Dio patadas y puñetazos a la máquina, pero estaba construida a prueba de golpes. Salió al frío y pateó las calles, temeroso de volver a la habitación de Riaz. No le apetecía nada describir esa zona de ladrones, cabrones redomados y despojos humanos.
Riaz estaba en la misma postura e igual de concentrado, pese a que Chad le estaba limpiando los tinteros con un plumero. Era una escena silenciosa, de serenidad nocturna. ¿Le permitirían volver a entrar allí? Shahid quería dar explicaciones, pero tuvo que esperar a que Chad se apartara de Riaz.
– Es horrible, Chad, pero ha sido culpa mía. He… humm… he… perdido la ropa.
– ¿Cómo?
– La ropa que me diste para lavar, ¿sabes?
– ¿La ropa de Riaz?
– Me la han robado.
Chad miró a Riaz, pero éste no dejaba de escribir.
– ¿Has perdido la ropa del hermano?
– Me temo que sí.
– No creo que hayas podido hacer eso.
– Escucha, Chad, dime una cosa. Él no está especialmente orgulloso de su ropa, ¿verdad?
– No es orgulloso y punto.
– No, no, no digo eso, es que…
– ¿Qué quieres decir?
Shahid titubeó y reprimió un sollozo.
– Lo siento mucho.
– ¿De qué sirve eso?
– He cometido un grave error.
Llamaron bruscamente a la puerta.
Chad señaló a Riaz con la cabeza.
– ¿No montaste guardia frente a la ropa del hermano?
– No pensé que nadie fuese a robar un montón de…
Chad le lanzó una mirada furibunda y se dirigió a la puerta.
– No lo hice, Chad -prosiguió Shahid-. Quiero aprender, pero estoy perdido en Londres, es gigantesco y todo es anónimo. ¡Hay locos por todas partes, pero la mayoría parecen normales! Chad…, ¿me perdonará?
– Eso ya lo veremos. ¿Me estás pidiendo que te saque del lío?
– ¿Podrás?
– Veré lo que puedo hacer. Pero esto es grave.
– Lo sé, lo sé.
– Espera un momento -le pidió Chad.
En el umbral apareció un hombre de barba negra y el pelo al cepillo con una bolsa verde. Riaz se volvió hacia él con un movimiento de cabeza y el desconocido le saludó desde la puerta, desabrochándose el largo abrigo y revelando un delantal de carnicero manchado de sangre.
– Me pedisteis herramientas -anunció.
– Sí.
Pasó a Chad la bolsa, que emitió un sonido metálico. Chad atisbó su contenido, metió la mano y sacó un cuchillo de carnicero. Tocó la hoja.
– Estupendo. Muchas gracias, Zia. Te lo devolveré… cuando hayamos terminado.
El desconocido asintió, dirigió una inclinación de cabeza a Shahid y se marchó. Chad colocó la bolsa bajo una silla y siguió con su ocupación.
– Así que la tiraste, ¿eh?
– ¡Me la robaron, Chad!
– Ahí fuera reina la inmoralidad -sentenció Chad, tras pensar un momento- El caso es que tenemos que hacer algo antes de que el hermano necesite cambiarse de ropa.
– ¿Cuándo será eso?
– Quién sabe. Dentro de cinco semanas, a lo mejor. O de cinco minutos. Puede levantarse de un salto y querer ponerse esa indumentaria.
Shahid sospechaba que no sería dentro de cinco minutos.
– ¿Qué tienes en tu habitación?
– Una cama, una mesa, unos cuantos discos de Prince y una tonelada de libros.
Chad parecía interesado.
– ¿Has dicho Prince?
– Sí.
– Déjame echar una ojeada.
– ¿Para qué?
– Será mejor que los vea.
– ¿Por qué?
– No hagas tantas preguntas, eso es lo principal si quieres que te salve el pellejo. Y ahora quítate de en medio. ¡Ésta es una emergencia superurgente!
Chad entró a grandes zancadas en la habitación de Shahid y empezó a revolver en la caja de los discos de Prince, que estaba en el suelo. Parecía fascinado, aunque a decir verdad aquello no podía tener nada que ver con el asunto de la ropa de Riaz.
– ¿Qué pasa…, te encanta Prince?
– ¿A mí? -Chad sacudió la cabeza enérgicamente y cerró la caja-. La música pop no es nada buena. Ni para mí, ni para nadie. ¿Por qué me haces pensar en eso ahora?
– ¿Yo te hago pensar en eso?
– En este momento las cosas tienen mal cariz. Bueno. Déjame ver si tienes El álbum negro. [2] No hay mucha gente que lo tenga. -Volvió a mirar con atención en la caja y añadió burlonamente-: Vaya, también tienes el CD pirata. ¿Dónde lo conseguiste?
– En el mercado de Camden.
– Claro. Allí se encuentran buenos piratas.
– ¿Quieres oírlo?
– ¡Ni hablar!
Chad se desinteresó de Prince bruscamente, se irguió y examinó el contenido del cuarto.
En la habitación de su casa Shahid solía coger libros de arte de las estanterías y, mientras se afeitaba o paseaba lamentándose de la vida, los dejaba abiertos para ver cosas de Rembrandt, Picasso o Vermeer y tratar de entenderlas.
Aquí había cubierto grandes superficies del estroboscópico empapelado marrón y amarillo con sus postales preferidas. Había muchos Matisse: solía pensar que Matisse era el único artista del que no podía decirse nada malo. Clavados con chinchetas azules, estaban el retrato de Mary Gunning, de Liotard; el encuentro de Peter Blake en su Playa de Venecia con Hockney y Howard Hodgkin; varios Picasso; la extraña Isabella de Millais; fotografías de Allen Ginsberg, William Burroughs y Jean Genet, Jane Birkin tumbada en la cama y docenas más que había arrancado de su habitación para traerlas a Londres.
– Aquí tienes una tonelada de libros -observó Chad.
– Sí, y en casa tengo muchos más.
– ¿Cómo es eso?
Shahid le explicó que cuando su sarcástico tío volvió a Pakistán, dejó todos los libros en casa de su padre. Shahid se quedó con ensayos de Joad, Laski, Popper y Freud, junto con novelas de Maupassant, Henry Miller y los rusos. Además había ido casi diariamente a la biblioteca; su mayor deleite consistía en leer sin método, interrumpiéndose para escuchar música pop. Iba de un libro a otro como subiendo escalones, tanto por entretenimiento como por miedo de encontrarse a disgusto con gente que supiese más que él.
– En general ahora prefiero novelas y relatos -confesó Shahid-. Suelo tener cinco empezadas a la vez.
– ¿Por qué lees?
– ¿Por qué?
– Sí. ¿Qué sentido tiene?
Chad parecía hostil. No era un interrogatorio objetivo. Aquella oposición le resultaba tan inexplicable que, intrigado, se olvidó de la ropa de Riaz. No creía que nadie le hubiera hecho antes esa pregunta. Y desde luego no la esperaba de Chad. Pero era exactamente para discutir de esos temas -el sentido y la finalidad de la novela, por ejemplo, su lugar en la sociedad- por lo que había ido de tan buena gana a la universidad.
Miró apasionadamente los libros apilados sobre la mesa. Al abrir uno surgirían, como enredados en sus páginas, los érase una vez y ábrete sésamo, las bodas de Swann y Odette o las de Levin y Kitty, y hasta Scheherezade y el Rey Shahriya. Los personajes más fantásticos, Raskolnikov, Joseph K., Boule de Suif, Alí Baba, hechos de tinta pero siempre vivos, estaban atrapados en los dilemas más profundos del ser. ¿Cómo podría contestar a Chad?
– Siempre me han encantado las historias -empezó a decir.
– ¿Cuántos años tienes…, ocho? -le interrumpió Chad-. ¿No hay millones de cosas serias que hacer? -Señaló con el dedo a la ventana-. Ahí fuera… se cometen genocidios. Violación. Opresión. Asesinato. La historia del mundo es… matanza. Y tú lees cuentos como cualquier ancianita.
– Según lo dices, es que como si me inyectara heroína.
– Buena comparación. Bonita.
– Pero ¿es que los escritores no intentan explicar el genocidio y esas cosas? Las novelas son como un retrato de la vida. Ahora estoy leyendo una de Dostoievski, Los poseídos…