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La idea de regresar a Venecia en automóvil se le había ocurrido de pronto. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta que pensaba llevar a Fritz, sería más sencillo. En cuanto a lo demás, a Aldo no le gustaba en absoluto el comportamiento de Anielka. Y tampoco el de ese joven imbécil que había caído en sus redes.

—Saldremos pasado mañana —concluyó, después de haber puesto al corriente a Adalbert—. La actitud de Anielka empieza a parecerme rara. Llega suplicando que la esconda, que la salve de sus enemigos, la pongo a resguardo y lo primero que hace es invadir mi casa.

—Hubo un tiempo en que eso te habría complacido.

—Sí, pero ese tiempo pasó. Hay demasiadas sombras, demasiados sobreentendidos, demasiadas cosas oscuras en esa criatura aparentemente tan luminosa. Y, sobre todo, me temo que demasiados amantes; ni siquiera estoy ya seguro de sentir simpatía por ella.

—Te recuerdo que, cuando se instaló en tu casa, se presentó como tu prometida, y supongo que cree que sigues locamente enamorado de ella.

—Enseguida le quité esa idea de la cabeza.

—¡Eso es lo que tú te crees! Yo juraría que no ha renunciado a convertirse en princesa Morosini.

—¿Acostándose con mi secretario? No me parece el modo más acertado.

—Eso no es más que una suposición gratuita. Yo más bien me inclino a creer que intenta grabar en tu paisaje personal su imagen... de forma indeleble. Te va a costar librarte de ella.

—A no ser que consiga hacer arrestar a su padre o, mejor aún, matarlo.

Vidal-Pellicorne observó unos instantes, sin decir nada, el rostro crispado de su amigo, sus facciones enérgicas más endurecidas aún por la ira, su larga silueta indolente, su mirada azul tan a menudo chispeante de humor o de ironía. Incluso con una diferencia de veinte años, pensó, no debía de ser fácil renunciar a un hombre así. ¡Y, por si fuera poco, gran señor!

—No te fíes —dijo por fin—. Es posible que ni eso la disuada.

Con todas las ventanas iluminadas interiormente por un bosque de velas —esa noche la electricidad parecía desterrada—, Rudolfskrone brillaba en la noche de noviembre como un relicario en el fondo de una cripta. Parecía preparado para ser escenario de una de esas fiestas nocturnas, exquisitas y refinadas, que gustaban en siglos pasados. Sin embargo, cuando a las ocho en punto el pequeño Amilcar rojo depositó a sus ocupantes, no había ningún otro coche a la vista.

—¿Crees que somos los únicos invitados? —preguntó Adalbert cuando el motor parado les permitió oír los violines de un vals de Lanner.

—Eso espero. Si esta comedia de los esponsales debe continuar, prefiero que haya los menos testigos posible.

Un lacayo con librea de color amaranto abrió la puerta, mientras que otro se dispuso a preceder a los invitados por la gran escalera.

—La condesa espera a los señores en el salón de las Musas —les dijo este último.

Habían debido de acabar con todas las flores de los contornos para esa recepción. Había por todas partes, y los dos hombres entendieron por qué les había costado tanto encontrar el ramo de rosas blancas que habían hecho llevar a mediodía. Rodeaban los grandes candelabros de bronce cargados de velas encendidas, llenaban cestas en el rellano y bajo la escalera de mármol. Gracias a ellas y a las llamitas que lo bañaban todo en una luz dorada, el castillo se hallaba sumergido esa noche en una atmósfera irreal que Aldo no podía decir si le resultaba agradable o no. Pensaba, sobre todo, que iba a tener que interpretar ese molesto papel de enamorado ante el público más difícil del mundo: los ojos de Lisa. O lo haría demasiado bien y ella despreciaría su talento, o lo haría mal y le parecería ridículo.

—Pon otra cara —le susurró Adalbert—. Parece que te dirijas al cadalso.

¡Menuda suerte tenía él, que podía abandonarse al simple placer de pasar un rato junto a la mujer que amaba! Porque para Morosini ya no cabía ninguna duda de que su amigo se había enamorado de la señorita Kledermann.

—Más o menos es a donde voy —masculló Aldo.

Magníficamente ataviado de terciopelo color amaranto guarnecido en negro, Josef los recibió al final de la escalera para conducirlos hasta el salón de las Musas, pero, al llegar a la mitad del rellano, se volvió:

—¡Dios mío, casi se me olvida!... Príncipe, la señorita Lisa me ha encargado que le diga que esté preparado para una sorpresa.

¡Sólo faltaba eso!

—¿Una sorpresa? ¿De qué tipo?

—No lo sé, Excelencia, pero creo que debe de ser importante para que me hayan encargado que le avise.

—Gracias, Josef.

Ninguno de los dos vio una forma blanca que escuchaba desde el piso superior, con una mano apoyada en la barandilla.

El salón de las Musas precedía al comedor. Lo decoraban unos frescos de gusto italiano, pero de una factura simplemente correcta, que no retuvieron la atención de Morosini. Éste la dedicó por completo a la anciana dama que permanecía de pie en el centro de la estancia, junto a un enorme jarrón de celadón colocado directamente en el suelo que contenía un impresionante ramo de rosas blancas.

—Son espléndidas —dijo ella, sonriendo y ofreciendo a Morosini su hermosa mano cargada de anillos.

Ella también lo estaba. Una fortuna en diamantes brillaba en sus orejas, sobre el encaje negro de su vestido de cuello rígido; y sobre sus cabellos blancos, peinados en un moño alto, una diadema hecha de delgadas varillas relucientes formaba una aureola preciosa. Junto a esta reina, Friedrich, con frac y aspecto de sentirse muy desgraciado, pasaba inadvertido.

Aldo buscaba a Lisa con la mirada. La sonrisa de su abuela se tiñó de una dulce ironía.

—Está con Su Alteza, ayudándola a vestirse.

Aldo frunció el entrecejo mientras que Adalbert, sorprendido, arqueó las cejas.

—¿Su Alteza? —dijo este último—. ¿Es así como debemos llamarla?

—Me temo que sí. Debo advertirles, queridos amigos, que desde su liberación Elsa no es la misma. Ha ocurrido algo que se nos escapa, y creo, príncipe, que la encontrará diferente de como era cuando se entrevistaron.

—¿Significa eso que ya no tengo que interpretar el papel que me pidieron que representara? —preguntó Morosini, esperanzado.

—La verdad es que no lo sé —murmuró la anciana dama, abatida—. No ha hablado de usted ni una sola vez, no ha vuelto a reclamar su presencia... En cambio, exige la consideración, la deferencia, los honores debidos a una alteza, y no nos sentimos con valor para negárselos. Después de todo, debería tener derecho a ellos. Creo —añadió, volviéndose hacia su sobrino nieto— que Fritz ya les ha hablado de esto.

—Así es —dijo Adalbert—. Los dos pensamos que, esforzándose en resucitar a su imperial abuela, Elsa hace lo que en psiquiatría llaman una transferencia. Quizá deberían pedir visita al famoso doctor Freud cuando estén en Viena.

—Sí, ya lo había pensado. Si es que conseguimos presentársela...

—¿Y ha sido ella quien le ha pedido esta recepción de gala? —preguntó Aldo.

—Sí. Extraña recepción, organizada con el esplendor de una fiesta cuando sólo seremos seis, ¿verdad? Pero ella espera que venga su prometido y la mesa está puesta para veinte personas.

En ese momento, Fritz explotó. Hasta entonces se había limitado, después de haber estrechado la mano a los dos hombres, a mantener los ojos clavados en el suelo al tiempo que se esforzaba en hacer un agujero en la alfombra con el tacón.

—¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre? Está loca. Y haces mal en prestarte a seguirle la corriente en sus manías, tía Vivi. Lo único que conseguirás es darle alas.

—Un poco de calma, ¿quieres? Se trata de una noche..., sólo una. Además, ella lo ha especificado: una cena de despedida.