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—Me pregunto —dijo Aldo— si hay aquí una sola persona que eche en falta a Golozieny.

—Me parece que hemos hablado demasiado deprisa —murmuró Schindler mientras los tres salían del cementerio—. Miren el coche que está delante del de la condesa; es el que registramos la otra noche.

Dos personas ocupaban el vehículo: un chófer al volante y una mujer en el asiento trasero. No se movían, seguramente en espera de que los asistentes se dispersaran.

—Me gustaría verle la cara —dijo Aldo—. Váyanse, nos veremos más tarde.

Acto seguido se escabulló discretamente y aprovechó la salida del coche fúnebre para entrar de nuevo en el cementerio y avanzó entre las tumbas dando un rodeo que le permitió esconderse tras un arbusto situado justo en la cabecera de la sepultura. Una vez allí, esperó.

No mucho tiempo. Un cuarto de hora debió de transcurrir antes de que unos pasos hicieran crujir la grava: una mujer avanzaba con un ramo de siemprevivas entre las manos enguantadas. Llevaba un abrigo de pieles y, sobre el cabello rubio artísticamente peinado, un sombrerito de terciopelo marrón que protegía con ayuda de un encantador paraguas. Se acercó a la reciente tumba mientras, con un saludo, los enterradores, que habían terminado su trabajo, se marchaban. Sin dedicarles ni una mirada, ella se santiguó y pareció concentrarse en la oración.

Desde donde estaba situado, Morosini la veía lo bastante bien para no seguir dudando ni por un instante que la unía un vínculo familiar a Anielka y su padre. Sobre todo a este último. Tenía el mismo corte de cara un poco severo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos claros y fríos. No carecía de belleza, pero el observador se preguntó cómo era posible convertirse en amante de una mujer como ella.

Durante un rato, no pasó nada; la baronesa rezaba. De repente, volvió la cabeza a derecha e izquierda, sin duda para asegurarse de que estaba sola y de que nadie la observaba. Tranquilizada por la calma del lugar, donde sólo se oía el silbido del viento, se arrodilló, dejó el ramo y el manguito a juego con el abrigo y se puso a hurgar bajo las flores. Aldo, sin moverse, alargó el cuello, preguntándose qué era lo que hacía arrodillada sobre el suelo mojado. Ella hizo un ademán de impaciencia; era evidente que el paraguas le estorbaba, pero renunciar a su protección habría sido fatal para el tocado de terciopelo que llevaba en la cabeza.

La baronesa sacó un objeto del manguito y lo metió debajo de las coronas. Luego, con el manguito en una mano y el paraguas en la otra, dio media vuelta para dirigirse hacia la salida del cementerio y montar en su coche.

Aldo seguía sin moverse. Tan inmóvil como el ángel de piedra de una tumba vecina, continuó mojándose hasta que el ruido de un motor al ponerse en marcha le informó de que la baronesa se iba.

Inmediatamente, salió de su escondrijo y fue a colocarse en el lugar exacto donde había estado la visitante. Como ella, miró si había alguien a la vista, se agachó y comenzó a excavar la tierra bajo las flores. Esa mujer no había ido ni para rezar ni para rendir un homenaje irrisorio al hombre que había amado, sino para dejar allí algo. Y ese algo, él lo quería.

Sin embargo, no le resultó tan fácil como creía. La tierra que la baronesa acababa de echar todavía estaba mojada, pero ésta debía de haber enterrado bastante profundamente el objeto. Aldo encontró varias piedras con los dedos, hasta que por fin su índice atrapó algo que parecía una anilla. Dando un buen tirón, tan enérgico que hasta estuvo a punto de caer hacia atrás, extrajo una pistola de repetición. La baronesa había ido a enterrar en la tumba del hombre asesinado el arma que había servido para matarlo.

Morosini sacó su pañuelo, envolvió con él su hallazgo y, tras guárdaselo en uno de sus amplios bolsillos, se encaminó hacia la carretera. Sentía sobre él el peso de la prueba que hasta entonces faltaba y eso lo llenaba de alegría. Las balas extraídas durante la autopsia del cuerpo de Alejandro Golozieny sólo habían podido ser disparadas con ese instrumento mortal.

La idea de que Schindler quizá ya se había marchado a Salzburgo le pasó por la mente y echó a correr. Gracias a Dios, cuando llegó al puesto de policía el coche del alto funcionario todavía estaba allí. Entró precipitadamente, vio a Schindler charlando con un colega y dijo sin esperar:

—Disculpe, ¿hay aquí algún lugar donde podamos hablar tranquilamente?

Sin hacer preguntas, el policía abrió una puerta que daba a un pequeño despacho.

—Pase.

Miró a Morosini dejar sobre el cartón manchado de una carpeta su paquete un poco embarrado, pero cuando vio lo que había dentro frunció el entrecejo.

—¿Dónde ha encontrado eso?

—La baronesa lo ha puesto en mis manos sin siquiera sospecharlo.

Y a continuación contó lo que acababa de suceder en el cementerio.

—Me imagino —masculló Schindler— que lo ha cogido con toda la mano.

—No. Lo he sacado por la anilla del gatillo y lo he envuelto con el pañuelo, pero me extrañaría que encontrase huellas. La señorita Hulenberg ha efectuado el trabajo con guantes y la tierra mojada ha debido de borrar muchas de ellas, suponiendo que no se hayan ocupado de hacerlo antes.

—Ya veremos. Acaba usted de hacernos un gran servicio, pero tendrá que aparecer en la instrucción del caso, pues es el único que ha visto enterrar esta arma.

—¿Quiere decir que será su palabra contra la mía? No tengo ningún inconveniente. En cambio, hay una pregunta que no paro de hacerme.

—¿Qué nos apostamos a que es la misma que me hago yo? ¿Dónde escondieron esta pistola después de matar al consejero Golozieny? Cuando detuvimos el coche, lo registramos a conciencia, y no es un objeto que pase inadvertido en un buen registro.

—¿No registró a los ocupantes?

—Al chófer sí. En cuanto a la baronesa, nos dio su manguito y su bolso. Hasta se quitó el abrigo de pieles para demostrarnos que era imposible esconder una cosa así bajo el vestido bastante ajustado que llevaba.

—Pero debía de estar en algún sitio, puesto que no se esperaban encontrar a la policía. O bien se lo quedó Solmanski, lo que significa que se ha reunido con su hermana delante de sus narices.

La cara tersa y redonda del austriaco pareció arrugarse de golpe. No le había gustado el «delante de sus narices» de Morosini.

—Hay otra posibilidad —gruñó—, y es el argumento que utilizará el abogado de la baronesa: el arma podía perfectamente estar en posesión de usted. Como usted muy bien ha dicho, será la palabra de ella contra la suya, y usted es extranjero.

—¿Y acaso ella no lo es?

—Ella es polaca, y una parte de Polonia pertenecía al Imperio austriaco.

Aldo sintió que lo dominaba la cólera.

—¿Y cree que en Varsovia les están agradecidos por eso? No más que en Venecia, que ocuparon despreciando todos los derechos de sus ciudadanos. Yo incluso pude apreciar su hospitalidad carcelaria durante la guerra. Así que deberíamos jugar en igualdad de condiciones. Y más teniendo en cuenta que el verdadero apellido de su hermano es Ortchakov y que es ruso. Encantado de saludarlo, Herr Polizeidirektor.

Morosini cogió su sombrero de encima de la silla donde lo había dejado al entrar, se lo puso con gesto enérgico, fue hacia la puerta y la abrió, pero antes de salir añadió:

—No olvide que yo estaba en el coche de la señora Von Adlerstein cuando mataron a su primo y que ella lo confirmará. Ah, y le voy a dar un consejo: si escribe al superintendente Warren, pídale algunas pequeñas indicaciones sobre el arte de dirigir una investigación. Le vendrán muy bien.