Quiere recibirlo?

—Emmm... sí, claro. Querido..., tiene que disculparme.

—Su salud es lo primero. Me retiro.

—Pero volverá, ¿verdad? ¿Volverá pronto?

De pronto se la veía excitada, con algo en el fondo de los ojos que parecía angustia. Aldo le sonrió al besarle la punta de los dedos.

—Cuando me llame.

—Entonces, mañana. Voy a pedirle a mi querida Valeria que dé una cena de gala, íntima pero magnífica. Tenemos que celebrar nuestros nuevos esponsales...

—Mañana será un poco difícil —la cortó Lisa, impávida—. Tenemos un funeral. Aunque sólo se trate de un primo, no podemos dar una fiesta por la noche.

Morosini pensó, divertido, que su antigua secretaria, erguida e inflexible con su vestido negro, sobre cuyo hombro caía un mechón indisciplinado, estaba encantadora haciendo el papel de aguafiestas, pero aparentemente ella no compartía su jocosidad.

—¡Enhorabuena! —dijo la joven cuando se quedaron solos en la galería, después de que ella hubiera hecho pasar al médico—. Para ser un papel que no quería, lo ha representado a la perfección. ¡Qué fogosidad! ¡Qué realismo!

—Lo principal es que usted esté contenta, pero me pregunto si realmente lo está. No lo parece en absoluto.

—¿No cree que podría haberse comportado con un poco más de comedimiento? Al menos en la primera entrevista.

—¿Quién habla de primera entrevista? Si he entendido bien, antes de que Rudiger desapareciera, hubo unas cuantas. Y los dos ignoramos cómo se desarrollaban.

—¿Adonde quiere ir a parar?

—Pues... a algo evidente. Después de charlar un momento, Elsa ha mostrado su extrañeza por el hecho de que aún no la hubiera besado. Yo me he limitado a satisfacer su deseo...

—¡Con gran placer, a juzgar por lo que he visto!

—Ah, ¿es que tendría que haber sido, además, una tarea penosa? Es verdad que me ha parecido agradable; su amiga es una mujer exquisita...

—¡Fantástico! Ya está prometido; ahora podrá casarse con ella.

Dado que esta conversación se desarrollaba mientras recorrían la galería y bajaban la gran escalera, Aldo consideró que valía más explicarse cara a cara y detuvo a Lisa asiéndola de un brazo.

—No hay quien la entienda. Sé por experiencia que es más terca que una mula, pero le recuerdo que ha sido usted la que se ha empeñado en que me haga pasar por el gran amor de esa pobre mujer. ¿Qué debía hacer, en su opinión?

—¡No lo sé! Seguro que ha actuado de la mejor manera posible, pero...

—¡Pero nada, Lisa! Si se hubiera tomado la molestia de escuchar detrás de la puerta...

—¿Yo? ¿Escuchar detrás de la puerta? —exclamó, indignada.

—No, claro, usted no. Sin embargo, creo recordar que... Mina recurrió a ese método de información sencillo y práctico. Recuerde el día que recibimos la visita de lady Mary Saint Albans... Volviendo a la cuestión que nos ocupa, le he dicho a la señorita Hulenberg que debía regresar a Viena a fin de proseguir un tratamiento. Así que voy a irme, y enseguida.

—¿Tanta prisa tiene? —dijo Lisa, con la inconmensurable falta de lógica de una hija de Eva.

—Pues sí. El conde Solmanski se ha marchado no sé en qué dirección con las joyas de Elsa, y sobre todo con el ópalo tras el que Adalbert y yo debemos ir.

Se hizo un silencio, durante el cual Lisa permaneció un momento sin moverse y con la cabeza gacha. Cuando la levantó, fue para clavar en los ojos de su compañero su hermosa mirada oscura cargada de nubes.

—Perdóneme —dijo—. Le he dado al asunto más importancia de la que tiene. Quédese al menos hasta esa famosa cena que Elsa va a pedirle a la abuela que organice.

—Quizá ya no se acuerda.

—Ni lo sueñe. Es todavía más cabezota que yo.

—¡Las mujeres son increíbles! —estalló Morosini cuando se quedó solo con su amigo—. Me hace interpretar un papel ridículo y después se queja de que lo interpreto demasiado bien. ¡Yo me largo de aquí! ¡Estoy más que harto de esta historia!

—En el punto en el que nos encontramos, tres o cuatro días más no tienen mucha importancia —dijo Vidal-Pellicorne con ánimo apaciguador—. Comprendo que te moleste, pero piensa que es por una buena causa.

—¿Una buena causa? Habría preferido cien veces que le dijeran a Elsa la verdad. ¿Adónde va a llevarnos esta comedia? Y mientras tanto, el ópalo se aleja.

—Deja que la policía haga su trabajo. Quizás hoy tengamos noticias.

Las tuvieron, pero no eran muy alentadoras. El asesino del conde Golozieny y las joyas parecían haberse volatilizado; había dejado menos huellas que si hubiese sido un elfo. En cuanto a la baronesa Hulenberg, a la que Schindler había visitado esa misma mañana, era un modelo de inocencia: había ido a pasar unos días de otoño a Ischl con su chófer y su doncella; le encantaba esa bonita villa cuando el otoño vestía de rojo sus jardines todavía poblados de margaritas y crisantemos, aunque no tardaría en marcharse, no a Viena, sino a Múnich, a fin de ver a unos amigos.