Ella bajó la cabeza y se alejó.
Tras una breve vacilación, Aldo decidió cambiarse de ropa y salir. En la escalera se encontró con Livia, que estaba empezando a subir su equipaje. Vio que tenía los ojos rojos.
—Deje la maleta grande, la subiré yo después —le dijo—. Y no tema, Livia. Estamos viviendo una pesadilla, pero le prometo que saldremos de ésta.
—¿Y Celina y Zaccaria?
—Ellos sobre todo. Ellos más que nadie.... Pero, si tiene miedo, vaya a pasar una temporada a casa de su madre.
—¿Y dejar que Su Excelencia se haga el café? Cuando se pertenece a una casa, don Aldo, se vive con ella los buenos momentos y los malos. Y Fulvia piensa lo mismo que yo.
Morosini, emocionado, puso una mano sobre el hombro de la joven doncella y lo presionó suavemente.
—¿Qué he hecho para merecer sirvientes como ustedes?
—Cada cual tiene lo que merece.
Y Livia prosiguió su ascenso.
La noche había caído hacía ya un rato y, en la puerta del palacio, los grandes faroles de bronce mostraron a Morosini que el miliciano de guardia no era el mismo. Debían de haberlo relevado, pero el príncipe no tuvo mucho tiempo de pensar en ello, pues Zian, como si surgiera de las oscuras aguas tornasoladas por los reflejos de la luz, acababa de saltar a los peldaños musgosos.
—¡Don Aldo! ¡Virgen santa! ¿Ha vuelto? ¿Por qué no me lo han dicho?
—Porque he preferido no avisar a nadie. Ven. Vamos a coger la góndola y me llevas a la Cá Moretti. ¿Cómo es que estás aquí a estas horas? —preguntó mientras el gondolero manejaba la elegante embarcación—. ¿Ya no vigilas el palacio Orseolo?
—Desde hace dos días, no, Excelencia. Doña Adriana volvió el martes por la noche cuando yo acababa de llegar y, como aquel que dice, me echó a la calle.
—Curiosa forma de darte las gracias. ¿Qué mosca le picó?
—No lo sé. Estaba rara, como si hubiera llorado mucho... Ni siquiera estoy seguro de que me reconociera.
—¿Estaba sola?
—Sí, y me dio la impresión de que no traía todas las maletas que se había llevado. Seguramente ha tenido problemas.
Morosini no lo ponía en duda. No le costaba adivinar lo que debía de haber pasado entre Adriana y el sirviente griego al que soñaba con convertir en un gran cantante, por la sencilla razón de que hacía tiempo que había imaginado el escenario: o bien Spiridion se hacía famoso y encontraba sin ninguna dificultad una compañera más joven y, sobre todo, más rica, o bien no llegaba a nada pero, estando dotado de un físico bastante atractivo, encontraba una amante más joven y, sobre todo, más rica. En los dos casos, la desdichada Adriana, al borde de la ruina, acababa abandonada sin demasiados miramientos. Esa era la causa de los ojos enrojecidos y la actitud rara.
—Iré a verla mañana —concluyó Aldo.
Encontró a Anna-Maria en la pequeña e íntima habitación, entre salón y despacho, desde la que dirigía con gracia y firmeza su elegante pensión familiar. Pero no estaba sola; sentado en un sillón bajo, con los codos apoyados en las rodillas y una copa entre las manos, Angelo Pisani, con cara de preocupación, intentaba darse ánimos. La súbita entrada de Morosini le hizo levantarse inmediatamente.
—Siento invadir tu casa sin avisarte, Anna-Maria, pero quería hablar un momento contigo... ¿Qué hace usted aquí?
—No seas demasiado severo con él, Aldo —dijo la joven, cuya sonrisa expresaba el placer que le producía aquella visita inesperada—. Se ha dejado engatusar por la seudomiss Campbell y en estos momentos es el rigor de las desdichas.
—Eso no es una razón para que abandone su trabajo. Le confié mis asuntos bajo el control de Guy Buteau, y cuando no se convierte en perrito faldero, viene a llorar en tu regazo en lugar de quedarse en su puesto y hablar conmigo de hombre a hombre.
El tono mordaz hizo palidecer al joven, pero al mismo tiempo despertó su orgullo.
—Sé muy bien que había depositado su confianza en mí, príncipe, y eso es lo que me pone enfermo. ¿Cómo voy a atreverme ahora a mirarlo a la cara y, sobre todo, cómo iba a imaginar que una mujer de mirada angelical, tan exquisita, tan...?
—¿Quiere que le sugiera otros adjetivos? Jamás encontrará tantos como yo. Me había dado cuenta de que iba a enamorarse y debería haberle prohibido todo contacto con ella, aunque no me habría hecho caso, ¿verdad?
Angelo Pisani se limitó a agachar la cabeza, lo que constituía una respuesta suficiente.
—Seguirán hablando igual de bien sentados —intervino Anna-Maria—. Coja su copa, Angelo, y a ti voy a servirte una, Aldo. ¿Cómo están las cosas?
—Luego te lo cuento —respondió Morosini, aceptando la copa de Cinzano que ella le ofrecía—. Déjame acabar primero con Pisani. Relájese, amigo —añadió, dirigiéndose al joven—. Siéntese, beba un poco y conteste a mis preguntas.
—¿Qué quiere saber?
—Celina, con quien hablé por teléfono... justo antes de la catástrofe, supongo, me dijo que lady Ferráis, para llamarla por su verdadero nombre, estaba a todas horas en mi casa. ¿Qué hacía allí?
—Nada malo. No paraba de admirar el contenido de la tienda, me pedía datos, quería que le contara historias...
—¿Y... el contenido de la caja fuerte? ¿Pidió verlo?
—Sí, varias veces, aunque le había dicho que las llaves no las tenía yo, sino el señor Buteau. De todas formas, suponiendo que las hubiera tenido, le doy mi palabra de que jamás la habría abierto para ella. Eso hubiera sido traicionar su confianza.
—Está bien. Ahora te toca a ti, Anna-Maria. ¿Cómo se marchó de tu casa?
—De la manera más sencilla del mundo. Hace dos días, un hombre de entre cincuenta y sesenta años, con monóculo y cierto aspecto de oficial prusiano de civil, aunque muy distinguido, vino a ver a «miss Campbell» y pidió que le entregaran una nota. Ella salió enseguida, se abrazaron, y después ella subió a hacer las maletas mientras él pagaba la cuenta y anunciaba que volvería a buscarla. El programa fue ejecutado punto por punto; ella se despidió de mí dándome las gracias por mis atenciones, él me besó la mano, y se marcharon a bordo de un motoscaffo. Confieso que no entendí muy bien aquello, teniendo en cuenta lo que tú me habías contado.
—Pues es muy sencillo. Ese hombre, que se declara amigo personal de Mussolini y parece tener a su disposición a todo el Fascio de Venecia, se ha instalado en mi casa, ha hecho que los Camisas Negras arresten a Celina y Zacearía y, cuando he llegado, me ha anunciado que, si quiero volver a ver a mis viejos y queridos sirvientes vivos, tengo que casarme en el plazo de cinco días con su hija. Añado que el tal Solmanski es un criminal buscado por la policía austríaca y muy probablemente por Scotland Yard. Tiene, que yo sepa, al menos cuatro muertes recientes sobre su conciencia, sin contar con otras más antiguas. Supongo que también participó en el asesinato de Eric Ferráis...
—¿Y quiere que te cases con su hija? Pero ¿por qué?
—Para tenerme en sus manos. Los dos estamos metidos en un asunto gravísimo y seguramente piensa que de ahora en adelante me dominará.
—Si me permite, príncipe —dijo Angelo—, su colección de joyas antiguas también le interesa. Anny..., perdón, lady Ferráis me hablaba demasiado de ellas para que no sea así.
—No lo dudo ni por un instante, amigo mío. A ese hombre le gustan las piedras tanto como a mí, pero no de la misma forma.
La señora Moretti sirvió de nuevo a sus invitados y volvió a la carga:
—¡Pero es terrible! No irás a aceptar a esa gente en una de las principales familias de Venecia, ¿verdad?