Выбрать главу

—Depende. ¿Trabasteis amistad cuando estaba en tu casa?

—No. Yo era para ella una hostelera.

—En ese caso, no hace falta que hagas nada más. Gracias por haber venido —añadió, inclinándose para besarla—. Iré a verte pronto. Zaccaria te acompañará a tu góndola.

Cuando entró de nuevo en el salón, Solmanski tenía las esposas puestas y dos policías a las órdenes del comisario Salviati se disponían a llevárselo. Al cruzarse con Morosini, el prisionero desplegó una sonrisa malévola.

—No vaya a creer que ha acabado conmigo..., yerno. Todavía no me han colgado y dejo a su lado a alguien que mantendrá vivo mi recuerdo.

—No sea tan optimista, Solmanski —aconsejó Warren—. Yo soy como los dogos de mi país: cuando encuentro un hueso, ya no lo suelto.

—Ya veremos... ¡Hasta la próxima, Morosini!

El superintendente se disponía a seguir el cortejo cuando Aldo lo retuvo.

—Supongo que no se irá ahora mismo a Londres, querido Warren, y espero que me conceda el placer de ofrecerle hospitalidad.

La sombra de una sonrisa pasó por el rostro cansado del policía.

—Aceptaría encantado, pero temo ser inoportuno una noche como ésta.

—¿Inoportuno usted? Lo único que lamento es que no haya llegado antes. No me encontraría en estos momentos casado a la fuerza y medio deshonrado. Quédese, superintendente. Cenaremos juntos y charlaremos. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

- All right! Voy con Salviati para recoger la maleta que he dejado en la comisaría y vuelvo.

Mientras Warren se marchaba, Aldo ordenó que prepararan una habitación y que sustituyeran el bufé por una mesa para tres personas. Luego se dirigió a los aposentos de la recién casada para ver cómo estaba, pero en la galería a la que daban los dormitorios encontró a Celina.

—El Señor y la Virgen han escuchado mis oraciones —dijo en cuanto vio a Aldo—. El maldito va a recibir su castigo y tú, hijo mío, eres libre.

—¿Libre? ¿De qué hablas, Celina? Estoy casado... y desgraciadamente ante Dios.

—La boda no es válida. He oído lo que ha dicho el inglés: el demonio no se llama Solmanski sino Or... Bueno, no me acuerdo. En cualquier caso, podrás echarla —añadió, alargando un brazo vengador hacia la habitación de Anielka.

—Yo también lo he pensado, pero no hay que hacerse ilusiones. Ese hombre no es de los que dejan en manos del azar una cosa así; adoptó oficialmente para él y sus descendientes el apellido polaco y la nacionalidad que lo acompaña. Sólo el papa podría anular mi matrimonio.

En el animado rostro de Celina, la decepción dejó paso inmediatamente a una firme decisión:

—¡Pues por san Genaro que tendrá que hacerlo! ¡Iré a pedírselo yo misma! ¡Y tú vendrás conmigo!

Morosini no contestó. Había aludido al Santo Padre en el calor de la conversación y casi como una broma, pero, después de todo, ¿por qué no? Un matrimonio contraído en tales condiciones y no consumado debía de poder denunciarse ante el temible Santo Oficio.

—Quizá no sea una mala idea, Celina, pero ya sabes que, aunque uno se casa en cinco minutos, obtener la anulación cuesta mucho más tiempo. Se puede tardar años, así que, prepárate para tener paciencia. Mientras tanto habrá que tratar a la princesa —añadió, subrayándola palabra— como corresponde a su rango, servirla y ocuparse de ella. Te propongo de nuevo...

—¡No, no! Haré lo que hay que hacer, pero tengo derecho a pensar lo que quiera. ¡La princesa!... Si hubiera muchas princesas así...

Y desentendiéndose de su señor, Celina se dirigió gruñendo y mascullando hacia la escalera con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas. Aldo entró en el dormitorio sin hacer ruido.

Franco seguía allí. Sentado junto a la joven, que lloraba tendida en la cama, con la cabeza entre los brazos y dándole la espalda, hacía unos esfuerzos conmovedores para consolarla, tan desconsolado él mismo que estaba al borde de las lágrimas. La entrada de Aldo le arrancó un suspiro de alivio.

—Iba a buscarte —susurró—, porque sólo tú puedes hacer algo. Ya ves en qué estado se encuentra.

—Me ocuparé de ella, no te preocupes..., pero te agradezco que la hayas atendido.

Acompañó a su amigo hasta la puerta y volvió hacia la cama. Los sollozos de Anielka se habían calmado desde que había empezado a oírse la voz de Aldo. Al cabo de un momento, la joven levantó la cabeza, con los cortos y rubios cabellos revueltos. Tenía la cara enrojecida e hinchada, y los ojos brillantes.

—¿Qué vas a hacer ahora conmigo? ¿Echarme?

—¿Debería? ¿Acaso has olvidado que acabamos de casarnos? Te debo ayuda y protección, y mi techo debe ser el tuyo. Lo he prometido... El hecho de que hayan detenido a tu padre no cambia la ley que nos une. Estás en tu casa.

Su mirada recorrió la vasta habitación tapizada, así como el gran lecho provisto de un baldaquino de brocatel de color marfil, con dibujos de laureles verde y oro, en la que reinaba el desorden que acompaña generalmente a un mujer bonita de viaje. Sólo uno de los tres baúles apartados en un rincón estaba abierto, pero de dos maletas colocadas sobre el kilim antiguo sobresalía un encantador batiburrillo de lino, encaje y seda. No había ninguna sombrerera a la vista. En cambio, el tocador forrado de satén marfil, a juego con las cortinas, rebosaba de frascos, cajas, tarritos y todos esos múltiples y graciosos útiles necesarios para el mantenimiento de la belleza.

—Voy a enviarte a Livia. Te ayudará a acostarte y pondrá un poco de orden. Mientras tanto, te prepararán una bandeja. Necesitas reponerte. ¿Qué quieres? ¿Un caldo, té...?

Ella saltó de la cama como propulsada por un resorte y dijo:

—¡Nada de eso! Una copa de champán, si la compartes conmigo. Creo que es una buena manera de empezar una noche de bodas. En cuanto a la doncella, tampoco la necesito. ¿No es la costumbre que el esposo desnude él mismo a la novia?

Con una rodilla apoyada en el sillón al que acababa de acercarse, Anielka lo desafiaba con todo su poder de seducción. El vestido de terciopelo blanco que llevaba bajo una cascada de perlas —las que le había regalado su primer marido— ceñía unas curvas deliciosas y dejaba libres sus delgados brazos y su cuello frágil, mientras que el profundo escote de pico se sumergía entre los pechos hasta la altura del estómago. Sonreía, como si hubiera olvidado el profundo pesar que la había abatido. Empezaba a utilizar sin pérdida de tiempo, pensó Morosini, esos medios que un rato antes decía que eran las armas naturales de una mujer amante. Pero el recién casado ya no conseguía creer en ese amor. Y, a decir verdad, no le importaba en absoluto.

Optando por un repliegue estratégico, Aldo fue a apoyarse en la chimenea y encendió un cigarrillo.

—Me alegro de ver que estás mejor —dijo—. Eso me simplificará las cosas. Más vale que establezcamos inmediatamente lo que será nuestra existencia en común: viviremos en buena armonía aparente; tendrás mi respeto y mi cortesía, pero nada más.

—¿Nada? ¿Qué significa eso?

La pregunta era tan infantil que le arrancó una sonrisa.

—Creo que la palabra no puede ser más explícita: sólo serás mi mujer de nombre, no de hecho.

—¿No te acostarás conmigo esta noche? —preguntó Anielka con su característica manera de expresar crudamente las realidades de la vida.

—Ni esta noche ni nunca. Y no empieces a llorar otra vez. Me has obligado a casarme contigo.

—No he sido yo.

—¡Vamos! Podías imaginar que esos procedimientos me ofenderían y, si me amabas como afirmas, no deberías haber aceptado imponerme esta... humillación. Y menos aún este innoble chantaje.

—¡Te han devuelto a tus sirvientes!

—Da gracias por ello. Si no, tú no estarías aquí y tu padre desde luego ya no estaría en este mundo.