—Fíjese en la joya —susurró el Cojo.
Merecía la pena: era un águila imperial ejecutada en diamantes, con un magnífico ópalo que constituía el cuerpo. Con ayuda de los gemelos, Morosini lo examinó lo más detenidamente posible y luego dirigió hacia su compañero una mirada interrogadora.
—Sí —murmuró éste—. Tengo motivos para pensar que se trata del nuestro.
Morosini se limitó a asentir con la cabeza, ya que era imposible hablar, pero el acto terminó enseguida en medio de un gran entusiasmo. Las luces de la sala se encendieron. La desconocida retrocedió más para refugiarse en la oscuridad del palco. Había cogido el abanico y, con él abierto, se tapaba todavía un poco más.
—¿Quién es? —preguntó Aldo.
—Le aseguro que no lo sé —respondió Aronov—. Una mujer de alto rango con toda seguridad, pero que no debe de vivir en Viena. No la conocen en ningún hotel y no se la ha visto nunca salvo en esta sala, y únicamente cuando representan El caballero de la rosa, lo que no es frecuente.
—Qué raro... ¿Por qué esta ópera?
—Mire con más atención su abanico.
Retirado detrás de las sillas, Morosini miró de nuevo a través de los gemelos: el abanico era una magnífica pieza de carey oscuro y de encaje, sobre cuya varilla principal destacaba una rosa de plata. Morosini sonrió.
—¡Una rosa! Ésa es la razón de su debilidad por esta ópera... Debe de recordarle algo.
—Claro, pero eso no hace sino aumentar el misterio que la rodea. La joya que lleva perteneció a la emperatriz Isabel, estoy seguro. La he visto en un retrato, pero ya sabía que la piedra central era la que buscamos. A esta dama, es la primera vez que la veo. Me habían informado en dos ocasiones de su presencia aquí y, aunque no estaba seguro de que viniera esta noche, me he arriesgado a invitarlo.
—Y yo se lo agradezco más de lo que imagina. Respecto a la identidad de esa mujer, debe de ser fácil enterarse de quién ha alquilado ese palco.
—En efecto. Lo que pasa es que éstos son de abono anual. El que nos interesa pertenece a la condesa Von Adlerstein.
Morosini no intentó disimular su sorpresa.
—¡Esto sí que es una coincidencia! ¿Conoce usted a la condesa?
—Personalmente, no. Sólo sé que es la suegra de Moritz Kledermann, el gran coleccionista suizo.
—Y la abuela de mi antigua secretaria.
—¡Vaya, qué interesante! Debería contarme eso.
—Bah, no vale la pena. Tengo algo mejor, porque me parece que he coincidido con esa desconocida hoy mismo, a última hora de la tarde, en la cripta de los capuchinos. Había ido a llevar flores a la tumba del archiduque Rodolfo, y según el monje guardián no era la primera vez. Parece ser que incluso tiene una autorización especial para ir fuera del horario de visita.
—Esto se pone cada vez mejor. Cuando quiere, resulta usted apasionante, querido príncipe. Continúe, continúe...
Sin hacerse de rogar, Aldo describió la extraña visión de la cripta, la larga silueta envuelta en crespón a la que por un momento había tomado por el fantasma de la madre doliente del archiduque. Después contó que había seguido al coche que la condujo al palacio de Himmelpfortgasse.
—Es una suerte que Viena permanezca fiel a los coches de caballos. Con un automóvil, no habría tenido ninguna posibilidad.
—Eso quiere decir que la suerte no lo abandona. Un trabajo excelente, amigo mío. Y ya no cabe ninguna duda: la dama vive en casa de la condesa.
—Antes de ese encuentro, había intentado hacerle una visita, pero en estos momentos no está en Viena. Parece ser que un accidente la retiene en otra de sus propiedades.
—No tiene importancia. Si esa mujer se aloja en su casa, es posible que sea pariente de ella. En cualquier caso, la seguiremos a la salida del teatro. Tengo un coche.
El entreacto estaba acabando. Las luces se apagaron. Los dos hombres se callaron, pero Aldo, si bien continuó disfrutando de la música y sus intérpretes, apenas prestó atención al escenario. Con o sin gemelos, su mirada buscaba sin cesar la figura altiva, a la vez discreta y fastuosa, en la que sólo la joya parecía vivir como una estrella en la noche.
Cuando terminó el segundo acto, con una verdadera explosión de alegría reforzada por un fascinante ritmo de vals, la sala aclamó en pie a los artistas, pero Aldo, absorto en su contemplación, no se movió.
—¡Levántese, vamos! Haga lo mismo que los demás —le susurró Aronov, que aplaudía a rabiar—. Va a atraer la atención sobre nosotros.
El príncipe se estremeció e hizo lo que le decían, aunque señaló que en el palco de enfrente aplaudían, sí, pero sin aspavientos.
Este segundo descanso era más breve que el primero. Los espectadores se desplazaron menos. Los dos hombres reanudaron la conversación, pero ahora era Morosini el que estaba ensimismado.
—¿Por qué llevaba esos velos de luto esta tarde? ¿Por qué lleva esta noche esa verdadera máscara de encaje? ¿Qué es lo que esa mujer quiere ocultar?... A no ser que desee atraer la curiosidad, intrigar, en cuyo caso lo consigue de maravilla.
—Yo también pensaba eso antes de que me contara lo de la cripta. Pero ahora intuyo que hay otra cosa. Si le he entendido bien, esa mujer lleva luto por el archiduque que se suicidó en Mayerling, y eso sucedió hace casi cuarenta y cinco años. ¿No le parece demasiado tiempo?
—¿Será su viuda?
—¿Estefanía de Bélgica? Imposible. Es una anciana que volvió a casarse en 1900 con un húngaro y de la que no sé muy bien qué ha sido. Esta es mucho más joven. Además, tiene un porte señorial, cosa que no posee la pobre princesa.
—¿Y su hija? Creo que tiene una.
—La archiduquesa Isabel, convertida en princesa Windischgraetz, podría corresponder por la edad, pero no es ella. Resulta que la conozco.
—Entonces, ¿una fanática? ¿O quizás una loca? No, su calma no encaja con esta última hipótesis. En cualquier caso, no explica por qué oculta su rostro.
—A lo mejor es fea... o está ajada. Muchas bellezas más o menos célebres han optado por cubrirse así, y destierran los espejos para no ver reflejada en ellos su decadencia.
—En fin, con velos o sin ellos —dijo Aldo—, si está seguro de que el ópalo es el que buscamos, habrá que abordarla.
—Yo juraría que sí, aunque no entiendo por qué el águila de diamantes brilla sobre el pecho de una desconocida. La archiduquesa Sofía se lo regaló a su nuera con motivo del nacimiento de Rodolfo, seguramente para completar el aderezo que le dio para la boda.
—Parece sencillo. Usted ha dicho que las alhajas privadas fueron vendidas en Suiza. Esa pieza debió de comprarla la dama en cuestión.
—No. No formaba parte del lote.
Durante el tercer acto, Morosini concedió más atención al espectáculo. La belleza de Lotte Lehmann y su voz sobrecogedora actuaban sobre él como un hechizo. Su compañero también estaba atrapado, y cuando arañas y candelabros se encendieron entre un entusiasmo llevado al límite, se dieron cuenta de que el palco de enfrente estaba vacío. La desconocida y su escolta se habían esfumado antes de que terminara el espectáculo. Morosini se lo tomó con filosofía.