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—¿De quién? ¿De qué?

—Quizá de Ischl. Se ha enterado de que nos marchamos mañana. O quizá de otra cosa. Pero no he tenido valor para negárselo y Lisa lo aprueba.

—Ah, si Lisa lo aprueba...

Fritz pareció desinteresarse del asunto para concentrarse en la copa de champán que un sirviente le ofrecía en una bandeja. Pero tuvo que dejarla, porque Josef abrió las puertas del salón y anunció con voz potente:

—Su Alteza imperial.

Y Elsa apareció totalmente vestida de blanco. Un blanco tirando un poco a marfil. El vestido de cola era de los que se llevaban a principios de siglo: satén y encaje de Chantilly, recogido, drapeado, sujeto con algunos prendedores de rosas del mismo color. La misma tela sujetaba, sobre el pelo recogido en un moño alto con dos tirabuzones que bajaban por el cuello, una diadema de ópalos y diamantes que sólo podía pertenecer a la señora Von Adlerstein.

Los tres hombres se inclinaron, mientras que la condesa hacía una reverencia perfecta pese a su pierna enferma, pero al incorporarse Aldo y Adalbert se quedaron sin respiración: en el hueco del profundo escote de la princesa, descansando sobre el satén abullonado en el lugar donde la llevaba en la Ópera, el águila de ópalo y diamantes brillaba con insolencia.

La mirada de Morosini buscó la de Lisa, que la seguía a una distancia de tres pasos. Ella le respondió levantando las cejas: ésa era, por descontado, la sorpresa anunciada.

Y había que reconocer que era mayúscula. Sin embargo, por muy sorprendido que estuviera, Aldo no dejó de fijarse en lo encantadora que estaba Lisa con un vestido a la antigua usanza, de tul verde almendra, que hacía plena justicia a su cuello gracioso, a sus bonitos hombros y a un pecho que Aldo habría calificado de interesante.

Llevando en la mano un abanico a juego con el vestido, en el que estaba prendida la rosa de plata, Elsa fue directamente hacia la condesa, a la que ayudó a levantarse.

—Usted no, querida —protestó amablemente. Luego, volviéndose hacia los tres hombres que esperaban uno junto a otro, tendió las manos hacia Morosini.

—¡Querido Franz! ¡He esperado esta noche con tanta impaciencia! Marcará el momento en que todo empiece de nuevo, ¿verdad?

La débil esperanza que el falso Rudiger había abrigado se desvaneció. Incluso encarnando otro personaje, Elsa continuaba viendo en él a su prometido perdido. Con todo, se inclinó sobre la mano enguantada murmurando que se sentía infinitamente feliz y algunas tonterías más que le parecieron adecuadas para el personaje.

Ella, sin embargo, había dejado de escucharlo para reservar toda su atención a Adalbert. Eso permitió a Aldo mirarla más atentamente. El perfil que le ofrecía era tan parecido al del busto del saloncito que se quedó impresionado, aunque ciertos detalles, como la forma de los ojos o un pliegue de la boca, delataban que no se trataba del modelo. De no ser por la cicatriz que marcaba el otro lado de su rostro, esa mujer habría podido despertar el entusiasmo, hacer creer en una milagrosa resurrección, tal vez causar problemas. El velo de encaje con el que se cubría la cara en público no era solamente una protección impuesta por la coquetería; era necesario en un país donde lo más mínimo desataba la imaginación cuando se trataba de un miembro de la antigua familia imperial. Faltaba por aclarar la historia del águila del ópalo.

Aldo se acercó a Lisa, que acariciaba con un dedo una de las rosas del enorme ramo un poco apartada de Elsa.

—¿Cómo se las han arreglado para encontrar estas maravillas? —preguntó sonriendo.

—Me alegro de que le gusten, pero no es eso lo que me interesa ahora. Yo creía que las joyas habían desaparecido con Solmanski. ¿Retiraron el ópalo antes de separarse de ellas?

—Yo no las tuve entre las manos y no pedí verlas. Lo que ocurrió en realidad es que Elsa se había apoderado de él antes de ser secuestrada. Desde su regreso de Viena, se le había metido en la cabeza que, si llevaba siempre encima el ópalo de la emperatriz, no le volvería a pasar nada malo.

—¿Consiguió que le dejaran tenerlo?

—No, porque sus pobres cuidadores desconfiaban un poco de su mente inestable. Habían habilitado un escondrijo en una viga de la sala, pero Elsa los vio y, en cuanto se quedó un momento sola, cogió la joya y la ha mantenido escondida hasta esta noche. Está muy contenta de haber burlado a todo el mundo.

—¿A todo el mundo? Yo no estaría tan seguro. ¿Qué cree usted que va a hacer Solmanski cuando se dé cuenta de que no tiene el ópalo?

—Se conformará con el resto del tesoro. Hay perlas sublimes y bastantes piezas magníficas...

—Ya le dije que lo que él quiere es el ópalo, y por las razones que le expuse.

—Ya lo sé, pero no puede volver sobre sus pasos. La policía se le echaría encima.

—Sí, pero ustedes se marchan mañana. Tenga por seguro que ese individuo se enterará y que todo empezará de nuevo.

Con un gesto vivo, Lisa cogió una rosa para acercársela a los labios. Sus ojos entornados dejaron filtrar una mirada burlona:

—Y, naturalmente, usted tiene una solución, ¿no?

—¿Yo? Dios mío, ¿cuál?

—Muy sencillo: que le demos el ópalo. ¿No ha sido acaso por él, y sólo por él, por lo que Adalbert y usted han venido?

—¿Me cree tan vil como para quitarle a una pobre loca lo que considera su talismán? Aunque lo cierto es que sería la mejor solución. Elsa, que lo ha perdido todo, tendría de qué vivir, y sobre todo, en caso de recibir una visita desagradable, no habría más que desviar el peligro hacia el comprador, es decir, hacia mí; pero si...

—¡Su Alteza imperial está servida!

El anuncio, hecho desde el umbral del comedor por la vigorosa garganta de Josef, cortó en seco la frase de Aldo, que dudó un instante sobre lo que debía hacer; vio que Elsa se dirigía sola con majestuosidad hacia la doble puerta abierta y fue a ofrecer su brazo a la señora Von Adlerstein, que le dio las gracias con una sonrisa, mientras que Adalbert asió la mano de Lisa tomándole la delantera a Fritz, que tuvo que resignarse a cerrar la marcha.

Y fue la cena más increíble, más delirante y también más angustiosa a la que había asistido Morosini en toda su vida. La suntuosa mesa —vajilla de fina porcelana y cristalería de Bohemia dispuestas sobre un mantel de encaje, alrededor de montones de azucenas, rosas y altas velas nacaradas en candelabros de cristal tallado— estaba puesta para veinte comensales, y como ninguna otra luz iluminaba la vasta estancia forrada de tapices, aquel fastuoso servicio se hallaba inmerso en una atmósfera extraña. En ambos extremos de la mesa había un sillón de respaldo alto, los de los señores de la casa, y Elsa, sin vacilar, fue a tomar asiento en el primero, que por lo demás Josef ya estaba apartando para ella. Aldo se inclinó para preguntar en voz baja a la condesa:

—¿Adonde debo conducirla, señora?

—La verdad es que no lo sé —susurró ella—. Elsa se ha empeñado en organizarlo todo esta noche. Yo quería complacerla, pero empiezo a preguntarme si no he hecho mal.

La incertidumbre no duró mucho: la anciana dama fue graciosamente invitada a sentarse a la derecha de la princesa. Suponiendo que, de acuerdo con las normas sociales, él debía tomar asiento a su lado, Aldo se disponía a hacerlo cuando Elsa dijo en un tono seco:

—¡Un momento, por favor! Esa silla no está destinada a usted. —Luego, más suavemente, añadió—: Querido, me parece lo más natural que tome asiento frente a mí. ¿Acaso no es nuestra fiesta? Debemos presidirla juntos.

Aldo se inclinó de nuevo y fue a la otra punta de la mesa, donde ya lo esperaba un lacayo. Pensaba que los otros cuatro invitados serían repartidos entre los dos extremos de la mesa, pero no fue así. Elsa hizo sentar a Lisa a su izquierda y a Adalbert al lado de ésta, mientras que, enfrente, el joven Apfelgrüne se instaló, más enfurruñado que nunca, junto a su tía abuela. Morosini permaneció en su inmensa soledad, separado de los demás por una decena de sillas vacías y la curiosa impresión de encontrarse ante una especie de tribunal. Sin las flores y las llamitas danzantes que sobrecargaban la mesa, el efecto habría sido cautivador, pero él no era hombre que se dejase impresionar por un capricho de mujer, de modo que, como si la situación fuese la más natural del mundo, desplegó la servilleta y la extendió sobre sus rodillas. En la otra punta, nadie se atrevía a mirarlo; la condesa intentó expresar una débil protesta, pero enseguida fue invitada a no insistir.