Mientras Shahid se miraba en el cuarteado espejo, Chili dijo:
– Empiezas a tener buen aspecto, más saludable. El haberte quitado las gafas, las lentillas y todo eso…, el pelo más corto…, estás menos afeminado. Pareces muy decidido. Siempre has sido un quejica. Supongo que ya eres casi un hombre. Papá estaría encantado.
– ¿Ah, sí?
– No te sorprendas. Siempre admiró tu inteligencia.
– ¿Papá?
– Claro que le habría gustado que la utilizaras en algo de provecho. No seguirás escribiendo esas tonterías, ¿verdad?
– ¿A qué te refieres?
– Te daré un guantazo si pierdes el tiempo en esas cosas. -Le acarició la mejilla con la mano abierta, complacido del instantáneo rechazo de su hermano-. Vamonos. Te estás poniendo nervioso.
Shahid pensaba que la cola para ver a Riaz habría disminuido, pero ahora los afligidos suplicantes esperaban hasta en la calle.
Normalmente, Chili habría hecho alguna observación sarcástica, pero ahora, divertido, se hizo cargo de la situación y lanzó una mirada furtiva a Tahira. Únicamente de camino al coche, mirando a Shahid con curiosidad, le preguntó:
– Ese tipo grande, ¿es uno de tus nuevos amigos?
– ¿Chad? Sí.
– Dile que si vuelve a olerse la mano delante de mí, los hijos de sus hijos lo sentirán.
Shahid se instaló en el suntuoso BMW de Chili. En el salpicadero vio su ejemplar de Cien años de soledad. Hojeándolo, preguntó:
– ¿Me lo puedes devolver?
– Déjalo. Acabo de empezarlo.
– Me lo imaginaba. Ya estoy preparando las preguntas.
Meses antes, Shahid llevaba unos libros y Chili, que se ufanaba de no haber leído nada en la vida -«la literatura es un libro cerrado para mí»-, le dijo que probaría con uno para ver dónde estaba la emoción. Shahid sostuvo que sería incapaz de hacerlo; y que sería un error que, la primera vez, midiera sus fuerzas con García Márquez.
– Además -añadió, para darle sabor-, eres un analfabeto funcional.
– Vete a la mierda, cabroncete -repuso Chili, riendo.
Lo leería despacio y al cabo de seis meses superaría cualquier examen oral que Shahid le pusiera. Si suspendía, le daría mil libras; contantes y sonantes.
– Me gustan los desafíos -dijo ahora Chili-. Pero éste es exagerado. Cien años. Con diez habría sido suficiente. Incluso con seis meses. Dime, ¿cómo es que este autor da el mismo nombre a todos sus personajes? ¿Hace igual ese otro escritor, el que ataca la religión?
– No.
– Los libros están bien pero, aparte de la voz de Ray Charles, en la vida no hay nada mejor que una mujer hermosa. ¡Y a por eso, hermanito, es a por lo que vamos ahora!
Ella vivía en Camden. Mientras Chili lograba atravesar las manzanas de dirección única, blasfemando hasta encontrar un tramo despejado por el que acelerar, Shahid estudiaba el plano. Cuando encontraron la calle, Shahid sacó la cabeza por la ventanilla para ver los números de las casas. De pronto, señaló una con el dedo.
– ¡Para! Ésa debe ser.
Chili dio marcha atrás. Observaron la casa.
– Tu amorcito tiene dinero -dedujo Chili-. Un barrio de buen tono. En un día claro puede ver negros y obreros sin necesidad de tenerlos a la puerta ni de que le roben el microondas. No está muy orgullosa de la casa, pero le gusta cuidar un poco el jardín. ¿Es feminista?
– Todas lo son, hoy en día.
– Sí. Difícil de evitar. Hacer de necesidad virtud, diría yo.
– ¿Cómo?
– Corre un bulo sobre las feministas. La gente dice que todas tienen pelos en las piernas y que no les va la polla. Pero yo te digo que en el aspecto sexual son unas verdaderas guarras…, porque cuando se deciden a follar contigo, no tienen sentido del pudor. Y por si fuera poco, te dicen que tienes la picha pequeña.
– No harán eso, ¿verdad?
– No te pongas nervioso -le recomendó Chili, dándole unas palmaditas en la cabeza-. Esta noche no pasará eso, casi con toda seguridad. En el fondo es que les asusta tener el coño demasiado ancho. Si tienes algún problema, recurre a eso, pero con gracia.
– ¿Con gracia? ¿A qué te refieres?
– ¿Eh?
– Dame un ejemplo.
– ¿Ahora?
– Sí, por si acaso.
– Muy bien. -Chili pensó un momento-. Di: «Follar contigo, nena, ha sido como meter un plátano en Oxford Street; me habría gustado tocar las aceras de vez en cuando.»
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– A ti no te ha pasado nunca, ¿verdad?
– Una vez, no hace mucho, estaba jodiendo con una tía. Me dijo: «Lléname toda, méteme ese aparato tan grande que tienes.» -Chili soltó una risita-. Y yo ya estaba dentro. Así que le dije: «La tienes toda dentro, nena, ésa es la ración de esta noche.» Se lo tomó bien. Siempre les parece bien, si se lo explicas. Bueno, ¿qué hay de esa profesora, la deseas?
– ¿Cómo puedes preguntar eso, Chili? Apenas la conozco.
– En dos minutos sabes si te apetece follar con alguna. Al cabo de una hora sabes si quieres estar con ella. La deseas, pues acuéstate con ella.
– No puedo hacerlo.
– ¿Por qué no? Por Dios, pero si casi te están castañeteando los dientes. ¿Qué diría papá?
Chili puso el coche en marcha y asió el volante como si estuviera en la cabina de un bombardero. Salieron disparados.
– ¿Adónde vamos? -gritó Shahid.
– Llegas demasiado pronto.
– ¡Llegamos justo a tiempo! -exclamó Shahid, conteniéndose de coger el volante.
– Te deseará más si la haces esperar.
Interminablemente, pensó Shahid, Chili aceleró en un sentido y en otro por la High Street de Camden como un ladrón de coches, pasando frente a la estación de metro, el cine y los pubs, con una cinta a todo volumen del cantante de qawali paquistaní Nasrut Fatah Alí Khan. Shahid empezó a preguntarse si a su hermano le pasaba algo. Normalmente tenía otros sitios mejores donde ir y cosas más importantes que hacer que estar con él.
– Y ahora… -frente a la casa, Chili se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Era del tamaño de media hogaza de pan-. Toma esto por si tienes que coger un taxi para volver. -El guía de la realidad dio dinero a Shahid-. Y recuerda, ellas siempre están más asustadas que tú.
– Chili.
– ¿Qué coño quieres ahora?
Shahid cayó en la cuenta de que Chili no había mencionado a su mujer.
– ¿Cómo está Zulma?
– ¿Zulma? No seas gilipollas. Zulma siempre será Zulma. ¿Qué coño quieres decir?
– Nada.
– ¿Intentas cabrearme?
– No, Chili, te lo prometo.
– ¿Seguro?
– Era para saber algo de la familia.
Chili le dio un beso.
– No te olvides de mi camisa roja.
– Claro que no.
– Buen chico.
Shahid subió por el camino de entrada, se detuvo y vaciló. No quería entrar todavía. Pero al volverse vio que Chili seguía allí, acelerando el motor y murmurando:
– Chichi, chichi, chichi.
Shahid llamó al timbre. Cuando Deedee abrió la puerta, Chili tocó el claxon y soltó una carcajada.
5
Se quedó de pie, nervioso, las manos en los bolsillos.
– ¿Dónde te quieres sentar? -le dijo ella. Él no sabía-. Bueno, ponte cómodo.
Era una gran vivienda familiar. Las puertas tenían vidrieras de colores y las baldosas del pasillo eran esplendorosas. Pero estaba sin cuidar e incluso más desordenada que la habitación de Shahib, con tablas del piso al descubierto, alfombras arrugadas, carteles desgarrados de Billy Holiday y Malcolm X, y tres bicicletas viejas apoyadas contra una pared. En sillas y en el suelo había polvorientas pilas de periódicos amarillentos, algunos de ellos recortados, como de relleno. Parecía una residencia de estudiantes, y Deedee le dijo que tres chicos de la Facultad ocupaban las habitaciones sobrantes.