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Morosini se echó a reír.

—¡Con él sería incesto! Pero dígame, Solmanski, ¿por casualidad está pensando en convertirse en mi suegro?

—¡Muy bien! ¡Entiende usted las cosas enseguida! —repuso el otro, devolviendo un sarcasmo por otro—.

He decidido darle a Anielka, en efecto. Sé que hubo un tiempo en que la habría recibido de rodillas, pero en aquella época esa unión interfería en mis planes. Hoy, las cosas han cambiado y he venido expresamente para acordar este matrimonio.

—¡No le falta descaro! Tartufo era un aprendiz a su lado. ¿Por qué no añade que mi casa le ha parecido un excelente refugio contra las diferentes policías que lo buscan? Y no por minucias: varios asesinatos, secuestro... y robo, porque debió de tener algo que ver con el robo cometido en la Torre de Londres, ¿verdad?

El conde se ensanchó de pronto como un dondiego de día al darle el primer rayo de sol.

—Ah, ¿se dio cuenta? Es usted más inteligente de lo que pensaba, y confieso que... no estoy descontento de ese golpe. Pero, ya que saca a relucir el asunto del pectoral, y que estoy en posesión del zafiro y del diamante, creo que no tendrá demasiados inconvenientes en entregarme el ópalo, puesto que usted y Simon Aronov ya tienen la carrera perdida.

—Usted también la tiene perdida —dijo Morosini súbitamente apaciguado, pues sabía perfectamente que las joyas que tenía Solmanski eran falsas—. Si quiere esa piedra, tendrá que ir a buscarla a las entrañas de la tierra, al fondo de la cascada de los alrededores de Ischl a la que se arrojó la infeliz a la que usted había condenado a morir en el incendio provocado por una explosión. Ella prefirió el agua.

—¡Miente! —rugió el hombre, cuya nariz se encogió de un modo muy curioso.

—No, palabra de honor, aunque esa expresión debe de resultarle desconocida. El periódico austríaco que compré ayer y que está en mi maleta informa de ese accidente. En cuanto a la señorita Hulenberg, había separado el águila de diamantes del resto de las alhajas sin que sus sirvientes se enteraran. La consideraba un talismán y la llevaba siempre oculta bajo la ropa. ¡Sí, Solmanski! Durante varios días tuvo el ópalo al alcance de la mano. Desgraciadamente, se lo había puesto para lucirlo en su última cena y se lo llevó consigo a la muerte..., junto con una diadema bastante bonita que la señora Von Adlerstein le había prestado para la ocasión. Tendrá que conformarse con las joyas que robó, aunque con un consuelo: no estará obligado a compartirlas con su hermana. En el lugar donde está la baronesa, no tendrá oportunidad de llevar joyas durante mucho tiempo.

—Si la han detenido, ha sido por su culpa —dijo el conde, rechinándole los dientes—. Presumir de ello ante mí es una grave torpeza.

Un acceso de rencor había hecho que la arrogancia del supuesto polaco se desmoronara. Aldo se permitió el placer de encender un cigarrillo y de echarle el humo a su enemigo en la cara antes de declarar:

—Para mí fue una verdadera satisfacción, y no creo que a usted le cause una pena muy profunda; no es un hombre de grandes sentimientos.

—Tal vez, pero soy un hombre al que le gusta saldar sus cuentas y la suya está subiendo considerablemente. En cuanto al ópalo, no pierdo la esperanza de hacerme algún día con él; un cuerpo puede encontrarse, incluso en una cascada.

—Siempre y cuando pueda volver a Ischl, donde el Polizeidirektor Schindler le recibiría con los brazos abiertos.

—Cada cosa a su tiempo. Por el momento centrémonos en usted y su próximo matrimonio: dentro de cinco días hará de mi hija una deliciosa princesa Morosini.

—No cuente con ello —repuso Aldo.

—¿Se apuesta algo?

—¿Qué?

Los ojos del conde, fríos como los de un reptil, y los centelleantes del príncipe estaban clavados los unos en los otros. Una sonrisa cruel deformó los delgados labios de Solmanski.

—La vida de esa mujer gorda a la que usted llama su segunda madre y la de su compañero. Mis amigos y yo nos hemos encargado de que los encierren en un lugar suficientemente secreto para que la policía oficial no tenga ninguna posibilidad de encontrarlos y del que podrían desaparecer sin ninguna dificultad. Y eso es lo que les pasará si se niega.

Un desagradable hilo de sudor frío se deslizó por la espalda envarada del príncipe anticuario. Sabía que ese indeseable era capaz de cumplir su amenaza sin vacilar ni un segundo, e incluso de hacerlo con cierto placer. La idea de la muerte, quizá terrible, que Solmanski reservaba a la vieja pareja a la que quería desde su infancia le resultó insoportable, pero se negaba a rendirse tan deprisa e intentó seguir combatiendo.

—¿Tan bajo ha caído Venecia para que un monstruo como usted pueda perpetrar sus fechorías a sus anchas sin que los que la gobiernan sean capaces de impedirlo? Tengo muchos amigos entre ellos...

—Ninguno moverá ni un dedo. No es Venecia la que está cayendo en la decrepitud, es Italia entera. Ya era hora de que un hombre se alzara, y son muchos los que lo apoyan. Ahora, la ley la hacen sus servidores. Y yo tengo el honor de ser su amigo. Usted también lo será cuando le obedezca. Mussolini será mucho más grande que cualquiera de sus dux.

—Eso está por ver. Obediencia es una palabra que aquí detestamos. En cuanto a mí, no compartiría con usted ni la amistad de un santo.

—¿Eso quiere decir que se niega? Cuidado, porque si dentro de cinco días mi hija no se ha convertido en su mujer, no matarán a sus criados en el acto, sino que cada día que pase recibirá un regalo de su parte: una oreja, un dedo...

Aquello fue más de lo que Aldo podía soportar. Presa de un furor ciego, de una irreprimible necesidad de congelar para siempre esa expresión insolente, de apagar para siempre esa voz feroz, se abalanzó con todo su peso sobre el conde, que no tuvo tiempo de prever su ataque, lo derribó sobre la alfombra arrastrando junto con ellos la bandeja, que cayó haciendo un estruendo apocalíptico, y rodeándole con sus largos dedos nerviosos el cuello, empezó a apretar, disfrutando ya del primer ronquido que el otro dejó oír. ¡Qué divina sensación notar cómo se debatía bajo su fuerza implacable! Pero apareció alguien que tiró de él hacia atrás.

—¡Suéltelo, Aldo, se lo ruego! —suplicó la voz aterrada de Guy Buteau—. ¡Si lo mata, será el final para todos!

Esas palabras lograron penetrar como un trozo de hielo en el cerebro del príncipe. Sus manos aflojaron la presión y, lentamente, se levantó, sacudiendo con gesto maquinal la raya del pantalón antes incluso de secarse con el pañuelo la fina capa de sudor que brillaba en su frente.

—Perdóneme, Guy —dijo con voz ronca—. Creo que había olvidado todo lo que no era mi deseo de acabar de una vez por todas con esta pesadilla viviente. Por nada del mundo quisiera que le hiciesen daño, ni a usted ni a nadie de los que viven bajo este techo.

Sin dirigir una mirada a su víctima, a quien el antiguo preceptor ayudaba caritativamente a ponerse en pie, salió del salón dando un portazo que retumbó en todo el portego.

Anielka lo esperaba, de pie y con las manos juntas, junto al arcón donde Aldo había dejado sus cosas. La mirada que alzó hacia él era implorante y estaba cargada de lágrimas.

—¿Podemos hablar un momento a solas? —le preguntó.

—Tu padre se ha expresado por los dos. Permite, no obstante, que te felicite. Has tendido muy bien la trampa, con mano maestra; claro que has tenido un buen maestro. Y yo he sido un imbécil por dejarme engañar otra vez por tu personaje de frágil criatura perseguida por todas las fuerzas del mal. Nunca he logrado saber quién eras realmente, lady Ferráis, pero ahora ya no tengo ningunas ganas de averiguarlo. Ten la bondad de dejarme pasar.