—¡Estos no! Pero, si no te importa, vamos a atender a nuestros invitados. Ya tendremos tiempo después para hablar del modus vivendi que he decidido para nosotros.
Habían llegado a la estancia donde estaba el bufé bajo la vigilancia de Zaccaria, que presentaba una bandeja con copas de champán. Aldo ofreció una a su mujer, esperó a que todos estuvieran servidos, cogió la suya y dijo:
—Espero que perdonen la sencillez de esta ceremonia, amigos, pero no hemos tenido mucho tiempo para prepararla. Además, yo no habría querido que hubiese sido de otro modo. No obstante, deseo darles las gracias. No por su amistad, porque la conozco desde hace mucho tiempo, porque nunca me ha faltado y porque acaban de demostrármela una vez más estando presentes esta noche. En lo sucesivo habrá aquí una mujer que espero que también sepa conquistarla. Les propongo brindar por la nueva princesa Morosini.
—¡Eso es! —exclamó Fabiani—. ¡Brindemos por la princesa y por la felicidad de su esposo! ¿Qué hombre no desearía estar en su lugar? En lo que a mí respecta, me siento dichoso de transmitir las felicitaciones del Duce y su vivo deseo de recibir próximamente en Roma a una pareja que goza de toda su simpatía, puesto que ha sido unida gracias a su viejo amigo el conde Román Solmanski, a quien quiero incorporar a este brindis en honor de sus hijos.
Si Aldo había confiado en que el interesado se abstuviera de asistir a la pequeña recepción, se había equivocado. Durante el oficio había sido muy discreto, es verdad, pero ahora avanzaba con una sonrisa triunfal en los labios hacia su cómplice, que lo abrazó dándole unas palmadas en la espalda. Luego, el conde tomó la palabra:
—Gracias, querido amigo, gracias de todo corazón. Y gracias también al gran hombre que ha tenido el detalle de dedicar un instante de su valioso tiempo para dirigir un mensaje tan cálido a mis queridos hijos. Es muy posible que dentro de poco aceptemos encantados su invitación y que...
¿Sus «queridos hijos»? Confundido por tanta desfachatez y persuadido de que Solmanski había mentido una vez más y pensaba incrustarse en su vida, Morosini iba a dar rienda suelta a su cólera increpándolo duramente cuando una voz glacial, con un marcado acento inglés, interrumpió a ese suegro excesivamente afectuoso:
—Si yo fuera usted, Solmanski, revisaría mis planes de viaje. Va a tener que renunciar al castillo Sant'Angelo en beneficio de la Torre de Londres.
Más pterodáctilo que nunca con su macfarlane de un amarillo sucio y su gorra de dos viseras, al estilo de Sherlock Holmes, el superintendente Gordon Warren estaba en la entrada del salón acompañado del comisario Salviati, de la policía de Venecia. Al ver que había damas presentes, se descubrió, pero ese hecho no le impidió avanzar hasta su objetivo. Este, que se había quedado pálido, adoptó una actitud arrogante:
—¿Qué significa esto y qué ha venido a hacer aquí?
—Detenerlo en virtud de una orden internacional y en nombre del rey Jorge V, así como en el del presidente de la República federal de Austria, que me ha dado poderes para hacerlo. Se le acusa...
—¡Un momento, un momento! —lo interrumpió Fabiani—. Esto es de locos. Estamos en Italia y aquí no se acepta ninguna orden inglesa, austríaca o incluso internacional. Gracias a Dios, tenemos un poder fuerte que no se deja avasallar por el primero que llega. Y a usted, Salviati, esto le va a causar serios problemas.
El comisario se limitó a encogerse de hombros y a hacer un gesto que expresaba perfectamente que la amenaza no le preocupaba mucho. Por lo demás, Warren acabó con esas protestas dirigiéndose esta vez al pomposo personaje que había puesto una mano tutelar sobre los hombros de Solmanski.
—¿Es usted el commendatore Fabiani?
—Por supuesto.
—Tengo una carta para usted escrita de puño y letra del Duce. Lo he visto esta mañana después de haber sido recibido por Su Majestad el rey Víctor Manuel III, a quien he entregado una carta de mi soberano. Cuando ha sido puesto al corriente de las hazañas de su protegido, el señor Mussolini no ha considerado conveniente renovar una amistad tan perjudicial para la imagen de un jefe de Estado.
Fabiani leyó el mensaje y se puso rojo como un tomate, pero rectificó su actitud, dio un taconazo y se inclinó:
—En estas condiciones, sería muy inapropiado oponerme a la justicia de mi Duce. Salviati, encierre a este hombre hasta que el superintendente Warren se lo lleve a Inglaterra y proporcione a éste toda la ayuda necesaria a fin de que el traslado se efectúe de manera satisfactoria.
Príncipe Morosini, me siento infinitamente halagado por haber podido asistir a esta fiesta familiar, pero lo compadezco con toda mi alma.
Y sin una mirada para el hombre al que un momento antes abrazaba afectuosamente, el commendatore giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida lo más deprisa posible, dejando a los asistentes estupefactos por un cambio de opinión tan radical.
En cuanto a Solmanski, estaba rabioso:
—¡Váyanse al diablo usted y su Duce! ¿Así es como agradecen los favores que les he hecho? Y además, me gustaría saber de qué se me acusa.
—¿Ya no se acuerda? —ironizó Warren, que mientras tanto había ido a estrecharle la mano a Morosini—. ¡Eso es lo que se llama tener una memoria acomodaticia! Se le acusa de haber asesinado el 27 de noviembre de 1922, en Whitechapel, al hombre conocido con el nombre de Ladislas Wosinski...
—¡Eso es ridículo! Se ahorcó después de haber escrito una confesión responsabilizándose de la muerte de sir Eric Ferráis, mi yerno.
—No. Usted lo ahorcó. Y tuvo la mala suerte de que hubo un testigo, un prendero judío que vivía en la misma casa y que ya lo había visto en acción durante un pogromo en Ucrania, donde usted hizo de las suyas en la época en que se llamaba Ortchakov. Ese infeliz tenía tanto miedo que al principio le pareció más prudente callar, pero lo contó todo cuando le mostré una fotografía suya tomada en el momento del juicio de su hija. Además, se le acusa de haber encargado el robo en la Torre de Londres, el pasado mes de octubre, del diamante conocido con el nombre de la Rosa de York. Pagó generosamente a sus dos cómplices, pero, desgraciadamente, ellos no se pusieron de acuerdo en el reparto. Se les oyó discutir, los arrestaron e hicieron una confesión completa. La continuación de sus delitos compete sobre todo a la policía austríaca, pero...
—¡Aldo! —exclamó Franco Guardini precipitándose hacia Anielka—. Tu mujer se encuentra mal.
Profiriendo un débil grito, la joven acababa de caer sin conocimiento sobre la alfombra. Morosini acudió, levantó el delgado cuerpo y lo sacó del salón mientras llamaba a Livia para que le dispensara los cuidados necesarios.
—Si quieres, yo me ocupo de ella —propuso Guardini, que lo acompañaba.
—Encantado, amigo. Te lo agradezco, porque debo volver al salón.
—¡Vaya historia! Esta pobre chica no va a olvidar el día de su boda.
—¡Ni yo tampoco! —repuso Aldo, que ya no sabía muy bien si se sentía más aliviado que afligido. Aliviado por el hecho de que su detestable suegro fuera a recibir su castigo, pero afligido porque el superintendente y su orden de arresto no hubieran llegado una hora antes. Apenas sesenta minutos, y habría evitado ese matrimonio que lo exasperaba. Ahora iba a tener que pasar la vida junto a una mujer a la que ya no amaba y a la que, por si fuera poco, tendría que consolar. Sin contar la agradable perspectiva de tener por suegro a un criminal bajo cuyos pies se abriría una mañana la trampilla del patíbulo de Pentonville.
Al regresar al salón, encontró a Anna-Maria en la puerta con expresión de perplejidad.
—¿Quieres que vaya a ocuparme de ella?