Por cierto, su hermano había pasado unos días con ella. El pobre estaba desesperado por la desaparición de su hija, la famosa lady Ferráis, que se había ido de Estados Unidos huyendo de unos terroristas polacos con la intención de refugiarse, en principio, en las montañas suizas, pero a la que le había sido imposible encontrar. Temiendo lo peor, después de una búsqueda infructuosa, había ido a Bad Ischl en busca de un poco de consuelo junto a su hermana antes de dirigirse a Viena y Budapest. Desde que había tomado el tren en Ischl, el lunes anterior, no había tenido ninguna noticia de él.
—¿Y qué puedo objetar a todo eso? —dijo Schindler, que había ido a tomar una copa al bar del hotel con los dos amigos—. Lo único que he podido hacer es prohibir a la baronesa que salga de Ischl y mantenerla bajo vigilancia. ¡Y eso sólo gracias a ustedes! Si no me hubieran revelado la verdadera identidad de Fraulein Staubing, me vería obligado a dejarla tranquila. De este modo, puedo hablar con ella sobre bases más serias.
—¿Ha comprobado la marcha de Solmanski?
—Sí. Su hermana lo acompañó al tren el día y a la hora indicados.
—¡Pero ha habido tres muertos, uno de ellos un diplomático austriaco! —señaló Morosini.
—No tenemos ninguna prueba. Operaron en Hallstatt yendo y viniendo por el lago, pero no sabemos por dónde. En lo que se refiere a la noche pasada, el hecho de que no pudiéramos dejarnos ver me impidió desplegar un dispositivo suficientemente amplio. El coche que detuvimos era el correcto, pero no encontramos nada en él que permitiera retenerlo. Además, en Saint-Wolfgang nos han jurado que la baronesa cenó allí, en casa de unas personas que están fuera de toda sospecha.
—Y la casa que explotó, ¿a quién pertenecía?
—A un canónigo de la catedral de Salzburgo, un apasionado de la pesca pero que no viene nunca en otoño porque padece de reuma. En cuanto a la pareja que vigilaba a la prisionera, huyó antes de la explosión. La estamos buscando, por supuesto, y quizá sea la posibilidad que tenemos de atrapar a los culpables. Como pensaban que la señorita... Staubing no saldría viva de la aventura, no se taparon la cara y ella ha podido darnos una descripción bastante buena.
El policía vació su jarra de cerveza y se levantó.
—Espero —dijo— que se queden algún tiempo más. Los necesitaremos. Además —añadió dirigiéndose a Adalbert—, usted no debe de haber acabado los estudios que estaba realizando en Hallstatt.
El arqueólogo hizo una mueca.
—El drama que se ha producido ha enfriado un poco mi entusiasmo.
—Yo no pensaba prolongar demasiado las vacaciones que me concedí para acompañar a Vidal-Pellicorne —dijo Aldo—. Mis negocios me esperan y desearía regresar a Venecia lo antes posible.
—No los retendremos mucho tiempo, pero deben comprender que ustedes son, junto con las damas de Rudolfskrone, nuestros principales testigos. Y teniendo en cuenta que tuvo oportunidad de ver a ese tal Solmanski...
Adalbert, que desde hacía un rato parecía cautivado por las yemas de sus dedos y las examinaba atentamente, declaró de repente, como si acabara de ocurrírsele una idea:
—Si me permite un consejo, Herr Polizeidirektor, yo de usted me pondría en contacto con uno de sus colegas ingleses al que nosotros tenemos el gusto de conocer, el superintendente jefe Gordon Warren, de Scotland Yard.
—¡Ah, sí, he oído hablar de él! Si no recuerdo mal, era quien llevaba el caso Ferráis.
—Exacto. Si yo estuviera en su lugar, le contaría con todo detalle los últimos acontecimientos y añadiría que tenemos todas las razones para creer que Solmanski ha sido el autor. Le alegrará saber dónde estaba hasta anoche y enterarse de que tiene una hermana aquí. El, por su parte, tal vez le diga cómo anda la investigación en Inglaterra.
—¿Por qué no? Se trata de un asunto internacional y una colaboración discreta pero inteligente podría ser eficaz. Gracias, señor Vidal-Pellicorne. Lo que también voy a tratar de averiguar es dónde se encuentra la hija de Solmanski, puesto que, según la baronesa Hulenberg, él está buscándola.
Aldo intercambió una breve mirada con Adalbert, pero se limitó a coger un cigarrillo y encenderlo. Si había aceptado dar asilo a Anielka, no era para facilitar esa información a la policía. La desdichada ya había sufrido bastante con su experiencia ante el tribunal de Oíd Bailey, y el hecho de que su padre fuera un monstruo a escala planetaria no significaba que ella tuviera que pagar por él ni servir de cebo para atraparlo.
Cuando Schindler se fue, Adalbert pidió otra copa, sacó su pipa, la cargó con un cuidado devoto, la encendió, dio una larga y voluptuosa bocanada y finalmente suspiró.
—¡Bonita cosa, la caballerosidad! Pero me pregunto si has hecho bien. Imagina que Solmanski llega a enterarse de dónde está su hija y decide ir a buscarla.
—A no ser que Anielka se haya tomado la molestia de informarle ella misma, no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Tiene demasiado miedo de que otros descubran su pista. Tranquilo, en Venecia sólo hay una joven norteamericana llamada Anny Campbell. Pero no entiendo tu comentario. Tú tampoco le habrías dicho nada a ese policía.
—Es verdad —admitió Adalbert con una imperceptible sonrisa burlona—. Simplemente quería saber qué me contestarías.
Al día siguiente, Alejandro Golozieny fue enterrado bajo unas ráfagas de lluvia y de viento que levantaban las hojas secas para enviarlas a adherirse aquí y allá, y que amenazaban con dar la vuelta a los paraguas lo suficientemente temerarios para aventurarse a salir con ese tiempo apocalíptico que hacía encorvarse a todo el mundo.
Digna y orgullosa, apoyada en su bastón y, mal que bien, protegida por la cúpula de seda negra que Josef sostenía por encima de su cabeza, la señora Von Adlerstein encabezaba la comitiva. A su lado, su sobrino nieto, con las manos hundidas en los bolsillos de un inmenso abrigo negro y la cabeza metida entre los hombros, se esforzaba en ofrecer la menor superficie posible al temporal. Detrás de ellos, unos pocos amigos llegados de Viena en el tren de la mañana, junto con algunos de los sirvientes de Rudolfskrone y un puñado de habitantes de la ciudad que habían ido por pura curiosidad y, pese a las inclemencias, para asistir al funeral de un hombre al que la mayoría no conocía pero cuya muerte trágica volvía de lo más interesante.
Por consejo de su abuela, Lisa se había quedado en casa para hacer compañía a Elsa. En cuanto a Morosini y Vidal-Pellicorne, se hallaban presentes pero permanecían apartados, bajo una arboleda, en compañía del policía salzburgués. Habían ido para ver si la baronesa Hulenberg, amante de Golozieny según propia confesión de éste, aparecía, pero no lo hizo. La curiosidad de los dos amigos quedó satisfecha.
—Era de esperar —dijo Aldo entre dientes—. Llevó a ese hombre a su perdición y se echó a reír cuando él cayó. ¡No querrías que le trajera flores!
—Si no estuviera seguro de que sigue aquí, creería que se ha ido pese a mi prohibición —dijo Schindler—. Las contraventanas de su casa están cerradas, aunque las chimeneas humean...
—Quizá sería mejor que le dejara la cuerda alrededor del cuello, pero poniéndole uno o dos ángeles de la guarda —sugirió Adalbert—. Quién sabe si no lo conduciría hasta su querido hermano. Si los une de verdad un vínculo de sangre, me extrañaría mucho que ella le dejara todo el beneficio del crimen. Entre esa clase de gente, la confianza no debe de formar parte de las virtudes familiares.
—Ya lo había pensado, pero la considero demasiado lista para cometer un error como ése. Seguro que no hace nada durante una temporada.
Mientras los enterradores cubrían al difunto con una capa de tierra antes de colocar encima las coronas de crisantemos, hojas y perlas, los asistentes se dirigieron hacia la salida después de haber dado a la condesa un pésame tanto más expansivo cuanto más desprovisto estaba de convicción. La propia condesa se retiró hablando con el sacerdote que acababa de oficiar y que se había reunido con ella bajo el vasto paraguas.