Выбрать главу

Deedee dio su nombre y los admitieron. Filmados por cámaras de seguridad, avanzaron airosamente entre la luz del sendero seguidos por miradas de envidia. Como estrellas del pop en un estreno. Entraron en una sombría zona de bar con mesas y sillas, donde la gente bebía agua y zumo de frutas bajo paracaídas hinchados. No servían alcohol.

– Por aquí.

Shahid la siguió por un laberinto de túneles y lonas onduladas. Al fin llegaron a una estancia cavernosa que albergaba al menos quinientas personas y en cuyas paredes se proyectaban cambiantes diapositivas en color. Había un incesante torbellino de ruidos interplanetarios. Chorros de luces calidoscópicas rociaban el ambiente. Muchos hombres iban con el torso al aire, llevando sólo una tirilla de cuero; algunas mujeres no llevaban nada en la parte de arriba o camisetas de red y pantalones cortos. Una iba desnuda sólo con zapatos de tacón y un gran pene de plástico atado a los muslos con el que mantenía una continua actividad. Otros llevaban trajes de caucho, máscaras o disfraces de niños. Bailaban frenéticamente, cada uno por su lado. Unos tocaban silbatos, otros daban gritos de placer.

Deedee acercó los labios al oído de Shahid. La poderosa intimidad de su pelo y el olor de su piel le produjo una descarga emocional.

– Echamos un vistazo y nos marchamos -gritó ella entre aquel infierno.

– Empieza a darme la impresión de que puedo volar.

– ¿Por qué? ¿Estás colocado?

– No lo sé.

– Me parece que te he forzado a hacer esto, ¿sabes? -dijo ella.

– Lo has hecho, pero te lo agradezco. Podría decirse que forma parte de la enseñanza, ¿no?

Deedee empezó a agitar brazos y piernas. Luego se movió con más sensualidad, como una cuerda al desenrollarse. Shahid se quedó parado frente a ella, sin levantar los pies del suelo por si empezaba a flotar.

Con los ojos medio cerrados, atisbó hacia la luminosa niebla ultravioleta. Entre la bruma dorada observó que nadie prestaba especial atención a nadie, aunque las miradas de la gente se encontrasen de vez en cuando. Y entonces le ocurrió algo: todo el mundo le pareció maravilloso. Pero antes de que pudiera adivinar la causa o de saber por qué se encontraba tan bien, se sintió anegado por una oleada de satisfacción, como si alguna criatura suspirase en su interior. Tuvo la impresión de que empezaría a flotar en cualquier momento.

La sensación se agotó y se sintió vacío. Quería recuperarla. Y lo hizo, una y otra vez. En un trance palpitante, empezó a retorcerse gozosamente, sintiéndose parte de un ondulante océano. Podía haber bailado eternamente, pero no lo hizo mucho tiempo porque ella dijo:

– Tenemos que irnos.

Ondas eléctricas de luz parpadeaban en el aire. Frondas de dedos que desprendían llamas saludaban a los pinchadiscos, directamente llegados de Nueva York y sentados en casetas de cristal.

– Pero ¿por qué?

– Hay un sitio mucho mejor que me recomendó una de mis alumnas más dignas de crédito. Es una fiesta de final de década.

– La década no ha terminado todavía.

– No, pero da la impresión de haberlo hecho.

– Es imposible que haya un sitio mejor que éste, Deedee.

Ella asintió, segura de sí. Lo sabía todo.

– Fumemos un cigarrillo y marchémonos.

Él la siguió.

El aire fresco les heló el sudor de la frente y devolvió a Shahid una lucidez pasajera pese a quedar boquiabierto ante la resplandeciente calle, iluminada como para una comedia musical. Deedee y él no hablaban mucho pero no dejaban de mirarse.

Estaban en otro taxi, de eso era consciente, pero no tenía idea de cómo habían llegado a él, había perdido toda noción del tiempo. Seguían en dirección sur y se preguntó si circulaban por un parque; era una zona de las afueras, exuberante, abierta, sin tiendas. Las calles cubiertas de escarcha estaban silenciosas, no había tráfico ni peatones. Las oscuras mansiones, tras verjas de hierro y altos muros bordeados de árboles, estaban bastante apartadas de la carretera. Se preguntó dónde estaría Chili. Pensó en su madre, que estaría durmiendo en su cama; allí era donde a su familia le habría encantado vivir.

Llegaron a la ominosa verja de hierro de una mansión blanca, el tipo de residencia que un Gatsby inglés hubiera elegido, pensó. Había camionetas aparcadas en el camino de entrada. Hombres altos acechaban en la penumbra. Registraron a Shahid, hurgándole en los bolsillos; tuvo que quitarse los calcetines y sacudirlos mientras se mantenía en equilibrio con un pie en el barro.

Entraron en el vestíbulo de mármol y se encontraron ante una gran escalinata. Luego pasaron por el eficiente guardarropa, el bar y un oso polar disecado, en pie sobre las patas traseras y con una luz en las fauces, cruzaron la gruesa alfombra blanca, puertas, amplios pasillos y un invernadero donde los árboles tocaban el techo, hasta llegar a una bañera de hidromasaje donde todo el mundo estaba desnudo. Más allá había una piscina iluminada. En la penumbra de la superficie flotaban docenas de globos amarillos y verdosos.

Afuera, el jardín se extendía en la distancia, iluminado por gaseosas llamas azules.

Era el sitio perfecto para una fiesta. Mientras observaban todo, Deedee le cogió del brazo y le recitó al oído:

– «¡En un lugar salvaje, tan santo y encantado / como nunca hubo bajo luna menguante, / vagaba una mujer que gemía por su demonio amante!» [3]

La casa vacía había sido ocupada ilegalmente la tarde anterior, después de que un limpiacristales, batería de los Peniques del Infierno, la descubriese en uno de sus itinerarios.

Esa noche estaba invadida de hordas de chicos y chicas del sur de Londres. Llevaban el pelo a lo paje, camisetas de monopatín, gorras de béisbol, capuchas, ponchos de colores vivos y pantalones con medio metro de campana. Deedee dijo que la mayoría de ellos jamás habría estado en una casa así, salvo para entregar los pedidos de la tienda. Ahora se lo estaban pasando como nunca. Cuando terminase el fin de semana, la casa quedaría reducida a cenizas.

– Y ellos también -añadió.

Empezaron a subir la escalera, pero bajaban docenas de personas. Otras bailaban sin desplazarse de sitio, gritando: «Todo el mundo es libre de sentirse bien, todo el mundo es libreee…» Algunos estaban simplemente sentados, moviendo la cabeza con los ojos cerrados. Entonces Shahid perdió a Deedee.

En el rellano, un chico menudo, delgaducho y nervioso había montado un tenderete y, saltando, gritaba:

– ¿Queréis algo, queréis algo…? ¡Eeeee…! ¡Éxtasis para el pueblo! ¡Viva la clase trabajadora!

– ¿Cuánto? -le peguntó Shahid.

Era un precio exorbitante.

– ¿Cuántas quieres? -le dijo el chico.

– Tres.

El chico le puso tres bombas en la mano; Shahid se tragó dos.

– ¿Cómo se llaman éstas? -preguntó Shahid.

– ¿Las blancas? Palomas de amor. Tengo de otras clases.

– No, éstas me valen.

– Sí, que te diviertas -repuso el chico-. Hasta luego.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Deedee.

Estaba detrás de él, abrazándole el pecho.

– Toma.

Le depositó una pastilla acanalada en la lengua extendida. Luego se perdió otra vez, entre el gentío. Solo, siguió subiendo.

En la fría estancia del piso superior no había nadie en posición verticaclass="underline" todos estaban tumbados en el suelo, sin moverse -salvo para besarse o acariciarse-, como si los hubieran exterminado. Shahid sintió la necesidad de unirse a ellos y se tumbó, acoplándose en un espacio entre los cuerpos. En cuanto cerró los ojos, su mente, que antes visualizaba como un antiguo estrato entre las capas de la corteza terrestre, se convirtió en un deslumbrante trapecio de luz en el que danzaban formas de colores.

Alguien le zarandeaba suavemente y al abrir los ojos vio a una chica que le observaba.

– ¿Qué tal?

вернуться

[3] A savage place! as holy and enchanted / As e'er beneath a waning moon was haunted / By woman wailing for her demon lover! De «Kubla Khan», poema de Samuel Taylor Coleridge, (N. del T.)