Выбрать главу

La cena comenzó en un silencio opresivo. En alguna parte de la casa, unos violines tocaban a Mozart en sordina. Pese a sus deseos de escapar de esa reunión fantasmal, Aldo se obligaba a no perder la calma. Presentía que iba a pasar algo, pero ¿qué? Allá, al final del interminable camino florido, Elsa degustaba la sopa con enorme lentitud, con la cabeza erguida y mirando al vacío. De vez en cuando, sonreía, se inclinaba un poco hacia la derecha o hacia la izquierda, dirigiéndose a una de las sillas vacías como si viera a alguien sentado allí. Alrededor de ellos, la danza amortiguada de los sirvientes ejecutaba su rito.

Estaban sirviendo el segundo plato, que era carpa a la húngara, cuando de pronto se oyó el ruido metálico de un cubierto al ser depositado sobre el plato. La voz de Lisa se alzó, tensa, nerviosa, rozando el grito:

—¡Esto es insoportable! ¿A qué viene esta cena siniestra? ¿No tenemos nada que decirnos?

—Lisa, por favor —murmuró su abuela—. No es correcto que hablemos cuando Su Alteza no lo desea...

—Tiene razón, tía Vivi —la interrumpió Fritz, sumándose a la protesta—. Esta comedia que se nos hace interpretar es ridícula. Como lo es la idea de enviar a Morosini a aburrirse solo a la otra punta de la mesa, como si estuviera castigado. Acérquese, amigo, y tratemos al menos de cenar agradablemente.

Elsa se levantó como accionada por un resorte.

—Que sea usted un grosero no es una novedad para mí —le espetó, con un desprecio real, al infeliz—. En cuanto a ese hombre que no dudo ni por un instante que sea su amigo, sepa que lo he puesto ahí para ver hasta dónde llegaría su desvergüenza, hasta dónde sería capaz de llevar su odiosa impostura.

Inmediatamente, Aldo se puso en pie. En unas zancadas, recorrió la vasta sala y se detuvo ante la que lo atacaba. Su semblante permanecía impasible, pero la cólera hacía brillar sus ojos, cuyo color azul se había transformado en verde.

—Señora, no soy ni un grosero, ni un desvergonzado, ni un impostor...

—¿Ah, no? ¿Acaso va a seguir asegurando que es Franz Rudiger?

—Yo nunca lo he asegurado, señora...

—¡Diga Su Alteza imperial!

—Si se empeña... Sepa, pues, Alteza imperial, que ha sido usted y sólo usted quien se ha obstinado en ver en mí al hombre al que añora. Tal vez debería haberla sacado de su error, pero acababa de soportar una dura prueba y temí que sufriera otra conmoción.

—Fuimos nosotras las que le rogamos que continuara interpretando ese papel hasta que usted se encontrase mejor, Elsa. Se hallaba en tal estado... —intervino la condesa—. Nos asustó mucho, y además, la única idea a la que se aferraba era la de que la hubiera salvado el hombre al que ama. Estaba segura de haberlo reconocido, quiso verlo, hablar con él, y en esa ocasión tampoco puso en duda que fuera Franz. Aquello nos entristecía, pero ¿cómo podíamos quitarle esa ilusión sin herirla? Hasta lo veía más apuesto que antes...

—Sólo le falta decir que estoy loca.

—No —intervino Lisa con calma—, pero hace tantos años que no ha visto a Rudiger... Y no tenía ningún retrato. Creo que, sin darse cuenta, ha olvidado un poco su cara.

—¡Era inolvidable!

—Siempre decimos eso, pero lo cierto es que se ha equivocado. ¿Cuándo se ha dado cuenta de su error?

—Hace un rato —respondió Elsa—. Cuando nuestros invitados han llegado, yo estaba asomada a la escalera. Quería... quería ser la primera en verlo. Entonces he oído a Josef llamar a ese hombre «príncipe» y «Excelencia» y he comprendido que estaban engañándome, que los enemigos de mi familia que me persiguen habían encontrado un medio de introducir en mi vida a un ser nefasto, encargado de adueñarse de mi mente y de...

—¡No exageremos! —saltó Vidal-Pellicorne—. Con el respeto debido a Su Alteza, él la salvó arriesgando su propia vida.

—¿Está seguro? Me gustaría creerlo...

Aquello era más de lo que Aldo podía soportar.

—Querida condesa —dijo, inclinándose ante su anfitriona—, me temo que ya he oído suficiente por esta noche. Permítame que me retire.

Apenas había acabado la frase cuando Elsa dio un golpe tan fuerte en la mesa con el abanico que éste se partió.

—¡Ni se le ocurra marcharse sin que se le haya dado permiso! Tengo que hacerle unas preguntas. La primera es: ¿quién es usted?

—Permita que me encargue yo de contestar —intervino Lisa, que prosiguió en un tono solemne destinado a impresionar la mente confusa de Elsa—. Me corresponde a mí el honor de presentar a Su Alteza imperial al príncipe Aldo Morosini, perteneciente a una de las doce familias patricias que fundaron Venecia y descendiente de varios de sus dux. Debo añadir que es un hombre valiente y leal..., sin duda el mejor amigo que se puede tener.

—Es exactamente lo mismo que pienso yo —dijo Adalbert, aunque ese concierto de testimonios no lograba atravesar la armadura de desconfianza de la princesa, cuya mirada, turbia de nuevo, parecía contemplar una escena invisible al fondo de la habitación.

—¡Venecia nos odia!... Tuvo la osadía de abuchear e insultar al emperador y a la emperatriz, mi querida abuela...

—Jamás hubo ni abucheos ni insultos —rectificó Aldo—. Nada más que silencio. Reconozco que el silencio de un pueblo es terrible. Las palabras no pronunciadas, los gritos no proferidos retumban en la imaginación de quien es objeto de ellos, pero la opresión jamás ha sido una buena manera de hacer amigos. Mi tío abuelo fue fusilado por los austríacos y no tengo que disculparme por nada.

Curiosamente, Elsa no replicó. Volvió a posar los ojos en el hombre que se atrevía a plantarle cara, detuvo un momento la mirada en él y luego la bajó.

—Ofrézcame el brazo —murmuró— y volvamos al salón. Tenemos que hablar... ¡Ustedes quédense! —añadió—. Quiero estar a solas con él. Ah, y hagan callar a esos violines.

Salieron con gran majestuosidad, pero, como en las situaciones dramáticas muchas veces se cuela un elemento burlesco, antes de abandonar el comedor Aldo oyó mascullar a Fritz, siempre tan pegado a las realidades terrenales:

—La carpa fría no vale nada. ¿No podrías pedir que la calienten, tía Vivi?

Y se mordió los labios para no echarse a reír. Era el tipo de comentario que le hacía a uno mantener los pies en el suelo y, bien mirado, eso era muy aconsejable en un momento en que sentía que estaba cayendo en la irracionalidad.

Al llegar a la estancia donde habían estado un rato antes, Elsa optó por sentarse junto al gran ramo de rosas blancas y pasó la mano por sus corolas con ademán acariciador.

—Me habría gustado que fuesen para mí —murmuró.

—La costumbre es enviar flores a la dama que te invita —dijo Aldo—. Además, no las enviaba sólo yo. De todas formas, quizá no me habría atrevido...

Elsa dejó sobre un velador el abanico, cuya varilla partida en dos permanecía sujeta por la rosa de plata.

—No fue usted quien me dio esto, es verdad. Sin embargo, el otro día se atrevió a besarme.

—Le pido perdón, señora. Usted me lo había pedido.