—Le juro que hice lo que pude para que los soltaran, Aldo, pero ese tal Fabiani que los acompañaba me amenazó con seguir la misma suerte que ellos. Dijo que Solmanski era amigo personal de Mussolini y que mandarlo a vivir en nuestra casa era un privilegio extraordinario que había que apreciar no precisamente con insultos. Le expliqué que, en su ausencia, era delicado aceptar a unos extraños bajo su techo. Pero él me replicó que su futura esposa y su padre no podían ser considerados unos extraños.
—¿Otra vez esa historia disparatada? Pues yo no le oculté a... lady Ferráis lo que pensaba al respecto.
—A lo mejor creyó que quería ponerla a prueba o Dios sabe qué. El caso es que no tuve más remedio que inclinarme si no quería dejar su casa sin vigilancia.
—A nadie se le ocurriría reprocharle nada, amigo mío —dijo Aldo, consternado—. ¿Están aquí ahora?
—En el salón de las Lacas, donde Livia ha debido de servirles el té.
—¡Se creen realmente que están en su casa! —dijo Morosini con rabia—. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo se las arreglan para las comidas? ¿Quién reemplaza a Celina en los fogones?
El antiguo preceptor agachó la cabeza y se puso rojo como un tomate.
—Bueno..., para el té y el café, las pequeñas Livia y Fulvia se las arreglan muy bien. De lo demás me encargo yo.
—¿Usted cocina? —dijo Morosini, atónito—. ¿Se han atrevido a pedirle eso?
—No, he sido yo quien ha decidido hacerlo. Ya sabe el amor que siente Celina por sus dominios, por sus cacerolas, y he pensado que la ausencia le sería menos penosa si... un amigo se hiciera cargo de ellos. Ya debe de estar bastante mal sin imaginar una violación de su territorio.
Aldo, emocionado, rodeó al señor Buteau con los brazos y lo estrechó unos instantes contra sí. Esa prueba de amistad hacia la que él llamaba su madre putativa le llegaba al corazón, aunque sabía desde hacía tiempo que, a través de innumerables conversaciones y controversias culinarias, los lazos tejidos entre la napolitana y el borgoñón se habían vuelto fraternales.
—Espero que vuelva pronto para decirle lo que piensa de esto —murmuró—. Ahora voy a ocuparme de los invasores, y si sólo depende de mí...
—Vaya con cuidado, Aldo —le rogó el señor Buteau—. Recuerde que nos vigilan y que al siniestro muchacho apostado en la puerta le bastaría un toque de silbato para hacer venir a un escuadrón de sus colegas. Es absolutamente preciso que permanezca con nosotros; si no, esa gente es capaz de desposeerlo de todo.
—¡Todavía no hemos llegado a esos extremos!
Sin embargo, aunque se había dirigido a la escalera dispuesto a subir los peldaños de cuatro en cuatro, aminoró la marcha a fin de tomarse el tiempo de reflexión necesario para apaciguar su cólera. Si sólo hubiera prestado oídos a su indignación, habría cruzado el umbral del salón de las Lacas y agarrado por las solapas a ese viejo demonio de Solmanski para arrojarlo directamente al Gran Canal a través de una ventana.
Al llegar al portego, la larga galería donde, bajo la mirada altiva del dux Francesco Morosini el Peloponesio, estaban reunidos los grandes recuerdos de los combates y de las glorias navales de la familia, dejó sobre uno de los arcones de marina el abrigo, los guantes y el sombrero con los ojos clavados en la puerta tras la que el enemigo permanecía agazapado. Tenía la impresión de que un gusano inmundo estaba pudriendo el fruto magnífico de su casa, madurado a lo largo de siglos de grandeza. Pero tenía cosas mejores que hacer que filosofar. Respirando hondo, como uno hace siempre antes de zambullirse, abrió la puerta con decisión y entró.
Allí estaban los dos, padre e hija, sentados a uno y otro lado de un velador antiguo que sostenía una gran bandeja de plata, él vestido de negro, como era su costumbre, con el monóculo levantando arrogantemente su poblada ceja gris, ella ataviada con un fino vestido de lana blanca, que le daba ese aire de reina de las nieves al que Aldo había sido tan sensible pero que en esta ocasión lo dejó frío.
Fue ella la primera en verlo. Tras dejar la taza, fue hacia él con las manos tendidas.
—¡Aldo! ¡Por fin has vuelto! ¡Qué contenta estoy!
Se disponía a abrazarlo, pero él la detuvo con un gesto seco y sin siquiera dedicarle una mirada.
—No estoy seguro de que sigas estándolo mucho tiempo.
Acto seguido, dirigiéndose hacia el conde, que lo miraba acercarse con una media sonrisa pero sin moverse ni un milímetro, le espetó:
—¡Largo de aquí! ¡No tiene nada que hacer en mi casa!
La ceja que sostenía el círculo de cristal lo soltó al levantarse bruscamente, mientras que Solmanski, dejando la taza, pareció replegarse sobre sí mismo. Su boca hizo un mohín de disgusto.
—¡Vaya recibimiento! Esperaba algo mejor de un hombre cuyas aspiraciones más profundas voy a colmar asegurando su felicidad.
—¿Mi felicidad? ¿En serio? ¿Haciendo encerrar a mi segunda madre y a mi sirviente más antiguo? ¿De verdad creía que me iba a tragar eso?
Solmanski hizo un gesto evasivo, se levantó y dio unos pasos sobre la alfombra de Savonnerie.
—Quizás aprecie a esa mujer, pero ella ha actuado en contra de sus intereses más elementales negándome hospitalidad, pese a haber sido pedida con toda cortesía por el gran hombre que se ha hecho cargo de los destinos de este país y que...
—¿Dónde cree que está en estos momentos? ¿En un mitin electoral? Yo no conozco a Benito Mussolini, él no me conoce a mí, y deseo que nuestras relaciones sigan siendo las que son. Dicho esto, la casa de los Morosini nunca ha servido de refugio a un asesino, y eso es lo que usted es. ¡Así que váyase! ¡Váyase a Roma, váyase a donde quiera, pero salga de este palacio! ¡Y llévese a su hija!
—¿Acaso su visión le ofende? Sería el primero, y hasta ahora no pensaba así.
—Hace ya bastante que cambié de opinión respecto a ella; es demasiado buena actriz para mi gusto. La espera un gran futuro en el teatro.
La protesta indignada de Anielka fue cortada en seco por su padre, que la invitó en un tono amable pero firme a retirarse a su habitación.
—Seguramente vamos a decirnos cosas poco agradables. Prefiero que no las oigas; podrías recordarlas más tarde.
Para sorpresa de Morosini, Anielka no protestó. Esbozó un gesto dirigido a la estatua rígida y sin mirada que se alzaba ante ella, pero enseguida dejó caer la mano y salió sin que sus ligeros pasos arrancaran la menor queja al entarimado. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ella, Aldo se colocó delante del gran retrato de cuerpo entero de su madre, pintado por Sargent, que estaba enfrente del de la heroína de la familia, Felicia, princesa Orsini y condesa Morosini, cuya imperiosa belleza había fijado sobre el lienzo Winterhalter. Aldo permaneció delante del cuadro y, con las manos cruzadas tras la espalda, plantó cara al hombre que, estaba seguro, había ordenado el asesinato. La sonrisa que le dedicó entonces fue un poema de desdeñosa insolencia:
—En los tiempos en que estaba enamorado de ella, a menudo me pregunté si... lady Ferráis —en ese instante era incapaz de pronunciar su nombre— era realmente su hija. Ahora estoy seguro de que lo es; se parece demasiado a usted, y por eso ya no la quiero.
—Sus sentimientos no tienen mucha importancia. No sería el primer matrimonio que deja el corazón a un lado. Aunque la creo muy capaz de volver a conquistarlo. Su belleza es de las que no dejan a ningún hombre indiferente. Engañar es un defecto muy femenino, pero que se perdona fácilmente cuando la mujer tiene una cara de ángel y un cuerpo capaz de condenar al propio Satán.