Una acomodadora vestida de negro, con un ramillete de cintas en el moño por todo adorno, abrió ante Morosini la puerta de un palco de primera fila. Sólo lo ocupaba un hombre al que Aldo no reconoció enseguida. Vestido con un traje negro impecable, estaba sentado en una de las sillas tapizadas en terciopelo de cara a la sala, de donde subía el habitual murmullo de las conversaciones sobre el confuso fondo musical de la orquesta afinando sus instrumentos.
Aldo sólo vio al principio una cabellera plateada lo bastante larga para cubrir el cuello y peinada hacia atrás, y un vago perfil del que no distinguió más que el cristal de un monóculo alojado bajo un arco ciliar. El ocupante del palco no se volvió y, como el acostumbrado bastón con empuñadura de oro parecía ausente, Morosini se preguntó si no habría cometido un error al pensar que se encontraría con su extraño cliente. Pero el equívoco sólo duró un instante.
—Pase, querido príncipe —dijo la voz inimitable de Simon Aronov—. Soy yo.
2 . El caballero de la rosa
Morosini estrechó la mano que le tendía su anfitrión y tomó asiento en la silla de al lado.
—Habría sido incapaz de reconocerlo —dijo con una sonrisa admirativa—. ¡Es asombroso!
—¿Verdad? ¿Cómo está, amigo mío?
—Si se refiere a mi salud, es excelente, pero mi estado de ánimo no es tan bueno. A decir verdad, me aburro, y es la primera vez que me pasa.
—¿Quizá sus negocios ya no son tan prósperos como antes?
—No, en ese aspecto todo va a pedir de boca. Creo que lo que pasa es que le echo a usted de menos. Y también a Adalbert. Desde finales del mes de enero, no he tenido noticias suyas.
—Era un poco difícil para él, y sobre todo muy delicado, enviarle una carta o cualquier otro tipo de mensaje. Estaba en la cárcel en El Cairo.
Morosini abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—¿En la cárcel?... ¿Por un asunto de los servicios secretos?
—No, no —dijo el Cojo—. Por un asunto de la tumba de Tutankamon. Supusieron que nuestro amigo no había podido resistirse a la atracción de una estatuilla votiva de oro puro.
Aldo se indignó. Conocía la habilidad de su amigo con los dedos y sabía que era capaz de hacer bastantes cosas, pero no de cometer un robo por interés personal.
—Tranquilícese, el objeto ha aparecido y han soltado a Vidal-Pellicorne después de pedirle disculpas, pero ha estado encerrado una buena temporada. Supongo que no tardará en volver a verlo. ¿Acaba de llegar a Viena?
—No. Estoy aquí desde hace tres días. Quería volver a ver algunos lugares y también visitar el Tesoro imperial. ¿No me había dicho que probablemente el ópalo formaba parte de él?
—Estaba equivocado. El ópalo que se encuentra en el Tesoro no tiene nada que ver con el que buscamos.
—Sí, ya lo he visto, y también he constatado que no se hallaba expuesta ninguna de las alhajas de los dos últimos emperadores y de su familia, aunque no he conseguido enterarme de dónde están.
—Dispersas... Las joyas privadas de la familia imperial fueron retiradas el 1 de noviembre de 1918, justo antes del cambio de régimen, por el conde Berchtold, que las llevó a Suiza. Muchas han sido vendidas, y no me extrañaría que cierto banquero amigo suyo hubiera adquirido una o dos. Yo he tenido la oportunidad de examinar el aderezo que llevaba Sissi en su boda y ninguno de los ópalos es el que busco.
El diálogo fue interrumpido. Por encima del tabique de separación entre su palco y el contiguo, una dama engalanada con plumas saludó a Aronov llamándolo «querido barón» y entabló con él una conversación entrecortada, en vista de lo cual Aldo optó por dirigir su atención hacia la sala, ahora llena. Ésta ofrecía la agradable visión de una asamblea en la que las mujeres, vestidas de satén, brocado y terciopelo de diferentes colores, lucían diamantes, perlas, rubíes, zafiros y esmeraldas en el escote o en la cabellera. Aldo constató con placer que la horrible moda del pelo corto y la nuca afeitada todavía no había llegado a la alta sociedad vienesa, que sin duda no tenía como libro de cabecera La garçonne, el escandaloso libro de Paul Margueritte que causaba furor en Francia desde hacía un año. Él detestaba esa moda.
No es que fuera retrógrado, pero le encantaban las hermosas cabelleras, adornos naturales en los que tan agradable resulta introducir los dedos o hundir el rostro. Acabar con ellas era un crimen. En cambio, no tenía nada contra los vestidos cortos, casi todos encantadores y que permitían admirar piernas muy bonitas, hasta entonces vedadas a miradas que no fueran las del esposo o el amante.
Una tormenta de aplausos saludó al maestro, que tuvo el tiempo justo para hacer levantar a la sala a los acordes del himno nacional cuando entró monseñor Seipel. Después, el público volvió a sentarse. Todas las luces se apagaron excepto las candilejas y se hizo un profundo silencio.
—¿Por qué me ha hecho venir aquí esta noche? —susurró Morosini.
—Para que vea a alguien que todavía no ha llegado. Chissst...
Aldo, resignado, centró su atención en el espectáculo. El telón se levantó para mostrar un delicioso decorado que reproducía un dormitorio femenino de la época de la emperatriz María Teresa en el palacio de la mariscala. Esta, una mujer bellísima, se entregaba a un encantador jugueteo amoroso con su joven amante, Octaviano, antes de recibir, como la obligaba su rango, las visitas y a los solicitantes de primera hora de la mañana. Entre ellos, el barón Ochs, personaje tan importante como inoportuno, además de bastante ridículo, que había ido a pedirle a la gran dama que le buscara un caballero encargado de llevar la tradicional rosa de plata, símbolo de una petición de matrimonio oficial, a la joven con la que deseaba casarse. Pese a su repugnancia, ese caballero será, cómo no, el apuesto Octaviano.
Aldo se dejaba llevar por la gracia alegre y maliciosa de una obra cantada por unas voces soberbias, cuando la mano de su vecino se posó sobre su brazo.
—Mire el palco de enfrente del nuestro —susurró.
Dos personas, ambas vestidas de negro, acababan de entrar. Primero un hombre de mediana edad, pero que debía de poseer una fuerza física poco común. Llevaba una especie de librea de terciopelo guarnecida con trencilla de seda, según la moda húngara.
Tras echar un rápido vistazo a la sala, dejó paso a su compañera, a la que hizo sentar con todas las muestras de un profundo respeto antes de retirarse al fondo del palco. Más notable aún era la mujer, que atrajo la atención del príncipe. Su porte era el de una princesa y, mirándola, Morosini recordó un retrato de la duquesa de Alba pintado por Goya. Iba vestida de encaje negro, y una especie de mantilla del mismo tejido que le caía desde el alto tocado hasta más abajo de la boca le cubría el rostro. Los largos guantes estaban confeccionados con la misma blonda ligera y oscura, que realzaba la deslumbrante blancura de una piel perfecta. No llevaba ninguna joya aparte de un broche que despedía un brillo mágico entre los vaporosos encajes, sobre un magnífico escote. Encima del antepecho de terciopelo rojo del palco había un abanico.
Sin pronunciar palabra, sin siquiera volver la cabeza hacia él, Aronov acercó unos gemelos de nácar a la mano de su invitado. Este estaba tan impresionado por la aparición que a punto estuvo de dejarlos caer. Sin embargo, consiguió sujetar el instrumento y se lo colocó ante los ojos, primero enfocando la escena en la que la maríscala lamentaba el paso del tiempo y luego el palco. La mujer desconocida permanecía un poco echada hacia atrás a fin de no quedar demasiado iluminada por las candilejas. La máscara de encaje impedía distinguir las facciones de su rostro, pero, por el tono marfileño de su cutis, por la finura que se adivinaba, por la forma que tenía de permanecer erguida y de mover con orgullo la cabeza sobre su largo cuello, no cabía duda de que era joven y de que por sus venas corría sangre noble.