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—Y era esencial interpretar su papel, ¿no? —murmuró con una amargura que conmovió a Morosini.

—No tuve que hacer ningún esfuerzo. Recuerde lo que le dije, y le juro por mi honor que era sincero. Es usted muy bella y, sobre todo, posee un encanto que supera las bellezas más raras. Es muy fácil amarla..., Elsa.

—Pero usted no me ama.

Sin mirarlo, tendió hacia él una mano de ciega en busca de un apoyo. Una mano perfecta, y tan frágil que él la tomó entre las suyas con una infinita dulzura.

—Qué más da, puesto que no es a mí a quien usted ha entregado su corazón.

—Claro, claro..., pero él tiene pocas posibilidades de conseguir que le concedan mi mano. Ni mi padre ni Sus Majestades aceptarán a un plebeyo. Usted, según me han dicho, es príncipe.

Aldo se dio cuenta de que sus fantasmas volvían a apoderarse de ella.

—Un príncipe insignificante —dijo sonriendo—. Indigno de una archiduquesa. Y enemigo, por añadidura, puesto que soy veneciano.

—Tiene razón. Es un grave impedimento... Al menos él es un buen austriaco y un fiel servidor de la Corona. Tal vez mi abuelo acepte concederle un título de nobleza.

—¿Por qué no? Habrá que pedírselo...

El terreno se volvía tan resbaladizo que Aldo sólo se atrevía a avanzar paso a paso. Deseaba acabar con esa escena fuera del tiempo, pero, por otra parte, hubiera querido poder ayudar a esa mujer quizá tan atractiva, caprichosa y desdichada como lo había sido aquella cuya imagen se esforzaba en resucitar.

La idea que le había sugerido debió de gustarle, pues se puso a sonreír a una visión que ella era la única en contemplar:

—¡Exacto! ¡Se lo pediremos juntos!... Por favor, vaya a decirle a Franz que venga a reunirse conmigo.

—Lo haría con mucho gusto, Alteza, pero no sé dónde está.

Ella volvió hacia él una mirada que no lo veía.

—¿Todavía no ha llegado?... ¡Qué raro! Siempre es de una puntualidad extrema. ¿Quiere mirar si está en la antecámara?

—A sus órdenes, Alteza.

Aldo salió, dio unos pasos por la galería mientras reflexionaba y luego regresó al salón. Elsa se había levantado. Caminaba de un lado para otro sobre la gran alfombra de flores, apretando las manos contra el pecho. La cola del vestido la acompañaba con un crujido sedoso.

Al oír entrar a Morosini, se volvió de golpe.

—¿Y bien?

—Todavía no ha llegado, Alteza. Quizás haya tenido algún contratiempo de tipo mecánico...

—¿Mecánico? —repuso ella, horrorizada—. ¡Los caballos no son mecánicos y Franz no utilizaría otra cosa! A él y a mí nos encantan los caballos.

—Claro, debería haberme acordado. Le pido perdón... ¿Me permite que aconseje a Su Alteza sentarse? Está atormentándose por nada y eso no es bueno.

—¿Quién no se atormentaría cuando su prometido llega tarde la noche más importante de su vida?... ¿Qué debo hacer, Dios mío, qué debo hacer?

Su agitación iba en aumento. Aldo comprendió que solo no conseguiría controlar la situación, que debía buscar ayuda. Asió firmemente a Elsa de un brazo para obligarla a sentarse.

—Cálmese, por favor. Voy a pedir que salga alguien a su encuentro. Quédese aquí sin moverse y esté tranquila.

La soltó con tantas precauciones como si temiera verla desplomarse y a continuación salió y se dirigió apresuradamente al comedor. No había nadie sentado a la mesa y los criados habían desaparecido. Tan sólo la señora Von Adlerstein estaba sentada en el alto sillón que antes ocupaba Elsa. Junto a ella, Adalbert fumaba como una locomotora. Fritz, ante una ventana, comía pastas dispuestas en una gran fuente. En cuanto a Lisa, caminaba detrás del asiento de su abuela con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, pero al ver entrar a Aldo fue corriendo hacia él.

—¿Dónde está?

—Aquí al lado, pero, Lisa, ya no sé qué hacer... Vaya con ella.

—Dígame primero qué ha pasado.

Aldo contó con toda la fidelidad posible su extraña conversación con Elsa.

—Confieso que me siento culpable —concluyó—. Jamás debería haberme prestado a esta comedia.

—Lo ha hecho a petición nuestra —dijo la condesa—. Y nosotras se lo pedimos porque pensábamos que un poco de alegría podría serle beneficiosa. Después, usted se ausentaría y eso me dejaría tiempo para llevarla a Viena y hacer que la examinaran.

—Sí, claro, pero ahora ella lo mezcla todo y espera a Rudiger. Está muy preocupada por él. Acabo de prometerle que voy a ir en su busca porque teme que haya tenido un accidente.

—Bien, hay que acabar con esto. Voy con ella —dijo Lisa, pero su abuela la retuvo por la muñeca.

—No, espera un momento. Hay que pensar... ¿Dice que teme un accidente? Y nosotros sabemos que ha muerto... ¿Y si aprovecháramos la ocasión para decirle... que no volverá a verlo nunca más?

—Tal vez no sea una mala idea —dijo Adalbert—, pero es mejor no precipitarse..., dejar que pasen las horas, los días. Aldo debe desaparecer de su horizonte. Ella está confusa porque no acaba de saber con seguridad si es Rudiger o no.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo el interesado—. Tengo miedo de cometer un error sea cual sea mi actitud. Vaya, Lisa, no conviene dejarla mucho tiempo sola.

—Te acompañamos —dijo la anciana dama—. ¡Josef!

El viejo mayordomo, que había permanecido en las lejanas sombras del comedor, reapareció en el halo de luz.

—Señora condesa...

—No creo que nos acabemos esta cena. Diga a todos que se retiren, pero sírvanos el café en mi gabinete. Quizá con el postre, para complacer a Fritz.

En ese momento oyeron la voz de Lisa:

—¡Elsa!... ¡Elsa! ¿Dónde está?

La joven volvió para anunciar que la princesa no estaba donde Aldo la había dejado.

—Voy a subir a su habitación —añadió.

Pero la habitación estaba vacía, al igual que el resto del piso, al igual que todas las demás estancias de la casa. Y, lo que era más curioso aún, nadie había visto a Su Alteza. Alguien sugirió la idea de que quizás había salido a pasear por el parque.

—No me extrañaría nada —dijo Lisa—. Si le diéramos libertad total para obrar a su antojo, estaría día y noche fuera.

En ese momento se oyó el galope de un caballo alejándose rápidamente. Se precipitaron a las cuadras con linternas y vieron una de las puertas abierta de par en par. Faltaban una yegua y una silla de amazona, según afirmó el jefe de los palafreneros, que había acudido al oír ruido.

—He tenido el tiempo justo de ver algo blanco, como un largo chal de bruma que corría hacia los bosques —dijo el hombre.

—¡Dios mío! —gimió Lisa, ciñendo alrededor de sus hombros desnudos la capa de loden que había cogido del guardarropa del personal—. ¿Cómo ha podido montar con ese vestido de noche? ¡Y con el frío que hace! ¿Adónde habrá ido?

—A buscarlo a él —dijo Aldo, precipitándose hacia uno de los caballos—. Vuelva a casa, Lisa, vamos a intentar encontrarla.

—No, ustedes no van a hacer nada —dijo la joven—. ¿Adónde van a ir en plena noche y con traje de gala, sin conocer además la región ni a los caballos?... Sí, lo sé, es usted un jinete excelente, pero yo le pido que se quede aquí. No serviría de nada que se partiera la nuca... Llame a sus hombres, Werner, y envíelos en la dirección en la que la ha visto ir. Cojan linternas para intentar seguir las huellas... El señor Friedrich irá con ustedes. Conoce la región palmo a palmo. Nosotros iremos a casa y avisaremos a la policía. Hay que dar una batida por el norte de Ischl.

—Pero esos bosques hacia los que la han visto ir, ¿adónde llevan? —preguntó Adalbert.

—Depende. A la montaña... al Attersee, al Traunsee. Lugares llenos de obstáculos, llenos de peligros, y no creo que ella conozca la zona mejor que ustedes..., mi pobre Elsa...