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—¿Y si se hiciera la única pregunta válida? —sugirió Guy mientras cenaban en el agradable comedor de Montin, donde la bohemia veneciana se reunía en torno a manteles de cuadros y botellas convertidas en palmatorias.

—¿Cuál?

—En otros tiempos la amaba. ¿Qué queda de ese amor?

La respuesta fue inmediata e implacable:

—Nada. Lo único que me inspira es desconfianza. Y recuerde esto, amigo mío: el día señalado le daré mi apellido, pero jamás, ¿lo oye?, jamás será mi mujer.

—Nunca se puede decir de esta agua no beberé. La vida es larga, Aldo. Anielka es una de las mujeres más bonitas que he conocido y...

—Y yo soy un hombre, ¿no? Pero no se calle, llegue hasta el final.

—A eso voy. Si realmente está enamorada de usted, tendrá que vérselas con un adversario temible. Será una tentación permanente.

—Es posible, pero sé cómo afrontarla. Aunque acepte, coaccionado y forzado, que la hija de ese bandido que mató a mi madre se convierta en mi esposa ante los ojos de todos, jamás me expondré a tener hijos que lleven su sangre.

13. Un visitante inesperado

El sábado 8 de diciembre, a las nueve de la noche, Morosini se casaba con la ex lady Ferráis en la pequeña capilla que la piedad temerosa de una antepasada, asustada por la epidemia de peste de 1630, había instalado en uno de los edificios del palacio. Un santuario a la vez severo en su decoración de piedra desnuda y fastuoso por la magia de una Virgen de Veronese que sonreía por encima del altar con vestiduras de reina. Lo que no quería decir que la ceremonia fuese a ser más alegre por ello.

Tan sólo la novia, guapísima con un conjunto de terciopelo blanco con adornos de armiño, parecía vivir a la débil luz que cuatro cirios esparcían sobre una asamblea completamente vestida de negro, como el propio novio, cuyo chaqué no llevaba ninguna flor en la solapa.

Los testigos de Aldo eran su amigo Franco Guardini, el farmacéutico de Santa Margarita, y Guy Buteau. A la futura princesa la acompañaban Anna-Maria Moretti —que había aceptado por la amistad que la unía a Aldo— y el commendatore Ettore Fabiani, pero el abrigo de breitschwanz de la primera no era más alegre que el uniforme del segundo. Solmanski, bastante atrás, observaba, y en un rincón Zaccaria permanecía de pie, muy erguido, con una dureza en la expresión que nadie le había visto nunca hasta entonces. Junto a él, Celina, ostensiblemente de luto, rezaba de rodillas.

Los habían llevado a los dos al palacio esa misma mañana y en perfecto estado; no habían cometido la torpeza de maltratarlos. Pero entre Celina y Morosini se había producido una escena conmovedora cuando se habían encontrado cara a cara.

—¡No tenías que haber aceptado eso! —había dicho ella—. ¡Ni siquiera por nosotros!... ¡Toda la culpa es mía! Si hubiera sido capaz de callar, no se nos habrían llevado..., pero nunca he sabido callarme.

—Por eso, entre otras cosas, te quiero. No te reproches nada; si no hubieras hablado, a Solmanski se le habría ocurrido otra cosa para obligarme a que me casara con su hija. O se te habrían llevado de todas formas, con Zaccaria y quizá también al señor Buteau... ¿Qué es un matrimonio, cuando vosotros formáis parte de mí?

Ella se había arrojado en sus brazos llorando y él había acunado un momento a aquel enorme bebé desesperado mientras Zaccaria, más tranquilo pero con las lágrimas saltándosele de los ojos, se obligaba a permanecer impasible. Y cuando por fin ella se había apartado de Aldo, éste le había anunciado que iba a instalarlos a los dos en una casa comprada el año anterior cerca del Rialto, porque no quería imponerles, sobre todo a ella, un servicio que les sería desagradable. Pero, de pronto, un nuevo acceso de cólera había secado las lágrimas de Celina:

—¿Que te dejemos solo aquí con esa envenenadora? ¡Supongo que es una broma!

—No exactamente —había dicho Morosini, que no le veía ninguna gracia al asunto—, y como siempre, exageras. Ella no ha matado a nadie, que yo sepa.

—¿Y su marido, ese milord inglés por cuya muerte la encerraron? ¿Estás seguro de que no tuvo nada que ver?

—La absolvieron. Pero, por favor, antes de rechazar mi propuesta, examina la situación: la nueva princesa va a vivir aquí. Si te quedas, tendrás que servirla...

—¿Aquí? ¿Dónde? ¿En la habitación de doña Isabelle?

Aldo la había cogido de la mano y la había llevado hacia la escalera.

—Ven conmigo. Tú también, Zaccaria.

Los había conducido hasta el dormitorio que había sido de su madre y donde nadie volvería a entrar: cruzados como las alabardas de invisibles guerreros, dos largos remos de góndola con los colores de los Morosini, clavados sobre la doble puerta, condenaban la habitación.

—¿Lo ves? Fulvia y Livia la han limpiado y han cerrado las contraventanas, y Zian, por orden mía, ha puesto esto. En cuanto a... doña Anielka, he dado órdenes de que le preparen la habitación de los Laureles, reservada hasta ahora para los invitados importantes.

Celina, durante unos instantes muda de emoción, había recobrado la voz para preguntar:

—¿Y tú también te trasladarás allí?

—No tengo ninguna razón para dejar mis aposentos habituales.

—¿En la otra punta de la casa?

—¡Pues claro! Compartiremos el techo, pero no la cama.

—¿Y... su padre?

—Después de la ceremonia de esta noche, no volverá a poner los pies aquí. Se lo he exigido y ha aceptado. ¿Crees que podrás vivir en esas condiciones... incluso cuando yo no esté?

—Podré hacerlo, no te preocupes. Y ahora me voy a la cocina. A mi casa. Mientras yo esté aquí, podrás comer tranquilo.

Ahora estaba allí, con su vestido de tafetán negro y una mantilla en la cabeza, rezando con una aplicación apasionada que le formaba una arruga en el entrecejo.

La aceptación del compromiso fue una dura prueba para Morosini. Había prometido amar a su compañera y, por primera vez en su vida, había hecho una promesa sabiendo que no la cumpliría. Era una sensación desagradable y se esforzó en borrarla pensando que ese matrimonio no era sino una mascarada y el juramento una simple formalidad. ¿Acaso la que se había convertido en su mujer no había dicho lo mismo cuando se casó con Eric Ferráis? Con el resultado de todos conocido. Por un instante, se preguntó qué sentiría en esos momentos aquella mujer de cara angelical y cuerpo de ninfa a la que no se había dignado mirar. Ni siquiera cuando sus manos se habían unido para recibir la bendición nupcial dada por un sacerdote de San Marco que era primo de Anna-Maria y viejo amigo de Aldo.

Cuando le ofreció el brazo para salir de la capilla y subir al salón de las Lacas, donde habían preparado un piscolabis —las normas de la hospitalidad lo imponían—, notó que le temblaba la mano.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—No..., pero ¿no me vas a dedicar ni una sonrisa la noche de nuestra boda?

—Perdona. Dadas las circunstancias, no creo que pueda conseguirlo.

—¡Y pensar que no hace mucho decías que me amabas! —dijo ella, suspirando—. Estabas dispuesto a cometer cualquier locura por mí.

—¿No hace mucho? ¡A mí me parece que han pasado siglos! Cuando se quiere conservar el amor de un hombre, hay medios que vale más no utilizar.

—El responsable de eso es mi padre y...

—Por favor, no me tomes por imbécil. Os habíais puesto de acuerdo, y él no estaría aquí si tú no lo hubieras llamado.

—¿No puedes comprender que te quiero y que quería ser tu esposa? Cuando se es una verdadera mujer, todos los medios son buenos para lograr el objetivo deseado.