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Hanif Kureishi

El álbum negro

Traducción de Benito Gómez Ibáñez

Título de la edición originaclass="underline" The Black Album

A Sachin y Carlo

1

Una noche, cuando Shahid Hasan salía del retrete común, volviendo a asegurar la puerta con una lazada y abrochándose en el pasillo a la pálida luz de una bombilla, se abrió la puerta de la habitación vecina a la suya y apareció un individuo con una cartera. De corta estatura, llevaba una camisa con el cuello abierto, zapatos marrones y uno de esos trajes de tono incierto, entre pajizo y descolorido.

Shahid se sorprendió. La Facultad le había asignado una habitación en una residencia junto a un restaurante chino en Kilburn, al noroeste de Londres. Las numerosas habitaciones del edificio de seis pisos estaban llenas de africanos, irlandeses, paquistaníes y algunos estudiantes ingleses. Los diversos inquilinos escuchaban música, fumaban droga e infestaban los sórdidos pasillos de olor a lociones baratas para después del afeitado y a cocido de cabra, efluvios que, entre otros, hacían que el papel de las paredes se combara como antiguos pergaminos. A todas horas, pero sobre todo de noche, los inquilinos discutían en diversas lenguas, castigaban a sus perros, ensalzaban a sus pájaros y practicaban con la trompeta. Pero hasta aquel momento Shahid no había oído el más leve rumor en la habitación de al lado. Al creer que no estaba alquilada, temía no haberse inhibido a la hora de hacer ciertos ruidos de los que ahora se avergonzaba.

La bombilla se apagó: cada tramo de escaleras se iluminaba mediante un interruptor automático cuidadosamente calculado para apagarse antes de que uno llegara a su destino, por mucha prisa que se diese. En la penumbra, el desconocido parpadeó en dirección a Shahid y pareció cortarle el paso. Shahid estaba a punto de disculparse cuando su vecino dijo algo en urdu. Shahid contestó y el desconocido, como confirmando una sospecha, avanzó otro paso, le tendió la mano y se presentó. Se llamaba Riaz Al-Hussain.

La primera impresión de Shahid fue que Riaz andaría por los cuarenta y tantos años, pero cuando aquel individuo cetrino y medio calvo habló, vio que como mucho sólo era diez años mayor que él. Tenía un aire remilgado y ojos menudos, de ratón de biblioteca.

Pero seguramente aquel aspecto amable era engañoso. Su vecino tenía algo intimidante, pues mientras intercambiaban palabras corteses y descubrían que ambos estudiaban en la misma Facultad, observaba a Shahid fijamente, como traspasándole con la mirada, haciendo que se sintiera halagado por el interés que le mostraban y a la vez un tanto tenso y vulnerable.

Riaz tomó una decisión.

– Vámonos.

– ¿Adónde?

Cogió del brazo a Shahid.

– Vamos.

De buen grado, aunque por motivos que desconocía, Shahid se dejó llevar por los dos tramos de escaleras y entre las bicicletas y los montones de correo sin dueño del vestíbulo. Al salir a la calle, Riaz se volvió hacia él husmeando el aire y le indicó, amablemente, que fuese a buscar una chaqueta y una bufanda, si tenía. Parecía que iban a emprender un viaje.

Cuando Shahid se hubo abrigado y echaron a andar, Riaz se dirigió a él como si hiciera mucho que no sentía tanta comprensión ni simpatía por una persona.

– ¿Has comido? Cuando me pongo a pensar o a escribir pasan horas sin que me acuerde de comer y de pronto me entra un apetito voraz. ¿Te ocurre lo mismo a ti?

Shahid, que en las dos semanas de curso apenas había tenido ocasión de dedicar ni recibir una sonrisa amistosa, se sintió efusivo.

– Hace días que se me hace la boca agua pensando en una buena comida india, pero no sé adónde ir.

– Es lógico que eches de menos la comida india. Eres compatriota mío.

– Pues… no exactamente.

– Claro que lo eres. Me he estado fijando en ti.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué estaba haciendo?

En vez de contestar, Riaz apretó el paso y siguió en línea recta. Shahid tenía que bajar y subir de la acera para mantenerse a su altura y evitar tropiezos con los irlandeses congregados a la puerta de los pubs. Aquella calle le empezaba a resultar familiar; hasta el momento, la mayoría de sus conocimientos de Londres se centraban en ella. Durante el día era famosa por las tiendas de segunda mano y la sucesión de muebles desvencijados. Los miserables propietarios se sentaban en butacas a la puerta, frente a mesas húmedas y cuarteadas, leyendo periódicos de hípica bajo lámparas de los años cuarenta con pantallas de borlas; sucios colchones con charcos en las fundas de plástico se amontonaban a su alrededor, como sacos terreros.

A Riaz parecía no interesarle la vida que le rodeaba. Shahid se preguntó si trataba de resolver algún problema filosófico o si se apresuraba a una cita y, quizá, sólo necesitaba su compañía para el camino.

Antes de que Shahid se trasladase a la ciudad, cuando en la campiña de Kent soñaba con la variopinta y turbulenta vida de Londres, su hermano Chili le había prestado Malas calles y Taxi Driver para que fuera haciéndose una idea. Pero eran películas extraordinarias, que no lo habían preparado para una pobreza tan trivial. El primer día había visto a una indigente con sandalias de plástico que cruzaba la calle tirando de tres niños y que, una vez en la otra acera, se quitó el calzado y les sacudió con él en los brazos.

Se preguntó, además, si acababan de cerrar algún manicomio en la vecindad, pues día y noche había en High Road docenas de exhibicionistas, charlatanes y locos gritando sin parar. Un hombre con el cráneo rasurado se pasaba el día en un portal con los puños apretados y murmurando entre dientes. Jóvenes vagabundos -Shahid supuso al principio que eran estudiantes- empuñaban latas de cerveza como granadas de mano; después los veía tirados en las puertas con fluidos rezumando de sus cuerpos, como si los perros se les hubiesen meado encima. Una chica se pasaba el día recogiendo leña de obras y contenedores.

De todos modos, los diversos olores a comida india, china, italiana y griega que salían por las puertas abiertas continuaban alegrando a Shahid como la primera vez que pasó frente ellas, lleno de optimismo y expectación, cargando con las maletas. Entre los restaurantes, sin embargo, había muchas tiendas cerradas y aseguradas con tablas; o convertidas en centros de beneficencia. Shahid creía que los londinenses eran especialmente generosos hasta que su casero paquistaní le explicó, riendo, que aquellos centros habían surgido de la quiebra, no de la caridad.

– Desde luego, eres muy trabajador -dijo al cabo Riaz, sin mirar a Shahid-. Todos los que hemos venido aquí lo somos. Pero además tú te dedicas a algo serio.

– ¿Ah, sí?

– No me cabe duda de tu formalidad.

Shahid no se sintió inclinado a discutir el discernimiento de Riaz. Lo que le sorprendía era el carácter íntimo de la observación. Quizá había estado últimamente con demasiados ingleses, poco expresivos.

– Sí, he decidido trabajar mucho en la Facultad, porque…

– Este restaurante es excelente. La comida es sencilla. Aquí viene a comer gente corriente.

– Lo recordaré -aseguró Shahid. -Desde luego.

Situado entre una tienda caribeña de disfraces y un restaurante rumano -filas de mesas sin adornos y sillas blancas tras unas sucias cortinas de red- había un bar indio adónde Sahib siguió a su nuevo compañero.

– Te sentirás como en casa.

¿Cómo sabía Riaz que iba a sentirse cómodo en un local con cinco mesas de fórmica y asientos rojos clavados al suelo, todo tan brillantemente iluminado con blancas luces de neón como la celda de una comisaría?

La comida estaba en cazuelas rectangulares de acero bajo un mostrador de cristal, y en cada una había un letrero que indicaba si era oberjean o korjet. La comida se calentaba en dos microondas colocados en un estante. En la pared había una bandeja de cobre con inscripciones de versos coránicos. Un niño, a quien Shahid supuso hijo del dueño, estaba sentado a una mesa haciendo los deberes.