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—¿Lo habrías matado? ¿Por esos dos?

—Sin dudarlo ni un segundo. De hecho, estuve a punto de hacerlo... Recuerda que esos dos, como tú los llamas, son muy queridos para mí.

—¿Y te has casado conmigo por ellos?

—¡No te hagas la inocente! Lo sabías perfectamente, pero querías meterte aquí a toda costa. Ahora ya estás, así que intenta darte por satisfecha. Dicho esto, puedes entrar y salir a tu antojo o viajar si te apetece, pero con dos condiciones: no me molestes y no manches el apellido que no he tenido más remedio que darte. Te deseo que pases una buena noche.

Con una sonrisa burlona en los labios, Morosini se inclinó y salió del dormitorio sin querer oír el grito de rabia que el grosor de las paredes apenas amortiguaba. Seguramente Anielka iba a desquitarse con algunos objetos, pero, si el precio de la tranquilidad era ése, él estaba dispuesto a proporcionarle más. Procurando que no fueran valiosos, claro.

Una hora más tarde, en compañía de Warren y de Guy Buteau, Aldo terminaba la cena fría que les habían servido en la biblioteca ofreciendo a sus invitados café, puros habanos y licores franceses. El superintendente finalizaba el relato del largo acoso coronado esa noche con la detención de Solmanski: la discreta vigilancia de los paquebotes transatlánticos, la minuciosa y sigilosa investigación llevada a cabo en Whitechapel, la vigilancia casi invisible del sospechoso a partir del momento en que había pisado suelo británico, enormemente facilitada por John Sutton,[13] cuyo odio no disminuía.

—Y también por su amigo Bertram Cootes[14] —dijo Warren—. Ese chupatintas es un fisgón nato. Fue él quien, después del robo de la Torre, descubrió la discusión de los dos autores del robo y permitió su detención. Como ya no tenían la piedra, denunciaron al que les había encargado robarla, pero éste había escapado de sus ángeles guardianes y tomó tranquilamente el barco para Francia. Fue justo en el momento en que yo había adquirido la certeza de que era el asesino de Wosinski. Para detenerlo, necesitaba una orden internacional, y el Foreign Office siempre se hace de rogar en virtud de un montón de consideraciones confusas. Por suerte, la policía francesa me hizo el favor de seguir su rastro hasta la frontera suiza, pero a partir de ahí desapareció.

»De todas formas, no perdí la esperanza; quería atrapar a ese hombre y, en espera de averiguar más cosas, hice todo lo necesario para obtener las armas que necesitaba. Había llegado hasta el primer ministro cuando recibí un mensaje de un tal Schindler, director de la policía de Salzburgo, diciéndome cosas muy interesantes. Al mismo tiempo, París me informaba de que correo procedente de Venecia llegaba con bastante regularidad al hotel Meurice, desde donde lo enviaban a un hotel de Múnich. Fue una suerte que llegara una última carta a París y que pudiéramos leerla. Era de lady Ferráis y constituía a todas luces la continuación de otras, pero en ésa la joven dama se extrañaba de que su padre tardara tanto en reunirse con ella e insistía en que se apresurara, a lo que añadía que usted podría regresar bastante pronto y que había que darse prisa. Eso fue lo que yo hice, y el resto ya lo saben.

Pensando que, después de un discurso tan largo, se merecía de sobra su coñac, Gordon Warren tomó un sorbo y lo «masticó» antes de tragarlo con los ojos entornados y de preguntar:

—¿Qué piensa hacer ahora, príncipe?

Éste pareció despertar de la ensoñación en la que el final de la historia lo había sumido.

—¿Sobre qué? —preguntó con voz cansada.

—Sobre este matrimonio, por supuesto. Es indudable que le han tendido una trampa, como se la tendieron en su día al pobre Eric Ferráis, y a sus amigos, entre ellos yo, les gustaría que no corriera usted la misma suerte. Estoy convencido de que fue ella quien lo envenenó. Lo sé, lo intuyo... y, por desgracia, no puedo hacer nada.

—¿Por qué? —preguntó Guy—. ¿No tiene pruebas?

—Aunque las tuviera, no servirían de nada. Las leyes del Reino Unido no permiten que alguien pueda ser juzgado dos veces por la misma causa. Lady Ferráis fue absuelta. Incluso con un montón de pruebas, sería imposible llevarla ante el tribunal de Oíd Bailey.

—Yo estoy pensando en otro tribunaclass="underline" el del Santo Oficio, al que pienso solicitar la anulación de mi matrimonio vi coactas.[15] -Es el único camino para recuperar su libertad —dijo, suspirando, el superintendente—, pero lleve cuidado cuando inicie los trámites e intente que sean lo más discretos posible, porque a partir de ese momento estará en peligro. Se ha tomado demasiadas molestias para casarse con usted y no lo soltará fácilmente. Mientras tanto, creo que empleará otras armas. Es una de las mujeres más bonitas que he conocido. ¡Una verdadera sirena!

—No hace mucho todavía me hallaba bajo el influjo de su encanto, pero ya no. No sabría decirle por qué, pero así es. Quizá porque me horroriza lo que es turbio, dudoso, equívoco.

—Me alegro. Sea como sea, siga mi consejo: vaya con cuidado.

Consciente de que no conseguiría dormir, esa noche Morosini no se acostó. El amanecer lo encontró asomado a la ventana de su habitación, escrutando la grisura donde se juntaban el cielo y el Gran Canal en espera de un poco de rosa, de una esperanza de sol que atravesara el capullo brumoso y húmedo que envolvía a Venecia. Por primera vez en su vida, se sentía prisionero allí, tanto como el criminal que esperaba su traslado bajo uno de esos techos uniformados por la luz mortecina.

El miliciano ya no montaba guardia en la puerta y no volvería, pero la peste fascista había empezado a extenderse solapadamente, como una mancha de aceite, por Italia. Venecia estaba afectada hasta los cimientos, puesto que su familia, la familia del príncipe Morosini, se había contagiado. Adriana, a quien tanto había querido, convertida por el doble amor a un hombre y al dinero hasta el punto de haber aceptado asesinar a una mujer de la que nunca había recibido sino ternura y favores. Eso era quizá lo peor.

¿Y qué iba a hacer con ella? ¿Matarla como había jurado que haría con el asesino de su madre? Si ése era el precio de la paz de su alma, ¿por qué no? Sólo le inspiraba ya asco y aversión, al igual que la criatura que descansaba a unos pasos de él. Dejarla hundirse poco a poco en la miseria que la acechaba, darle un empujoncito en caso necesario, podía ofrecer una venganza más sutil. Faltaba saber si existían vínculos entre ella y Anielka, en cuyo caso ésta quizá lograra socorrer a la antigua amante de su padre. ¿Qué sería entonces de él y de los que vivían con él, atrapados entre dos fuegos, entre dos odios? ¡Había que hacer algo!

Hacia las diez de la mañana, Morosini fue a casa del señor Massaria, su notario, para hacer un testamento en el que repartía sus bienes entre Guy Buteau, Adalbert Vidal-Pellicorne y la pareja Celina-Zaccaria. Después volvió a casa para ocuparse de los asuntos atrasados con el alma mucho más serena. Si moría, Anielka y Adriana no recibirían ni una migaja de su fortuna.

El banquero luxemburgués cerró el estuche con el grifo de oro y rubíes, se lo guardó en un bolsillo, estrechó efusivamente la mano de Morosini y se puso los guantes.

—Nunca podré agradecérselo bastante, querido príncipe. Mi madre va a sentirse muy feliz de recibir por Navidad esta joya de familia desaparecida hace un centenar de años. Va a ser una verdadera sorpresa. La verdad es que hace usted milagros.

—Usted me ha ayudado. Es paciente y yo soy obstinado; la suerte ha hecho el resto.

Morosini miró a su cliente embarcar en el Giudecca, con el que Zian iba a llevarlo a la estación. Faltaban dos días para Navidad y el luxemburgués no podía perder tiempo, pero al menos se marchaba feliz.

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[13] Véase La Rosa de York.

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[14] Ídem.

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[15] Contraído por la fuerza.