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En el taxi se sentaron muy juntos.

– Queremos vender la casa, ahora que Andrew y yo nos hemos separado -explicó ella-. Me muero de ganas de vivir sola.

Olía a flores. Sus pendientes temblaban como dos gotas de agua a punto de caer.

– ¿Por qué os habéis separado? -preguntó Shahid, maldiciéndose a sí mismo por hacer preguntas tan ridículas.

Ella no contestó, sino que continuó revolviendo en el bolso como si tratara de sacar un premio en una tómbola.

Él permaneció inmóvil; al menos iba en un taxi londinense.

– A ese hombre sólo le interesa una cosa, la política -dijo ella-. Yo también he estado en eso durante años. No sabía lo mucho que me limitaba. Todo eso te crea sentimientos de culpa.

– ¿Qué es lo que te gusta ahora?

– Estoy tratando de descubrirlo. Otras cosas. La cultura. Cuando puedo, me dedico a no hacer nada. Pruebo con el placer. Sí. -Volvió a introducir la mano en el bolso-. Andrew tiene una nueva amiga, de modo que casi siempre está en el piso de ella. Tenemos una norma: no llevar a casa a nuestros amantes.

Shahid encontró cómica la palabra «amante» aplicada a Andrew, y se entretuvo brevemente en imaginarse al doctor Brownlow sin pantalones; pero entonces vio a Andrew besar a Deedee y se preguntó cómo podía tener ese marido.

Estaba pensando que quizá fuese más complicada de lo que él podía entender, cuando Deedee sacó del bolso una cajita de madera con esquinas de cobre. De ella extrajo dos pastillas blancas y acanaladas. Parecían pequeñas bombas en su mano extendida.

– No sé por qué te cuento mis intimidades; a lo mejor es que tengo un presentimiento contigo.

– ¿Por eso me has invitado a tu casa esta noche?

– Sí. Y porque estás solo y me gustó tu forma de mirarme.

– ¿Te hacen muchas proposiciones los hombres?

– ¿Cómo?

– Era sólo curiosidad. Lo siento, en realidad no quería decir eso.

Ella miró fijamente por la ventanilla.

– Quiero tomar una cosa. ¿Me acompañas?

– ¿Qué es?

Sentía su cuerpo contra el suyo.

– Te hará reír. Y bailar.

Le explicó lo que era; los términos farmacéuticos que empleó y su tono profesoral -«Tendrás experiencias…»- le daban aire de médico imprudente. A él le encantaba escuchar, de eso no tenía ella la menor duda. Sin embargo le parecía inquietante el modo en que hablaba de lo que su madre denominaba «cosas malas», drogas y música pop, como los adultos charlaban de vino o literatura.

– Sí -dijo él-. Fumábamos hierba, pero de esas pastillas sólo he tomado una vez, en Brighton.

– ¿Te gustó?

– Me tomé la mitad, y la persona que me la dio me recomendó que viniese a verte. Ese fue el efecto que me hizo.

– Me alegro de que la tomases. Éstas son muy suaves. Me hacen sentir. ¿Qué me dices?

El taxi seguía su marcha sin obstáculos, no había mucho tráfico. Shahid no tenía idea de adónde iban. En aquella ciudad sin límites ni forma se podía ir en coche durante dos o tres horas y no salir de ella; y a partir de cierto punto llegar donde nunca van los turistas, la gente lleva ropa más harapienta, los coches son más viejos, las casas más descuidadas.

Ella se depositó una bomba en la lengua y echó atrás la cabeza, tomando un trago de agua de la botella de plástico que llevaba consigo.

– En realidad, me parece que estoy muy bien -dijo él.

– ¿Seguro?

– Los vídeos de Prince me han animado un montón -contestó Shahid, bailando sobre el asiento.

Deedee no habló ni le miró. Se había enfadado con él, o quizá consigo misma, Shahid no sabía decirlo. Estaba claro que había algún malentendido.

Podía pedirle que parase el taxi. No tardaría mucho en volver en autobús o en metro. Riaz trabajaba hasta tarde, había mucho que hacer, necesitaba que le escribieran cosas; su labor no podía ser más meritoria ni esencial. Riaz, Hat y Chad eran las primeras personas parecidas a él que había conocido, no tenía que explicar nada. Chad confiaba en él. Hat le había llamado hermano. Estaba más próximo a esa cuadrilla que a su propia familia. Pero la mujer que le había invitado a salir -debía tener cuidado para no llamarla señorita- estaba tensa. Parecía ser de las que imaginaban tener muchos problemas para discutirlos continuamente con amigos y psicólogos, mientras que, comparadas con la mayoría de la gente, llevaban una vida agradable y, probablemente, eran bastante frívolas. ¿Es que no lo había reconocido ella, al decir que buscaba el placer? De todas formas le estaba poniendo nervioso. ¿Qué quería de él?

– ¿Dónde estamos, Deedee?

Ella respondió indicando con el dedo. El labio del puente los deslizaba hacia la boca del sur de Londres. Eso podía haberlo averiguado él solo. No le gustaba que ella le fuera señalando ríos.

El taxi llevaba la calefacción puesta y el calor le traspasaba la ropa hasta la piel, humedeciéndola. Necesitaba quitarse la chaqueta o tomar el aire. Imaginó que sería más fácil salir, dejar aquel asunto, fuera lo que fuese, y perderse en la ciudad.

Se detuvieron frente a un semáforo. Se inclinó para coger el tirador de la puerta. Pensó, sin embargo, que podía matarse, y que debía considerar la situación. Abriría la ventanilla. Pero no se movía y, después de tirar hacia arriba, hacia abajo y de lado, e incluso de rascar el metal, no consiguió que cediera. No podía seguir arañando el cristal como un gato bajo la lluvia. Apartando la vista, se echó agua en la mano, se salpicó la frente y se frotó la nuca. Asfixiado de calor, se recostó en el respaldo.

Ella se inclinó sobre él y liberó la ventanilla con un solo movimiento. Por el taxi corrió la vaporosa brisa del río; era un alivio. El taxista alargó la mano y conectó la radio. Hubo un chisporroteo y se oyó un fragmento de la información del tiempo en las Oreadas, que es en lo único en que tienen que pensar allá arriba, antes de que el taxista diera con una emisora de música pop y subiera el volumen.

Shahid escuchó de pronto algo que le hizo mover las rodillas. ¿Eran los Doors? No, idiota, algo nuevo, los Stone Roses o los Inspiral Carpets, uno de esos grupos de Manchester con guitarras. Fueran quienes fuesen, le animaron. La música podía producirle el efecto de una inyección de adrenalina, y sintió deseos de corear «bu-bu-bua» por estar con su profesora, que le había invitado a salir. (Si al menos pudiera preguntarle adónde.) Cuando abandonó los intentos de dominarse, comprendió que le gustaba la situación. Ahora estaba seguro de que quería estar allí. Sí, no estaba mal; Chili no lo había conseguido.

– De acuerdo -dijo él.

– ¿Cómo?

– Me la tomo.

– ¿Seguro?

– Sí.

Cerró los ojos, se metió la pastilla en la boca y tomó un sorbo de la botella. Luego rodeó a Deedee con el brazo. Inmediatamente, ella apoyó la cabeza contra su pecho. Shahid deseaba besarla ya, estaba armándose de valor, pero temía cometer una equivocación; Chili decía que todo estaba en la voz, no en el lenguaje del cuerpo, ése era el error que solía cometerse. Pero ésta era su profesora, por amor de Dios, podían expulsarle.

Torcieron por un callejón concebido para cometer asesinatos, pasando por talleres, garajes cerrados y árboles, de triste aspecto. Doblaron una estrecha esquina y se metieron por una calle cortada. El edificio del fondo, que resonaba tenuemente, era el White Room.

Era un almacén plateado.

Enfrente había una explanada en cuyo centro se abría un sendero entre rollos de alambre espinoso. Toda la zona estaba rodeada por una cerca alta y bañada en una luz áspera y amarillenta, que le daba aspecto de patio carcelario. Las tres entradas, en forma de garitas, estaban guardadas por centinelas que hablaban en voz baja por sus transmisores. Un gentío los rodeaba en la fría noche. Algunos chicos, no admitidos, se aferraban tiritando a la cerca. Otros trataban de escalarla como refugiados, gritando hacia el edificio, antes de que los bajaran al suelo de un tirón y los echaran.