La voz de la joven se quebró al pronunciar las últimas palabras. Dándose cuenta de que iba a romper a llorar, Aldo tendió las manos hacia ella, pero, de repente, Lisa giró sobre sus talones y se fue corriendo hacia la casa.
—Dejémosla —murmuró Adalbert—. A quien necesita es a su abuela... Lo mejor es que vayamos a coger el coche e intentemos ejecutar la parte que nos corresponde en el concierto delirante de esta noche.
Siguiendo los consejos de Josef, que les facilitó un mapa de carreteras, subieron hacia Weissenbach y Burgau, en el Attersee, deteniéndose con frecuencia para escuchar los ruidos nocturnos. No había luna. Estaba oscuro, hacía frío, y los dos pensaban en la mujer vestida de satén que galopaba a ciegas a través de esa oscuridad. ¿Estaría aún viva? Su montura podía haberse desbocado, o una rama baja haberla golpeado. La maravillosa naturaleza de aquel rincón de Austria, constelada de cascadas y de grandes lagos apacibles, les parecía ahora amenazadora, pérfida, plagada de trampas, algunas de las cuales podían ser mortales.
—¿En qué piensas? —preguntó de pronto Morosini, después de haber encendido el vigésimo cigarrillo.
—Intento no pensar.
—¿Por qué? ¿Temes que la galopada de Elsa sea una carrera hacia el abismo?
—No lo temo, estoy seguro de que lo es. Esto no puede acabar de otra forma.
—¿Por el ópalo? ¿Tú también crees en su poder maléfico?
—Hemos constatado el del zafiro y el del diamante. Esta maldita piedra no es una excepción. Aunque esta vez me pregunto si nuestra búsqueda va a terminar aquí. Supón que Elsa desaparece...
—No irás a dotarla de poderes sobrenaturales... Aunque a veces da la impresión de que es un fantasma, no lo es. Así que intentemos razonar con realismo. Primera hipótesis: tiene un accidente y se mata. Creo que conseguiremos que la condesa nos venda una joya que no tendrá ganas de conservar. Y cuanto antes, mejor, pues hay que contar con Solmanski. Podría reaparecer en el momento menos pensado.
—Hummm.... —gruñó Vidal-Pellicorne—. Segunda hipótesis: la encontramos, está bien... y entonces, ¿qué? Te recuerdo que ve ese objeto como un talismán.
—Lo sé. En ese caso, tendremos que hacer lo que habíamos decidido en Hallstatt: encargar una copia de la joya, y ahora con más posibilidades de éxito, porque sin duda podremos conseguir una fotografía. Evidentemente, es una solución muy cara, pero es la mejor: Elsa tendrá una joya auténtica en la que podrá creer todo lo que quiera, pero ya sin peligro.
—¿Crees que Lisa estará de acuerdo? Siempre ha detestado la idea de mercadeo que sugería nuestra presencia.
—Y eso te fastidia, ¿verdad? —dijo Aldo en tono sarcástico.
—Un poco, lo reconozco, y me cuesta creer que a ti te deje indiferente.
—Los sentimientos no se pueden medir con el mismo rasero que la misión que debemos llevar a cabo. La misión es lo importante, puesto que se trata de un pueblo.
Adalbert no contestó y se concentró en la conducción del vehículo. Durante su recorrido, los dos hombres se encontraron con Fritz y uno de los palafreneros, que, sujetando al caballo por la brida y acercando la nariz al suelo, intentaban encontrar el rastro que habían perdido. Por supuesto, todavía no habían visto nada. Y nadie encontró nada.
Era de día cuando regresaron a Rudolfskrone, donde reinaba una atmósfera de catástrofe. Ni Elsa ni la yegua habían aparecido. Lisa tampoco estaba a la vista.
—Vayan a descansar un poco —les aconsejó la señora Von Adlerstein, cuya angustia se reflejaba claramente en su rostro cansado y sus ojos apagados—. Se han portado como verdaderos amigos y nunca podré agradecérselo bastante.
—¿Está segura de que ya no nos necesita?
—Sí. Vengan a cenar esta noche. Si antes hay alguna noticia, se lo haré saber.
—¿Dónde está Lisa?
- Acaba de salir, pero no se preocupen, la he obligado a dormir tres horas y a comer algo.
Fue Fritz quien, dos horas más tarde, les llevó la noticia: Lisa había regresado con la yegua. Al llegar a la cascada a la que a Elsa le gustaba ir los últimos días, la joven había visto al animal, cuya brida se había enganchado en una rama. De la amazona no había otro rastro que una mantilla blanca en el saliente puntiagudo de una roca, en la pared que bajaba. Más abajo aún, el borboteo del torrente, que rebotaba despidiendo blancas salpicaduras. Y luego las profundidades rugientes de la catarata.
—Había ido en otra dirección —dijo Fritz—. No habíamos buscado por ahí. Ni siquiera sabemos por qué camino ha podido llegar a la cascada, pero una cosa es segura: está ahí, y para sacarla... Es horrible, ¿verdad? Allá arriba todo el mundo está destrozado.
—No es para menos —murmuró Morosini, que se volvió hacia su amigo—. Los dos teníamos razón: era una carrera hacia el abismo.
—Quiso salir al encuentro de su prometido, pero se encontró con la muerte. Y le tendió los brazos...
En el silencio que siguió, Fritz se sintió incómodo.
—Supongo que nos veremos más tarde en casa de tía Vivi, ¿no? Naturalmente, el viaje a Venecia queda pospuesto. ¿Y... ustedes? ¿Qué van a hacer? —añadió tras una ligera vacilación.
—Yo iré a despedirme —dijo Aldo con un suspiro—. Tengo que volver a casa sin falta, pero mi invitación sigue en pie.
—Es muy amable y se lo agradezco, pero será mejor que me quede en Rudolfskrone mientras duren las operaciones de búsqueda. Quizá después —dijo con una mirada de cocker que espera una golosina—. Cuando Lisa se marche... o cuando se haya cansado de verme.
—Siempre será bien recibido —dijo Aldo con sinceridad. Sentía una especie de ternura por ese muchacho torpe pero conmovedor en su amor obstinado, que veía claramente que no tenía esperanzas. Se había equivocado de siglo; la época de los Minnesánger y de los caballeros que se pasaban la vida suspirando por una dama inaccesible habría sido más indicada para él—. Venga a Venecia —concluyó, estrechando la mano del joven—. Ya verá; hace milagros. Pregúnteselo a Lisa.
—El milagro sería ir con ella, pero más vale no soñar.
Una vez solos, Morosini y Vidal-Pellicorne permanecieron un rato sumidos en pensamientos coincidentes. Adalbert fue el primero en expresar el sentimiento común:
—Esta vez sí que ha acabado todo de verdad. No hemos podido salvar a esa desdichada y el ópalo yace con ella en el fondo del agua. Es una verdadera catástrofe.
—A lo mejor encuentran el cuerpo.
—No lo creo. De todas formas, si no te molesta, me quedaré unos días más para ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
—¿Por qué crees que va a molestarme?
El arqueólogo se sonrojó de pronto hasta la punta de los cabellos en perpetuo desorden.
—Podrías... creer que busco motivos para quedarme el máximo tiempo posible cerca de Lisa.
—Y después de todo, ¿por qué no ibas a hacerlo? Yo no tengo ningún derecho sobre la señorita Kledermann y no me hago ninguna ilusión sobre sus sentimientos hacia mí. Tú le gustas, así que...
—Como decía Fritz, más vale no soñar. Dejando esto a un lado, después seguramente iré a Zúrich para intentar tener una entrevista con Simon. Es preciso ponerlo al corriente.
—Yo de ti iría primero al palacio Rothschild, en Viena. Tal vez el barón Louis pueda decirte dónde reside en estos momentos su viejo amigo el barón Palmer. Y así estarás unos días más junto a Lisa.
Demasiado emocionado para contestar, Adalbert cogió a su amigo por los hombros y lo abrazó.
A la mañana siguiente, Morosini salía de Bad Ischl al volante de su pequeño Fiat. Solo.