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—No deberías haberle dicho eso —le reprochó Adalbert cuando se encontraron en el hotel—. Ya no nos apreciaba mucho, y si no fuera porque en Rudolfskrone tenemos la puerta abierta, quizás hasta habríamos tenido algunas dificultades.

—¡Sólo faltaría eso! —masculló Morosini—. Mira, tú haz lo que quieras, pero yo contesto a las preguntas del juez de instrucción o como sea que lo llamen aquí, me despido de las damas y vuelvo a Venecia. Desde allí intentaré ponerme en contacto con Simon.

—Bueno, yo tampoco tengo intención de eternizarme aquí. Hace muy mal tiempo. Pero, en lo que respecta a las ocupantes del castillo, no seremos nosotros los que les digamos adiós. Aquí tengo una invitación para cenar mañana por la noche —añadió, sacando del bolsillo una elegante tarjeta grabada—. Como ves, es algo casi oficial... y con traje de gala. También hay unas palabras menos formales que nos informan de que las damas, a instancias de la «princesa», han decidido regresar a Viena.

—¿A instancias de Elsa? ¡Dios mío! —gimió Morosini—. Yo le dije que debía volver a la capital para completar un tratamiento. Te apuesto diez contra uno a que me pide que vaya con ella.

—En eso creo que te equivocas y que, por el contrario, la condesa desea reservarte una puerta de salida. Si no, ¿a qué viene esta cena de gala?

—Te recuerdo que Elsa hablaba de comida de esponsales. ¡Y yo no quiero prometerme! Elsa tiene mi edad, o casi, y por muy encantadora que sea, no quiero hacerla mi esposa. Cuando me case, será para tener hijos.

—¿Te casarás con un vientre, como decía Napoleón?

¡Qué romántico y agradable debe de ser para una mujer enamorada escucharlo! —dijo Adalbert, burlón—. Pues yo creo que no tienes nada que temer. Es a un tal Franz Rudiger a quien ella quiere, y tú no vas a cambiar de nombre, ¿verdad? Además, voy a ir a comentar todo esto con Lisa, para ver cómo debemos comportarnos y...

—¡Tú no vas a ir a ninguna parte! Hay teléfono, ¿no? Es mucho más cómodo llamar, sobre todo cuando llueve.

La sonrisa de Adalbert se amplió ante el semblante borrascoso de su amigo.

—¿Por qué no quieres que vaya? Parece que te moleste.

—No, pero si Lisa tiene algo que decirnos, seguro que nos lo hará saber.

Adalbert abrió la boca para replicar y luego la cerró. Empezaba a conocer a su amigo cuando estaba de mal humor. En esos momentos, decirle algo era tan imprudente como acariciar a un tigre a contrapelo. De modo que prefirió quitarse de en medio y dijo:

—Voy a tomar un chocolate a Zauner. ¿Vienes?

Salió sin esperar una respuesta que ya conocía.

1 1. Cena de sombras

O bien la brusca reacción de Morosini resultó eficaz, o bien el director de la policía de Salzburgo era más decidido de lo que parecía, pero el caso es que aquella misma noche detuvieron a la baronesa Hulenberg y a su chófer. Tras la marcha del príncipe, Schindler se había presentado en su casa con una orden de registro; habían encontrado sin dificultad el par de guantes mojados y manchados de tierra que aún no se habían preocupado de limpiar, y habían descubierto que el chófer ocultaba bajo una falsa identidad que era un antiguo presidiario. Aldo fue convocado para hacer la declaración oficial que su acceso de cólera no había permitido realizar en su momento. Como no le gustaba ofender a la gente, se disculpó y felicitó al policía.

—Espero que encuentre pronto al hermano —añadió—. El es el más peligroso y, sobre todo, el que tiene las joyas.

—Mucho me temo que haya pasado ya a Alemania. La frontera está muy cerca de Salzburgo. Lo único que podemos hacer es cursar una orden de arresto internacional, aunque sin grandes esperanzas de conseguir algo, teniendo en cuenta el estado de anarquía que reina en la República de Weimar.

—No es seguro que se quede allí, y en los países occidentales la policía es eficaz.

—Sobre todo en Inglaterra —dijo Schindler entre bromas y veras. Y, después de disparar este dardo, él y Morosini se despidieron.

El día siguiente se hizo muy largo porque no sucedió nada, salvo la llegada de una carta de Venecia que dejó a Morosini perplejo e inquieto.

Sin embargo, no eran más que unas líneas escritas por Guy Buteau preguntándole si pensaba quedarse mucho tiempo más en Austria. Todos los de la casa gozaban de una excelente salud, pero deseaban que el señor no pospusiera su regreso hasta las calendas griegas. Y fue ese aspecto anodino lo que preocupó a Aldo. Conocía demasiado bien a su apoderado para no saber que Guy no tenía la costumbre de escribir tonterías. Bajo las frases convencionales, Aldo creía adivinar una especie de llamada de socorro.

—Tengo la impresión de que ocurre algo en mi casa y de que Buteau no se atreve a decírmelo —le comentó a Adalbert.

—Es posible, pero, en cualquier caso, pensabas irte pronto, ¿no?

—Dentro de dos o tres días. Después de la cena de mañana, ya no tendré nada más que hacer aquí.

—Perfecto. Anuncia, entonces, que vas a volver.

—Haré algo mejor: voy a telefonear.

Había que contar con un mínimo de tres horas de espera para hablar con Venecia y ya eran las cinco de la tarde. Ante el visible nerviosismo de su amigo, Vidal-Pellicorne propuso su panacea personaclass="underline" ir a tomar un chocolate y unos pasteles en Zauner. El tiempo seguía siendo horrendo, pero la pastelería no estaba lejos del hotel.

—Nada mejor que unos dulces para hacer la vida más agradable —argumentó el arqueólogo, que era un goloso empedernido—. Y son mucho mejores que el alcohol.

—¡Como si no te gustara también! Valdría más que me dijeras que estás un poco harto de la cocina del Kaiserin Elisabeth. No tendrás hambre a la hora de cenar.

—Pues comeremos cualquier cosa y pasaremos la velada en el bar. De todas formas, si no te apetece, quédate. Yo me voy. Ese Zauner es el Mozart de la nata montada.

Como de costumbre, la célebre pastelería-salón de té estaba a rebosar, pero acabaron por encontrar en el fondo de la sala una mesita redonda y dos sillas. También encontraron a Fritz von Apfelgrüne.

Sentado en un rincón, entre un panel de cristal grabado y tres damas rollizas que, sin parar de hablar, hacían desaparecer una increíble cantidad de pasteles, el joven comía a cucharadas, con gesto melancólico, una copa de chocolate helado con nata. Acodado en la mesa y con la cabeza hundida entre los hombros, ofrecía una imagen patética, y los recién llegados se compadecieron de él. Mientras Aldo guardaba la mesa, Adalbert se acercó al joven. Fritz levantó una mirada desanimada hacia el arqueólogo, quien pudo ver en ella incluso huellas de lágrimas.

—¿Qué pasa, Fritz? No tiene buen aspecto.

—Estoy desesperado. Siéntese, por favor.

—Gracias, pero he venido a buscarlo. Venga con nosotros, quizá podamos ayudarlo.

Sin responder, Fritz cogió su helado y se dejó trasladar, mientras Vidal-Pellicorne indicaba a la camarera con delantal de muselina adonde lo llevaba y Aldo buscaba otra silla.

—Debería tomarse un buen café —le aconsejó éste cuando se sentaron—. Parece necesitarlo.

Fritz le dirigió una mirada de perro apaleado.

—Ya me he tomado dos... con media docena de pasteles. Ahora he empezado con los helados.

—¿Qué intenta hacer? ¿Suicidarse por indigestión? Supongo que puede conseguirse, pero debe de ser largo y bastante desagradable.

—¿Qué me aconseja entonces? ¿El revólver?

—No le aconsejo nada. ¿Qué le pasa? Hasta ahora, era el rayo de sol que iluminaba la casa.

—Se acabó. He comprendido que Lisa no me quiere, que no me querrá nunca... y tal vez que incluso me detesta.