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—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Adalbert.

—No, pero me lo ha dado a entender. La pongo nerviosa, la saco de quicio. En cuanto entro en una habitación donde está ella, se marcha... ¡Y además está la otra!

—¿Qué otra?

—Esa tal Elsa que no sé de dónde ha salido y a la que usted salvó. Yo ni siquiera había oído hablar de ella, y ahora ordena y manda en la casa. La tratan como a una princesa. Ella acepta todo eso como si fuera lo normal, y a mí me detesta a pesar de que siempre me comporto con cortesía.

—Seguro que está equivocado; no tiene ninguna razón para detestarlo. ¿Acaso no colaboró usted también la noche en que fue liberada?

—Ah, ni le debe de haber pasado por la mente. Tiene tendencia a considerarme un mueble que estorba, y esta misma mañana me ha preguntado si mi única ocupación en la vida es agobiar a Lisa con un amor que no necesita. También ha dicho que haría mucho mejor yéndome antes de que me digan claramente que estoy de más.

—¿Lisa y su tía abuela están de acuerdo?

—No lo sé. Ellas no se encontraban delante, pero no sé por qué no van a estarlo; se pasan el día las tres juntas, y cuando llego yo, me tratan como si fuera el niño que ha escapado de su aya. Poco les falta para decirme que me vaya a jugar a otra parte.

—Ya sabe lo que son tres mujeres juntas —dijo Aldo—. Deben de tener montones de cosas que decirse. Es normal que se sienta un poco perdido.

—¡Pero no hasta este extremo! Por lo menos, podrían dejarme acompañarlas cuando salen a pasear.

—¿A pasear? ¿Con este tiempo?

—¡Huy, eso no detiene a Elsa! Ella quiere salir aunque caigan chuzos de punta, dar largos paseos a pie. Le ha dado por ahí de repente; dice que es indispensable para su salud, para mantener la línea, pero exige que Lisa la acompañe. Ayer, después del entierro, fueron hasta la cascada de Hohenzollern. Lisa estaba cansada, pero Elsa no, y ha querido ir otra vez esta mañana... y esta tarde han ido no sé adónde a pie también. Yo creo que está un poco loca.

Esta vez, Aldo no dijo nada. Pensaba en esa otra mujer un poco desequilibrada a la que llamaban la emperatriz errante. También se empeñaba en realizar verdaderas proezas caminando, hasta tal punto que dejaba a sus damas de honor extenuadas.

—¿Elsa come mucho?

—Es curioso que me haga esa pregunta. Desde que está en el castillo, no come casi nada. Tía Vivi está muy preocupada por eso. Incluso le he oído decir a Lisa que desde el secuestro esa mujer no es la misma... Y cuando no ha salido, se pasa horas a solas con el busto de Sissi que está en el despacho de tía Vivi. Se le parece, eso es verdad... ¿Acaso intenta acentuar ese parecido?

—Exacto —aprobó Morosini—. Confiemos en que se le pase cuando esté en Viena. A la emperatriz no le gustaba vivir en la capital, y si Elsa se obstina en su nuevo comportamiento, habrá que instalarla en otro sitio. Usted vive en Viena. Y Lisa no se pasará la vida haciendo de fiel acompañante, se marchará.

—Yo también —afirmó Fritz—. Todavía no sé adónde, pero voy a irme.

—¿Por qué no viene conmigo a Venecia? —propuso amablemente Morosini—. Allí se distraería.

Fue mágico. El semblante desolado del pobre chico se iluminó como si un rayo de sol acabara de posarse sobre él.

—¿De verdad quiere que vaya? ¿A su casa?

—A mi casa, claro. Ya verá, es muy entretenido, y tengo una cocinera excelente... a la que Lisa conoce. Podrá hablar de ella con Celina, y practicar francés con el señor Buteau, que fue mi preceptor.

Por un momento creyó que Fritz iba a abrazarlo. El joven se limitó a darle calurosamente las gracias, se acabó el helado y se despidió. Estaba impaciente por volver a casa para empezar a hacer los preparativos y contar la buena noticia. Adalbert lo miró divertido mientras salía de la repleta sala sorteando los obstáculos.

—¿Ahora te dedicas a hacer de buen samaritano? ¡Y nada menos que con un austriaco!

—¿Por qué no? Ese muchacho no es responsable de su nacimiento, y además, si quieres que te diga la verdad, lo encuentro bastante divertido. Sobre todo cuando habla en francés.

Después de una cena frugal —Adalbert se había atiborrado de pasteles—, se instalaron en el bar para esperar allí la comunicación con Venecia que Aldo había solicitado. Con excepción de un matrimonio mayor que estaba tomando unas infusiones y de un anciano caballero, de elegancia un tanto anticuada, que hacía desaparecer tras el periódico desplegado un apreciable número de vasitos de schnaps, además del barman, por supuesto, no había nadie. Aldo, que ya se había terminado la segunda copa de coñac, empezaba a perder la paciencia cuando por fin lo llamaron; eran las nueve y media, pero estaba al habla con Venecia.

Para su gran sorpresa, Aldo oyó en el otro extremo del hilo la voz rezongona de Celina. No era habitual que la cocinera respondiese al teléfono, detestaba hacerlo. Su reacción, por lo demás, fue la típica de ella cuando estaba de mal humor.

—Ah, ¿eres tú? —dijo sin manifestar la menor alegría—. Podrías telefonear más temprano.

—No soy yo quien regula las comunicaciones internacionales. ¿Dónde están los demás?

—El señor Buteau ha ido a cenar con el señor Massaria. Mi viejo Zacearía está en cama con gripe. Y el joven Pisani anda de picos pardos con miss Campbell. ¿Qué quieres?

—Saber qué pasa. He recibido una carta del señor Buteau que me ha dejado un poco preocupado.

—¡Ya era hora de que te decidieras a pedir noticias! No se puede decir que te hayas ocupado mucho de nosotros en los últimos tiempos. Su Excelencia desaparece, y la casa podría arder que él no se preocuparía más que si fuera la caseta del perro. Además...

Morosini sabía que, si no la cortaba de manera tajante, tendría que hacer frente" a una hora de diatriba y a una factura astronómica.

—¡Basta, Celina! Para empezar, no tenemos perro, y además, no he telefoneado para aguantar tu mal humor. Te repito que me digas si ocurre algo fuera de lo normal.

La carcajada de Celina le atravesó los tímpanos.

—¿Fuera de lo normal? Entérate de que, cuando vuelvas, presentaré mi dimisión. Escucha bien lo que te digo: o ella o yo.

—Pero ¿de quién hablas?

—¡Pues de la bella Anny! No sé por qué te gastas el dinero instalándola en casa de Anna-Maria Moretti, porque está siempre metida aquí. No puedo dar dos pasos sin tropezarme con ella, y se entromete en cosas que no le incumben.

—Pero ¿qué hace ahí?

—Eso pregúntaselo a tu secretario. Está colado por ella. ¿Decías que no teníamos perro? Pues ahora tenemos uno: un perrito bien adiestrado que come de la mano de su amante y que se llama Angelo.

—¿Su amante? ¿Se ha atrevido...?

—Yo no he llevado la cesta, así que no sé si se acuesta con ella, pero a juzgar por cómo se comporta no me extrañaría. Te digo que ella se pasa la vida aquí. Y eso no ayuda precisamente al señor Buteau a hacer reinar la disciplina en tu ausencia.

—Tranquila, dentro de dos o tres días estaré ahí y pondré orden. ¿No ha habido visitas sospechosas? —añadió, pensando en los temores expresados por Anielka sobre los revolucionarios polacos.

—Si te refieres a bandidos con escopetas y cuchillos entre los dientes, no, no hemos tenido ninguna así.

—Perfecto. Entonces, escúchame bien: yo no he llamado y tú no sabes que vuelvo, ¿entendido?

—¿Quieres darles una sorpresa? Te va a costar.

—Porque tu secretario paga a un crío para que vaya a la estación a la hora de llegada de todos los trenes de largo recorrido.

—¡Caramba! Enamorado pero prudente, ¿eh? No te preocupes, voy a ir en coche. He comprado un pequeño Fiat y lo dejaré en Mestre, en el garaje de Olivetti. Vuelve con tu marido, Celina, y duerme bien.