– No me convences. ¿Qué me dices de los desposeídos? ¿Eh? Sal ahora mismo a la calle y pregunta a la gente qué es lo último que ha leído. El Sun, quizá, o el Daily Express.
– Exacto. Hay veces que veo a alguien y me dan ganas de cogerle y decirle: ¡Lee este relato de Maupassant o de Faulkner, esto no hay que perdérselo, es una obra humana, mejor que la televisión!
– Es cierto, en Occidente la gente se cree muy civilizada, culta y superior, pero el noventa y nueve por ciento lee cosas con las que uno ni se limpiaría el culo. Y hace tiempo que aprendí algo, Shahid.
– ¿Qué?
– ¡Que en la vida hay algo más que diversión!
– La literatura es más que diversión. -Consciente de la intensidad de su acaloramiento, Shahid trató de contenerse. Cogió un libro, lo hojeó y afirmó con indiferencia-: Los libros no son tan difíciles como parecen.
Chad enrojeció ante su tono condescendiente.
– ¡Sí…, así es como los intelectuales se elevan sobre la gente normal!
– Pero, Chad, desde luego los intelectuales piensan más que la gente normal. Eso debe ser bueno.
La forzada mansedumbre de Shahid pareció empeorar las cosas.
– ¿Bueno? ¿Qué saben los intelectuales sobre lo que es bueno?
A Chad le enardecía la ingenuidad de Shahid. Entonces aparentó que se apaciguaba.
– Tienes mucho que aprender, hermano. Pero no perdamos más tiempo discutiendo fruslerías. Tenemos muchas cosas serias que hacer. Esta noche has cometido un grave error.
– Lo siento mucho, Chad.
– Deja de disculparte antes de que me des pena -repuso Chad, frotándose la frente-. Quizá podamos repararlo.
– ¿Cómo?
Chad se dirigió al aparador, abrió un cajón y sacó unos calzoncillos y unos vaqueros Gap, examinándolos como si pensara comprarlos. Luego, dejándolos sobre la cama, abrió el armario con tal fuerza que la puerta se salió de sus goznes. La arrojó al otro extremo de la habitación como si fuera una caja de cerillas. Tras una breve pero crítica inspección, empezó a meter ropa de Shahid en una bolsa que sacó del fondo del armario, incluidos sus calcetines granates de algodón, una camisa Fred Perry y unas camisetas blancas italianas que habían pertenecido a Chili.
– ¿Qué estás haciendo?
– Son para el hermano Riaz.
– Pero, Chad…
– ¿Y ahora qué?
– ¿Estás seguro de que le sentarán bien?
– ¿Crees que no?
– No creo que le vaya la Fred Perry.
– ¿No?
– Deja que la vuelva a guardar. Y con esa camisa morada parecería un poco afeminado.
– ¿Qué?
– Un marica. Dame.
– No, no -repuso Chad, guardándola-. ¿Qué otro remedio nos queda? ¿Quieres que el hermano se pasee desnudo por la calle y que atrape una neumonía por una estupidez tuya?
– No -se quejó Shahid, tratando de salvar una de las camisetas de Chili antes de que Chad acabara de saquearle el armario-. No pretendo eso.
– Oye, ¿de dónde has sacado esa camisa de Paul Smith?
– De Paul Smith.
– A Riaz le encantará -comentó Chad, llevándose la camisa al pecho-. Lo que mejor le sienta son los colores lisos.
– Ah, bueno.
– Échanos una mano, entonces. Estás con nosotros, ¿verdad?
– Sí -contestó Shahid.
3
A la mañana siguiente, de camino al aula de Deedee Osgood -esperaba sus clases con mayor afán que las demás-, Shahid aplicó la oreja a la puerta de Riaz. Como de costumbre, no oyó el menor ruido. Los extraños acontecimientos de la noche anterior -los desconocidos a quienes había abierto su corazón, la ropa robada y el riesgo de pillar una neumonía por ir desnudo, la visita del carnicero y el cuchillo, la discusión sobre literatura y los calcetines granates- quizá habían sido una alucinación. O, a lo mejor, Riaz había ido a la mezquita.
La Facultad era un incómodo edificio Victoriano, antiguo instituto de enseñanza media, a veinte minutos a pie. Albergaba un sesenta por ciento de negros y asiáticos, con una biblioteca deficiente y sin instalaciones deportivas. Su reputación se basaba menos en el ámbito académico que en las rivalidades de bandas, drogas, robos y violencia política. Se decía que en la cárcel de Wandsworth se celebraban reuniones de alumnos.
En la hora punta de la mañana, mientras pasaba los torniquetes frente a los dos guardias de seguridad que a veces registraban a los estudiantes en busca de armas y entraba a la sombría cafetería del sótano para tomar un café, Shahid se sintió más animado que en todo lo que llevaba de curso. Desayunó con dos compañeras de clase, una asiática con salwar kamiz y chaqueta vaquera y su amiga, una joven negra con un amplio mono blanco, zapatillas de deporte y gafas doradas de montura redonda.
Estaba impaciente por ver a Deedee Osgood.
La había conocido gracias a la discoteca Zap de Brighton, frente al mar. Era un sitio tan sensacional que los chicos de Londres lo tomaban por asalto con el último tren de los sábados. Bailaban toda la noche, follaban y montaban juergas en la playa hasta el amanecer y luego volvían a tomar el tren para estar en casa a la hora de la comida. Shahid iba por primera vez. Después de romper con su novia quiso salir de nuevo, de modo que un amigo le dijo una noche que le llevaría al local más animado que conocía.
Nunca había escuchado música tan rápida; el ritmo electrónico era como una perforadora. Todo el mundo llevaba pantalones elásticos de ciclista y camisetas blancas con sonrientes rostros amarillos. Se abrazaban, besaban y acariciaban con inocencia paradisíaca. De madrugada entabló conversación con un chico negro de Londres que consideraba una gran mujer a su profesora.
Consciente de que había llegado el momento de tomar la iniciativa, fue a Londres a conocerla. Tras llamar a la puerta, justo antes de que ella se presentara, pensó que era una estudiante. Su despacho no era tres veces mayor que una cabina de teléfono. Sobre el escritorio, clavadas en la pared, había fotografías de Prince, Madonna y Oscar Wilde con una cita debajo: «Toda limitación es cárcel.»
Deedee le preguntó por la vida que llevaba en Sevenoaks y por sus lecturas. Pese a sus difíciles preguntas sobre Wright y Ellison, Alice Walker y Toni Morrison, Shahid notó que tenía buena disposición hacia él.
Al verle mirar la fotografía de Prince, le preguntó:
– ¿Te gusta Prince?
Shahid asintió.
– ¿Por qué?
– Pues por el sonido -contestó sin pensar.
– ¿Y nada más?
Comprendiendo que aquello no era simple conversación sino que formaba parte de la entrevista, se esforzó por ordenar las ideas para expresarlas bien, pero hacía meses que apenas hablaba con alguien medio inteligente. Ella trató de sonsacarle:
– Es medio negro y medio blanco, medio hombre y medio mujer, de estatura menos que media, femenino pero también macho. Su trabajo contiene y amplía la historia de la música negra americana, Little Richard, James Brown, Sly Stone, Hendrix…
– Es un artista torrencial. Toca soul y funk, rock y rap…
Y así siguió, hablando con toda compostura, es decir, en tanto ella no cruzó las piernas tirándose de la falda. Hasta entonces había logrado mantener los ojos apartados de sus pechos y sus piernas. Pero la elocuencia del movimiento -que en aquella habitación equivalía a una avalancha erótica de susurros y gemidos- fue tan sensacional y su efecto tan parecido al de un concierto de Prince, que su imaginación empezó a buscar un medio con el que pudiera grabar el murmullo de sus muslos para añadirle luego una base rítmica y escucharlo con los auriculares.
– ¿Por qué no escribes un trabajo sobre él?
– ¿Para el curso?
Nada podía complacerle más.
Despedirse aquel día y coger el metro hasta la estación Victoria fue odioso. La ciudad se había convertido en un arrabal; las afueras, en la campiña inglesa. El tren le devolvió a la casa donde su padre ya no estaba. No es que con la muerte de papá hubiese disminuido el número de personas que vivían en ella, pero su ausencia en el centro de las cosas la había hecho más cruelmente anárquica, sobre todo desde la vuelta de Zulma, la mujer de Chili, que había convertido a Shahid en el blanco favorito de sus pullas. Pero al menos tenía una tarea que cumplir; durante muchísimo tiempo sólo escucharía a Prince.